La experiencia como hecho social. Jorge Eduardo Suárez Gómez

La experiencia como hecho social - Jorge Eduardo Suárez Gómez


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individuo, constructora de una reciprocidad relacional entre la singularidad del hecho y la singularidad de la persona.

      De este momento inaugural se derivan otros que configuran nuevos tipos de experiencia. En el mediano plazo “las experiencias también se recogen —señala Koselleck (2006: 50-51)— y son el resultado de un proceso de acumulación en la medida en que se confirman o se asientan corrigiéndose entre sí […] pues ninguna experiencia puede traducirse inmediatamente”. En su segundo tipo, la experiencia es fruto de una articulación, mediada temporalmente, que ya no es la experiencia originaria, pero que persiste rearticulada intra-generacionalmente.

      Pero la experiencia aún puede transformarse en el largo recorrido del tiempo histórico, aquel que atraviesa a cada sujeto aun cuando este no se sienta afectado. Mientras la experiencia originaria y aquella que emana de su traducción en el tamiz del tiempo generacional son sincrónicas, “este tercer caso de cambio de sistema a largo plazo es estrictamente diacrónico, se inscribe en secuencias que rebasan a una sola generación y escapa a la experiencia inmediata” (Koselleck, 2006: 54). Se trata de la resignificación y apropiación de experiencias ajenas y, en tal sentido, de experiencia histórica per se.

      La distinción entre el procesamiento sincrónico o diacrónico de la experiencia, en clave historiográfica, permea también la reflexión de Hyden White acerca de la narrativa histórica. White especifica esa distinción como “una diferencia de énfasis en el tratamiento entre continuidad y cambio en determinada representación del proceso histórico en su conjunto” (1992: 21). Señalará para las narrativas diacrónicas, vinculadas al cambio, las formas arquetípicas del relato trágico o satírico, y para las narrativas sincrónicas, vinculadas a la continuidad estructural, los modos del romance y la comedia. Mientras Koselleck enfatiza la relación entre la experiencia y su método de traducción —o, en sus términos, de procesamiento consciente—, White pone el acento sobre los modos literarios que asume el relato, la forma en que la trama se construye con génesis poética e intencionalidad narrativa. En mi interpretación, ambos esfuerzos se complementan y abren, en especial a partir de White, un vaso comunicante con los problemas expresivos y de diseño argumentativo que son centrales para la sociología y la antropología.

      Asumiendo ciertos riesgos, una hipótesis interpretativa podría otorgar a la antropología el registro de la experiencia originaria, a la sociología el afán interpretativo del cambio de experiencia acumulativa generacional y a la historiografía, tal como determina Koselleck, la transformación de largo plazo, la reescritura que hace emerger una nueva historia, que da a conocer una inesperada experiencia.[2] Sin embargo, los cruces disciplinares y metodológicos que abundan —y felizmente perturban— en las ciencias sociales contemporáneas, ponen en jaque esta pretensión y dan lugar a una segunda hipótesis interpretativa. Como las fronteras disciplinares no construyen compartimentos estancos, sino que son porosas y frágiles, al interior del campo que se expande alrededor de cada advocación —sea antropología, sociología o historia— es posible hallar múltiples versiones de sí mismas que abordan, bajo la impronta general a la que responden, cada tipo de experiencia.

      Pretendo resguardar las dos interpretaciones. La primera porque permite recuperar, al modo de formulaciones arquetípicas y de ilustraciones, ejemplos clásicos de aproximación a la experiencia que portan cardinalmente el esfuerzo creativo de institución disciplinar. La segunda porque advierte, en su promiscuidad, la condición contemporánea de impensabilidad de la “verdad” científica. Así convoca De Certeau a la prudencia, exhortando a descreer que el discurso histórico sea “el todo —¡como si el saber diera la realidad o la hiciera acceder a su grado más elevado! Esta manera exagerada de considerar al conocimiento ha sido superada. Todo el movimiento de la epistemología contemporánea, en el campo de las ciencias llamadas ‘humanas’, la contradice y más bien humilla a la conciencia” (1993: 65).

      Como sea, De Certeau mismo ratifica la confianza en el valor de la tarea, aún devaluada, de la interpretación y reescritura de la experiencia, porque ese texto, “siempre sujeto a revisión, duplica el obrar como si fuera su huella y su interrogante. Apoyado sobre lo que él mismo no es —la agitación de una sociedad, pero también la práctica científica en sí misma—, arriesga el enunciado de un sentido que se combina simbólicamente con el hacer. No sustituye a la praxis social, pero es su testigo frágil y su crítica necesaria” (De Certeau, 1993: 65). Con sus advertencias es preciso volver a Koselleck para interrogar hasta qué punto la reescritura de la historia, en tanto apropiación resignificante —frágil y crítica— de la experiencia pasada, no se constituye en una nueva experiencia originaria. ¿Es posible pensarla, así, como novedad reintroducida, tan insólita e instantánea como la original? Benjamin nos provee de aliento para perseguir esta conjetura, señalando que “la verdadera imagen del pretérito pasa fugazmente. Solo como imagen que relampaguea en el momento de su cognoscibilidad para no ser vista ya más, puede el pretérito ser aferrado. A su fugacidad le debe el ser auténtica. En ella estriba su única chance” (Benjamin, 1997: 102).

      Hasta aquí he introducido someramente una vía de comprensión de la noción de experiencia, siempre vinculada a los modos en que puede ser capturada, relatada y reintroducida. En adelante, este capítulo buscará referir críticamente a esos métodos: tácticas, técnicas, disposiciones, fórmulas, ritos, en suma, prácticas de detección, formalización y reinscripción de la experiencia. “Los modos de la experiencia humana —dice Koselleck (2006: 81)— preceden formalmente a todas las adquisiciones concretas de experiencia. Solo así pueden hacerse experiencias concretas, acumularse y ser modificadas. En la medida en que se reflexiona conscientemente sobre este hecho puede llegarse a métodos que lo desarrollen racionalmente” (Koselleck, 2006: 81).

      Entre esos modos hay dos —estrictamente vinculados— sobre los que la reflexión se hace ineludible. Por un lado, la idea de “participación”; por el otro, una serie de nociones que pueden remitirse, como estrategia de simplificación, a la de “texto”. La primera da cuenta de una coacción intelectual de la modernidad: no hay experiencia referible ni construible, en tanto no haya inmersión, intervención y comunión profundas del investigador o narrador en los sucesos que presenta. Sin embargo, la propia noción de participación no se pone teoréticamente en crisis, sino apenas como reflexión técnica de la metodología instrumentalista.

      Reconsiderar el alcance conceptual de la categoría “participación” implica avanzar en una distinción analítica en tanto se la considere o bien como participación del investigador en el objeto (su experiencia del objeto), o bien como participación del lector (entendiéndola aquí como convite del autor y como intromisión del público). Es propósito de la próxima sección indagar algunos modos prototípicos en los que la idea de participación aflora imperturbada, aun en los intentos más elocuentes de develar los artilugios de la construcción de saber disciplinar en la antropología y la sociología.

      Las nociones múltiples que abrevio, torpemente, bajo la de “texto” nos remiten al problema literario y lingüístico propio de la empresa de las ciencias sociales, en sí misma una experiencia. Como dilema inscrito en los programas modernos del conocimiento, se asocia naturalmente con la cuestión del ordenamiento espacial de la escritura. Espacialidad y lenguaje dan contexto a unas formas narrativas que, como la experiencia histórica de Koselleck, atraviesan y transforman al sujeto en el largo plazo y se plantean, cada vez, como inéditas. Sin embargo, y para concluir este preludio con una última advocación a Benjamin, es pertinente recordar con él que “en las regiones con las que tenemos que ver hay conocimiento solo a la manera del relámpago. El texto es el trueno que sigue retumbando largamente” (Benjamin, 1997: 111).

      La participación en los modos de la experiencia (fuga)

      La idea de participación invoca, al menos y en forma no excluyente, un doble problema que puede ejemplificarse en la díada “tomar parte”/“dar parte”. “Tomar parte” implica para el sujeto una inmersión solidaria y concurrente en un proceso que, al mismo tiempo que lo especifica en lo individual, lo trasciende colectivamente. Es siempre una tarea recíproca: se trata de intervenir, junto a otros, en algo. “Dar parte” supone un convite: la intención de implicar a otro(s) en el curso del proceso


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