El sitio de Ariadna. Arabella Salaverry
a punto de caer… La figura se descompone. Quedan estelas que multiplican los ojos de puma de Manuel. Ahora giro en la niebla del parque cuatro cisnes pasean su indolencia por la superficie del lago se elevan ahora navegan por la verde extensión de los árboles terminan llevándose los ojos. Los árboles que rodean el Kiosco de la Música, –esos árboles que son los últimos de la ciudad– me alejan cada vez más me alejan me separan del hotel mientras los cisnes se deslizan entre las ramas los árboles el hotel lejano cada vez más lejano y los árboles se multiplican crecen se reproducen frente a mí árboles solo árboles una cortina densa de árboles el parque es un bosque de tan repleto de árboles árboles de verde total troncos oscuros retorcidos llenan de brisas también verdes la tarde detrás de tantos árboles de árboles que se pegan al cielo con troncos retorcidos y copas inconmensurables el hotel de Manuel el hotel de Manuel que se me escapa corro entre los árboles las ramas golpean latigan siento el perfume de las hojas tanto verde que oscurece el entorno el hotel cada vez más lejos y Manuel flota arriba de los árboles trato de alcanzarlo cada vez más arriba y no puedo los árboles saltan de todas las esquinas de todos los rincones me borronean el paisaje desconozco el camino me enredo me pierdo me pierdo me pierdo… de nuevo sin previo aviso estoy en mi habitación. La fiebre ha bajado un poco. Manuel. Sí, lo llamaré a la noche.
A las siete se acerca al teléfono. El aparato, sombrío, la rechaza. Pero ella se deja llevar por impulsos. Siempre lo ha hecho. Por eso está en esa casa, lejos de la familia. O mejor, lejos de su madre. Tuvo que ser así. Esa tarde-noche aún de verano con los últimos arreboles que llenan el cielo de anaranjados y amarillos perdiéndose en el oeste y con el sol tibio que se apaga, temblando, Ariadna marca el número. Responde una voz amable con acento francés. Luego se enterará de que es el administrador, tal vez el dueño del hotel y amigo de Manuel. ¡Extraños, sus amigos! Comunican de inmediato. Inoportuna. Ella siempre inoportuna. Se lo han repetido otras veces. La voz intempestiva, casi asustada, un tanto dura de Manuel pregunta con un brevísimo y casi inaudible ¿quién? Yo, Ariadna, su alumna de quinto. Para disculparme. Estoy con una tonta enfermedad. Manuel, sorprendido del contacto y directo: Bien. Lo lamento. Descansa. Si te parece, y si mejoras, te espero mañana a la tarde en El Molino, ¿Recuerdas dónde está? Ese Café cercano al Parque Central. Sí, ella lo conoce. Ese Café, otro de los puntos de encuentro de los ciudadanos del mundo que viven en Costa Rica, y que arman el futuro de muchos países desde ese San José de apariencia inocente. Así podremos, con tranquilidad, conversar y ponerte al tanto de los avances en la puesta. Por un momento Manuel duda. ¿Habrá sido una imprudencia? La chica es su alumna. Desecha su aprensión. La vida se acaba. No dura mucho. Especialmente la suya que la vive con la muerte ansiosa a su lado.
La tarde siguiente. Con menos fiebre y más afán se prepara. Ella, que nunca se maquilla disfraza las pequeñas manchas de la enfermedad, empolvándolas. Sigue un suéter negro de mangas largas, falda de lana, también negra, sus zapatillas planas, el pelo es un desastre, indomable, ¡ni modo! y parte. El Molino y Manuel esperan. Aprovecha un descuido de su tía y se escabulle, pasa corriendo un jardín que también espera las primeras lluvias de mayo, continúa corriendo hasta la parada del autobús, trata de no desmayarse. Se siente débil, como si le sacaran el sostén de los huesos, la sangre golpea en todo el cuerpo la sangre con su percusión constante molesta el ruido me aturde pero no importa nada importa solo su presencia solo mi deseo. ¡Es por mi propio gusto!
Por su propio gusto olvida la rubeola, toma el autobús en un viaje que no termina nunca, –porque está asustada, porque está ansiosa, porque teme y no importa–, hasta llegar a la esquina del edificio de Correos, decimonónico, con sus arabescos, sus yesos y su encanto, como una fascinante torta colocada allí por un descuido del pastelero. El edificio que ocupa casi media cuadra del centro, uno de los pocos intentos de San José por parecer ciudad verdadera, no ya aldea provinciana. Deja el autobús en la parada que está al lado de la Farmacia Fischel. Camina las dos calles y media que la separan de su destino para llegar, ahora titubeante, levemente avergonzada, hasta la puerta grande de El Molino. Busca a Manuel, lo busca entre las primeras mesas. No está. La cita pudo ser nada más una broma, una broma de mal gusto. Siempre temiendo tomaduras de pelo, bochornos. Siempre contemplando el envés de las situaciones. Porque sí, podría ser… porque ¿qué más puede esperar ella? Se desplaza entre conversaciones en acentos e idiomas distintos, llega a la sala del fondo. Frente a una mesa larga, en un sillón adosado a la pared está él. La recibe con ojos sonrientes. La besa en ambas mejillas. Un roce casi imperceptible cerca de sus labios. Un roce que le hormiguea el resto de la tarde. Y que la distraerá de su voz y su palabra. Siente su olor. Manuel indica un lugar a su lado en el sillón. La contempla primero en silencio detrás de palabras que Ariadna supone vedadas y que no se atreve a pronunciar. Intenta hablar pero se detiene. La emoción de sentirse en comunicación con otra persona se traduce en su silencio. Él, que debería estar ya acostumbrado a la soledad. ¿Por qué no? Luego extiende un paquete con un lazo desaliñado. Para celebrar tu regreso al mundo de los sanos. Ariadna abre el paquete y encuentra dentro un regalo insólito para ella que pocas veces los recibe: ¡un libro insospechado! las “Cartas sin Dirección y el Arte y la Vida Social”, de Plejánov, ambos en uno, y Manuel que comenta ansioso, atento a su reacción, deseoso de entusiasmarla como lo está él: ¿Sabías que Plejánov es, dentro de los pensadores que se ocupan del marxismo, profundamente agudo y sincero? Su defensa de la libertad interior fue su principal aporte. Manuel toma su mano, vuela en su disertación sin esperarla. Defendió esa libertad contra cualquier dogmatismo. Está bien. Así debe ser. Ariadna no sabe si dejarla entre las de él. Sin libertad interior ninguna otra libertad es válida. Opta por abandonarla. Ni siquiera tendría razón de ser. Su mano está cómoda, pareciera que ese es su lugar natural. Por ejemplo, nosotros: estamos acá uno al lado del otro porque hemos sentido el impulso y hemos respondido a ese impulso aceptándolo. Su mano ahora en el abrigo de la mano de Manuel. Siente su pulso. Vale hasta en un plano personal, estamos ejerciendo nuestra libertad de decidir en virtud de nuestra necesidad. Puede sentir el calor de las palabras y el calor de su cuerpo, al lado, cerca, muy cerca, fascinada por las palabras y fascinada por la presencia de ese cuerpo frágil que se trasmite a través de su mano, aprendiendo: “A la necesidad no se la trasciende, se la satisface”. Eso en todos los órdenes. Ella que decide de acuerdo a su necesidad. Me han dicho que escribes poesía y si escribes poesía comulgarás muy fácilmente con las ideas de Plejánov: sostiene que el escritor se debe mover en el dominio de las imágenes. No en el de la lógica o la razón. Buenísimo para una poeta ¿No? ¿Qué crees? Aboga por la libertad creativa, frente a las constricciones ideológicas. Ariadna escucha. Entiende. Piensa, le dice Manuel, en Plejánov como el creador de una estética nueva. Y la muchacha ávida de saber, ávida de palabras, ávida del amparo que presiente o que en su necesidad imagina.
El tiempo interrumpe. Oscurece, y aunque desde esa sala al fondo del Café no se nota ya la noche va tomando las calles, es la hora del regreso, podrían regañarla… Sí, nos veremos mañana en el ensayo… si amanezco mejor… Y Manuel toma con delicadeza su rostro, duda un instante, ¿por qué no? decide postergar su indecisión, casi lo cubre con sus manos, y lenta, muy lentamente, sí, ¿por qué no? la besa con un beso de fruta, ahora sí, en la boca.
Sale de El Molino. No se reconoce en la imagen que los ventanales devuelven. Su corazón de nuevo ensordeciéndola. ¡El ruido! El ruido es ahora un asombrado latido se agiganta la sobrepasa. Recorre media cuadra hasta la Avenida Central –ya inundada de autos–. Decide caminar. “A la necesidad no se la trasciende, se la satisface”. La frase regresa, una, otra vez, –como si estuviera viva–, se enreda con el redoble incesante de su sangre. Torna en la esquina a su derecha y se dirige cuesta arriba dejando atrás la Librería Lehmann con su arquitectura de piedra y vigas de madera, sus techos altísimos, rebosante de aroma a libro nuevo; el Teatro Nacional, la Librería López –aposentada en una casa ya antigua, de adobes y balcones; su bitácora señalada por librerías, por libros, por palabras. ¿Por qué Plejanov? ¿Será que Manuel la sobreestima, que sus diecisiete años dan para eso? ¿O que simplemente él entendió que ella es vieja, más allá de cronologías, que ella es antigua como el mundo, y que habita ese cuerpo joven por alguna extraña equivocación?
Sube por Cuesta de Moras y llega al Parque Nacional añoso de árboles y musgos hasta encontrarse en un costado con el Monumento Nacional; figuras alegóricas en bronce traídas