El sitio de Ariadna. Arabella Salaverry

El sitio de Ariadna - Arabella Salaverry


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General.

      Los hombres, padres o hermanos en los campos de batalla. Las mujeres solas. ¿Tu madre, Manuel?, ¿tu hermana? Las mujeres se olvidan de sí. Están los ancianos, los niños. Tres años. Alejarlo de la barbarie. ¿Qué tan difícil fue separarte de tu madre? ¿Tus pasos nuevos recorrieron el vacío, se adentraron en la ausencia? Ve, te esperan. No, madre, ¡no quiero! Corrés para esconderte. Corrés hacia el patio de tu casa, pero el campo yermo no ofrece refugio alguno. Ven hijo, vamos. Ya es hora. Sentís los labios de tu madre en la frente. ¿Hacia dónde? ¿Con quién? Sentís sus brazos, tibios en ese otoño de hojas secas. Sus brazos te rodean para liberarte luego, mientras te empuja suavemente. Se extienden manos, muchas manos amigas. ¡No, no quiero subir! Déjate de niñerías! Tienes que subir a ese camión. Solo si vienes conmigo. ¡Vete! ¡No seas testarudo! Te encuentro luego. Las lágrimas apretadas de tu madre. En el silencio, en la noche, en el miedo. El transporte se bambolea por caminos desconocidos. Organizaciones políticas y humanitarias dispuestas a ayudar. Después del camión, un tren anónimo. Niños, cientos de niños. Vagones helados. Vagones oscuros. El tren para escapar del destino, pero el horror es ciego, y el desarraigo marca. El sonido exacto, reiterado, de los ejes del tren no termina. Amanece. Alrededor rostros desconocidos, voces que susurran en idiomas nuevos. ¿La frontera francesa? Mirás alrededor. El miedo está sentado a tu lado, te toma de la mano. Estás solo. El mundo es una planicie deshabitada y vos en el centro mirás alrededor. ¿Fue así? Los recuerdos se te van muriendo en el regazo con la añoranza de tu casa, tu familia, tu madre, tal vez tus hermanas, tu padre, el recuerdo prendido con alfileres, punzándote para el resto de tu vida, única razón para no sucumbir. Así, igual que vos, Manuel, cientos, miles de niños desdibujados en el tiempo.

      Pero Manuel, al menos no uno de los niños que el franquismo repatrió. Uno de los niños secuestrados, más de veinte mil, regresados a España para liberarlos del gen comunista. Otra tortura, la sangre sigue siendo roja. Ahora mana por dentro: desaparecer su pasado, esfumar su historia pequeñita, ponerlos a jugar con el odio, borrar su familia. No, al menos no fuiste uno de ellos.

      Amor. Manuel llenándola de amor. Stravinsky, y Manuel contándole de la aceptación tardía de la obra de Stravinsky. ¿Sabes? El mundo está lleno de escándalos. Lo que no se comprende resulta escandaloso. ¿Ves? Como la obra de Stravinsky. Uno de los mayores escándalos en la historia de la música, –se olvida cuando está con ella de los apremios de su otra vida, la invisible, y se da el tiempo para la ternura, para la conversación– por su propuesta de armonía politonal. Su mano se detiene en el pie de Ariadna, acaricia cada uno de sus dedos, besa el empeine. Perdido en el cuerpo de la muchacha sintiendo su atención, perdido en el mundo que construyen. Y ahora la armonía politonal es aceptada. Escucha, escucha. Sus ritmos dislocados. Su agresiva orquestación. El mundo no entiende que otra constante puede ser lo politonal. Y que en lo dislocado, en el caos que representa está el germen de lo nuevo, de lo que sigue. Su entusiasmo contagia. La muchacha es una con él, aprendiendo, asimilando, escuchando. Y sintiendo. Su lengua, tibia, se desplaza despacio por la pierna de Ariadna. Las manifestaciones de la vida sean artísticas, emocionales, prácticas, deben analizarse a partir de su unicidad. De su realidad específica. Así. Como nosotros. Quien no nos mire desde nuestra especificidad jamás podrá comprendernos. Manuel besa la redonda estructura de la rodilla de Ariadna. Se tiene que hacer un análisis concreto de cada realidad. Sea esta de cualquier tipo. No funcionan las generalizaciones. Eso es lo primero que cada marxista debe tener presente: no hay verdades generales que se apliquen en general. El muslo de la muchacha palpita, conmovido con la caricia lenta de la boca de Manuel. Y vale para todos los órdenes de la vida, Ariamor. Para la música, para las relaciones. No lo olvides nunca, mi amor. Y la lengua de Manuel, dulce y suavemente, invadiendo la húmeda vulva de Ariadna. Y “El Pájaro de Fuego” sonando con fondo de aguacero en esa tarde, una más, llena de palabras y llena de caricias.

      Vuelve la tarde, tanto tiempo sentida.

      Tus ojos detenidos en la belleza del silencio

      El lecho doble repite tu cadera y el salario de horas de tus muslos internos, donde mis manos bajan hasta el fuego de mar de tu incisión ritual velada en su esplendor con piel ligerísima de hojaldre.

      El aire se apodera de tus senos, mueve la migración de las arenas en el abrazo que se abre –libre, no libre– a la dilatación nocturna y a la floración de las espumas.

      En la Soda Palace cuatro y media esperándote

      El tiempo continúa. Deshojándose persistente. Cada día una sucesión de momentos en espera de nuestro encuentro. Solo eso. Él me espera. Ya el mundo exterior pierde importancia. Atrás queda Luis. No le preocupa si James sabe, si la sigue como ha dicho que lo hace, o solo imagina lo que sucede. Bocherini en las tardes de aguacero. No le preocupa si dice que el martes a las 6.30 de la noche usted, Ariadna, salió de un hotel. ¡Qué bárbara! ¿en qué andaba? Que la vio. No le preocupa la distancia que ha tomado Alexia, quien ya prácticamente no conversa con ella. “La Consagración de la Primavera”. Tampoco si James insiste: el jueves usted estuvo en el Café de los alemanes, en Las Cuartetas, cerca del edificio del Correo. “La Siesta de un Fauno”. Debussy languidece igual que ella. No le preocupa Mariana, asustada por la relación prohibida que ve crecer sin poder hacer nada al respecto. El pequeño tocadiscos reproduce el acetato de sonoridades insospechadas, marca un ritmo para las palabras, mientras lee sus poemas de adolescente antigua: “Resuelta a no mirar/ desato la canción /y me acerco cotidiana/a la pesadilla”. Manuel escucha a la joven madurada con la sal de la soledad y del exilio, de su exilio pequeño pero inmenso que es el de la familia. “/Ya terminé, aunque abra una/ cien o mil compuertas a la tierra”. Prosigue, sin preguntarse nunca qué hace en ese cuarto de hotel en una tarde de lluvia transformado por el amor en su casa, ahora su única casa, para vivir una vida inventada, –ella que desde niña se inventó otras vidas–, de tardes de otoño en París con los Champs Élysées cubiertos de hojas muertas, de noches invernales en Moscú, de veranos apenas tibios en Londres, entre páginas y palabras y música y tacto. El cuerpo delgado y fuerte de Manuel que la recibe en su desnudez y esa cama de hotel en donde se acuesta también desnuda cada tarde, dejando su uniforme en la silla de al lado, para olvidarse de quién realmente es ella, ni un rastro del mundo exterior ahora en esa su casa. Las manos de Manuel su casa, acariciándola, atentas a su placer, relegando el propio, el abrigo de su abrazo su casa, el cuerpo de Manuel su casa y sí, allí, en esa su casa que dura lo que dura una tarde cada tarde Ariadna es feliz.

      el cuarto en sombras donde tu cuerpo era un racimo de temblores y tu rostro vago recuerdo del corazón abierto tu falda de lana en el suelo y tu mano colgando de la cama sin conciencia columpiada

      Manuel que viene de la guerrilla –intuye ella–. Manuel que viene de la tortura desde esa Guatemala pintada con las tonalidades de la sangre. De allí su ascetismo, su aparente falta de compromiso, su mirada atenta de puma al acecho. Desde su Cataluña natal, pasando por Francia hasta Guatemala que huele a sangre coagulada. ¿O estará ligado al Sur, con sus amigos incógnitos del Sur? ¿O más bien vendrá de las Provincias Vascongadas, solidarias y combativas contra la dictadura del General? Manuel ahora escondido, anclado por la breve presencia de un invierno en la Costa Rica apacible que a hurtadillas abre espacio para acoger a los perseguidos. Y la muchacha no pregunta. Es de mal gusto indagar. Ella pertenece a la generación del silencio.

      Aunque la represión solapada se ha instaurado también en su país marcando con fuego invisible a quienes disientan del bucólico estado que barre sus desechos debajo de la alfombra de una moralina acongojante, nunca de frente, siempre embozada. Hasta Ariadna, desde su vida pequeña, intuye en las miradas que la siguen una carga de desaprobación. Se siente cuestionada, juzgada y crucificada, aunque no le importa, nada importa, solo la presencia de Manuel. Es por su propio gusto. Pero en esa Costa Rica tibia hay algunas altas excepciones, como don Arturo. Él intuye y entiende. El Colegio abierto a los artistas perseguidos, a los intelectuales desterrados, a los que apuestan por un mundo mejor… hasta un médico argentino, que después creció desmesuradamente llegó una tarde en bicicleta a las puertas del Colegio a recoger algo, tal vez una donación, tal vez un mensaje. Ese el hogar de jóvenes que crecen a otro ritmo,


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