El sitio de Ariadna. Arabella Salaverry
en su país. Mejor morir. Hay una insistente necesidad de enterrar lo más profundo posible a cualquiera que se destaque. El monumento debería, cree ella, honrar a Don Juan Rafael Mora, quien libró la primera guerra antiimperialista del continente. Él hizo posible el triunfo. Pero no. Se lo menciona tangencialmente. Bueno, al menos un homenaje velado, perdido entre árboles y bancas que ahora, a esa hora, dan albergue a enamorados furtivos. Mientras cruzo el parque trato de no mirar las caricias, los besos escondidos que repletan la noche. Paso bajo el puente por el que transita el ferrocarril. Continúo caminando hasta enfrentar al Hospital Calderón Guardia ¡una excepción! Sí, una excepción en este país ajeno al reconocimiento, donde no hay héroes, donde no hay próceres. Pero al menos seres humanos, piensa Ariadna, por un momento distraída. Como el Secretario del Partido Vanguardia Popular, Manuel Mora, otro Manuel. (Manuel, Immanuel, dios con vosotros. Conmigo. Emmanuel para traernos la buena nueva. Emmanuel. Enviado). Don Manuel, el arzobispo Monseñor Sanabria, el mismo doctor Calderón Guardia: la Izquierda, la Iglesia, el Caudillo, dispuestos a unirse por medidas sociales que hacen al país disonante en un continente lacerado, acciones que solo en ese pequeño país que es el suyo se producen.
No. No sabe qué pensar. Quiero devolverme y experimentar de nuevo la sensación que se durmió en mi boca y despertó en mi cuerpo. Quiero no tener que llegar a esa casa cerca del cine Aranjuez que no es mi casa, sino una casa, otra más. Una casa para adaptarse a claves ajenas, a costumbres ajenas, viviendo de puntillas para no molestar. Estoy cansada. La caminata fue larga y el corazón, aún desacompasado, no ayuda. Lo escucha. Hay días en que su cuerpo todo es una caja de resonancia. Puedo oír lo que sucede en mi interior, los pequeños huesos que se mueven, las articulaciones engarzando los huesos largos, mi estómago, los pulmones cuando reciben el aire, pero sobre todo la sangre que pasa, que me aturde. No sabe cómo será recibida en la casa. Posiblemente con indiferencia. Pero ahora no me importa. Tumbarme en la cama, cerrar la puerta de mi habitación y sentir. Nada más.
La madrugada, trémula de pájaros, la atrapa aún vestida, tendida en la cama. Nadie se enteró de su ausencia. Nadie preguntó por ella. ¿Me preparo para el Colegio, o sigo reposando la rubeola? Teme enfermar a los compañeros. A Luis que está siempre. No sabe si el período de contagio ya pasó. Pero lo que realmente temo es mirar a Manuel ante testigos. Ante miradas alertas. ¿Su mirada estará lista para guardar secretos?
Se decide. Entra al baño. Abre la ducha mientras se desviste a tropezones. Apresuradamente, se mete bajo el chorro que está helado, tiembla, la toalla no aparece, ¡ah!, ¡al fin!, se seca y se viste en un suspiro. El uniforme: Su blusa blanca, ata el lazo rojo a su cuello, la falda azul, se cierra el cinturón negro, sus calcetines blancos, enlaza los cordones de los zapatos también negros, de pasada toma la malla para la clase de danza, se olvida del desayuno y corre a esperar el autobús que la llevará al otro extremo de la ciudad. Hasta su verdadera casa, su Colegio. Pienso en mi destino de casas, una, después otra, otra más. Casas incontables. Casas ajenas. Casas para transitar en puntas de pie.
Cuando llega el autobús y abre su puerta se aturde pues la asalta una bocanada de sonidos mezclados: risas, comentarios, gritos, canciones. Los más chicos no cesan. Busca un espacio al lado de una ventana y se sumerge en las calles por las que van pasando. Nada existe a su alrededor. Su dulce compañía, Luis, un par de años menor que ella, pero su compañero constante, corre al niño que está a su lado y ocupa su lugar. Luis, que comparte la dulce armonía de los efebos etruscos y su transparente fragilidad. Toma su mano. Ariadna la retira suavemente. ¿Qué pasa? En realidad, no sabría decirle qué pasa, no podría explicarle lo que ella misma no tiene claro. Un beso cariñoso en la mejilla. Nada. No pasa nada. Entre Luis y ella una corriente de amor dulce y tranquilo, un amor que la entibia por dentro, la llena de sonidos amables y que es la burla de los demás en el colegio. Ariadna es mayor que él. Además, Luis sigue siendo un niño. Pero andan juntos, se cuentan secretos, se ríen de las mismas cosas, y se besan velada y dulcemente. Ambos escriben poesía, se leen mutuamente en los recreos. Comparten, además de ese amor nuevo, el amor apasionado por la palabra y por el teatro. Ese día la muchacha es otra y Luis, sin nombrarlo, lo percibe. La mira con sus ojos grandes y sabe. Porque la conoce como parte de él decide no preguntar nada más. La muchacha sigue mirando la ciudad que se da y se desaparece en el cuadrado de la ventana del autobús. Bajan hacia calle 20 después de pasar por los barrios tortuosos de los alrededores del mercado. Alguna prostituta saliendo a esas horas de alguna cantina, con alguna parte de su cuerpo desnuda: una pierna, un seno que se asoma amargo. Algún mendigo tirado sobre cartones, arrinconado en un dintel de una puerta maltrecha, en un charco de orines y sudores. No puede mantenerse al margen.
El viaje cotidiano termina, y el color de la vida cambia con tan solo entrar al Colegio.
No habrá ensayo. Eso le permitirá reponerse. A la tarde llega Manuel pese a que no hay ensayo. Se dirige de inmediato a la oficina de don Arturo. Conversan. Secretos compartidos entre el hombre mágico que es don Arturo, y Manuel, el hombre aparentemente anodino, pero con hendiduras y recovecos en donde se esconden intensidades. Hasta el pasillo se cuelan retazos de conversación: me están buscando. Y don Arturo: acá no hay problema. Y la voz de Manuel decidida, casi violenta: después creo que me iré a Dominicana. Sí. Debo ir. Lo que está sucediendo con el Movimiento Revolucionario 14 de julio es aberrante. Tal vez en algo pueda ayudar. ¿Después de qué? La pregunta latiendo. Ariadna, desde afuera, escucha. Manuel, siempre elusivo no responde.
En Guatemala, roja de sangre que se transforma en púrpura de sangre coagulada, transida con ese olor acre que deja la sangre cuando seca, los internacionalistas colaboran y luego salen, se pierden en la clandestinidad. ¿Serás uno más, uno de los tantos que apostaron por la solidaridad en realidades ajenas? ¿Sería esa la razón de la presencia de Manuel en Costa Rica, en el Colegio? ¿Estarás perdido en lo incógnito, Manuel? ¿Esperás nada más una orden? ¿Aguarda Guatemala, –roja de sangre, roja cuando mana para luego tornarse parduzca–, aguarda Guatemala tu regreso?
Manuel rebusca en la pequeña biblioteca que hay en la oficina de don Arturo. Escoge un libro. Lee, o pretende hacerlo, mientras permanece en el Colegio hasta la hora de salida. Espera, deja pasar el tiempo como si no estuviera ansioso, –tanto y tan distinto lo que espera–, como si no estuviera deseando el momento de sentir cerca a la muchacha, recorrer de nuevo el contorno de su cara, olvidarse del miedo, sentir la suavidad de su piel, de esa piel que es suave como la seda de China, olvidarse de las heridas, dibujar sus labios, olvidarse, pasar su mano por la negra extensión de su pelo, olvidarse, sí, besar, olvidarse aunque sea por un instante del temor, de ese temor revuelto con la furia que da el sentirse acosado.
Termina la jornada. Tomará el mismo autobús que Ariadna. Cuando ella sube con una suave indicación Manuel señala el espacio a su lado. Sé que es mi espacio natural. Tomo asiento. Estamos en silencio. No puedo pensar. Paralizada. Escucho la voz una vez más que me repite, insistente: “por mi propio gusto, por mi propio gusto”. Imposible callarla. Trato de desviar la atención. Por más que intento imposible. No debería. Pero no importa. Nada me detiene. Es por mi propio gusto. Al llegar a la parada cerca del Teatro Nacional –jardines habitados por estatuas mudas y bustos ciegos– ¿bajamos? Obediente me levanto, lo sigo, bajo del autobús. No sé qué pasará… En mi espalda, la mirada de Luis.
A media cuadra del Teatro Nacional la boite de Dominique. Otra francesa conocida de Manuel. A duras penas la distingue en la noche prematura que hay en el lugar. Se saludan afectuosamente. ¿Comment vas tu? Esta es mi amiga, Ariadna… Dominique, –pelo cortísimo, rubio cenizo, figura menuda y ojos extremadamente azules– no presta atención. Está atenta a la palabra de Manuel. Blusón también azul y pantalón ajustado. Lo lleva a un rincón del bar. Hablan apasionadamente. Primero la francesa, como si estuviera rindiendo un informe, enumera, dice, mientras Manuel asiente. Luego él, brevemente le responde. ¿De qué hablarán? ¿Cuáles secretos comparten? La muchacha no alcanza a escuchar. Un piano en una esquina, y las “Hojas Muertas”. “Mais la vie sépare ceux qui s’aiment, tout doucement, sans faire de bruit, “Las Hojas Muertas” que caen de las teclas llenando el lugar de melancolía, de amargas premoniciones. Dominique se retira después de besar en ambas mejillas a Manuel, apretar con fuerza sus manos y dirigirle a ella un seco a bientot. Se sientan en un rincón aún