La experiencia como hecho social. Jorge Eduardo Suárez Gómez
expresivo.
Noción estimulante, crítica realista de la tradición antropológica y juego de lenguaje, la fórmula “descripción participante” pone en cuestión el estatus de la observación y el análisis como problema teórico-metodológico cardinal, aunque no logra desplazarlo como sustrato de la operación literaria o científica[8] que propone como sustituta. La observación permanece, empero, en tanto participa quien ha observado y solo es válida la observación como construcción —otra vez, literaria o científica, si es que hay alguna diferencia— del que ha participado.
Con énfasis distintos, Bourdieu también juega con la herencia malinowskiana para postular su “objetivación participante”, una noción que puede pensarse como un reverso posible de la “descripción participante”. No se trata de una operación sobre la escritura, sino sobre el escriba.[9] La propuesta implica emprender “la exploración no de la experiencia vivida del sujeto del saber, sino de las condiciones sociales de posibilidad (y, por tanto, de los efectos y límites) de esa experiencia o, más precisamente, del acto de objetivación. […] Lo que necesita ser objetivado [es] el mundo social que ha hecho tanto al antropólogo como a la antropología conscientes, o inconscientes, de lo que se involucra en la práctica antropológica” (Bourdieu, 2008: 96-97). Pero ¿qué modo de participación invoca esta objetivación? Es posible aventurar dos clases: una, de tipo espacial y estructural, vinculada a la teoría bourdieusiana de los campos, que implica establecer con precisión las distancias. La otra, de tipo biográfica.
En la visión de Bourdieu, exterioridad, diferenciación y autonomía son elementos estructurales de un espacio social que, a su vez, se estructura en una dinámica creativa constituida de posiciones objetivas antagónicas. Es merced a la idea de diferenciación que es posible pensar la idea de campo, como universos sociales relativamente autónomos y relacionales. “Diferenciándose —afirmará Bourdieu—, el mundo social produce la diferenciación de los modos de conocimiento del mundo” (Bourdieu, 1999: 121). En la noción de campo la complejidad del espacio social se operacionaliza en mundos diferenciados definidos por los tipos de capital que prevalecen en sus prácticas y las especificidades de sus antagonismos, porque “si hay una verdad, es que la verdad es un envite de luchas” (Bourdieu, 1997: 84).[10]
En este contexto, intervenir aceptando ese envite equivale a participar en la experiencia de la construcción contenciosa del espacio social, en este caso el campo científico. La determinación de intervenir —y aquí la palabra determinación es síntesis dialéctica de sus sentidos: como decisión libre y como condicionalidad externa, para nuestros propósitos, dos fuentes de la participación— explicita la estrategia por medio de las disposiciones del habitus. En las características de este reside que tal intervención busque transformar la distribución de capital propia del campo o perpetuarla. La relación entre posición objetiva en el campo y disposición es dialéctica y mutuamente referida, y conforma todo el espectro posible de la participación objetivable.
Esa relación, sin embargo, parece permitir un procesamiento biográfico en el marco de una práctica concebida como estrategia,[11] instancia dinámica de un juego social en el que los jugadores plantean sus tácticas y sus movimientos en la, para Bourdieu, permanente, inescindible, vinculación entre biografía e historia: “conoce cada vez mejor al mundo en la medida que se va conociendo mejor el propio investigador; el conocimiento científico y el conocimiento de uno mismo, y del propio inconsciente social, van de la mano, así como la experiencia primaria transformada por la práctica científica, transforma a su vez la práctica científica y viceversa” (Bourdieu, 2008: 103). El procesamiento consciente [objetivación] de la experiencia ajena exige, así, un ejercicio igual y anterior sobre la propia, única alternativa para sortear la falsa opción entre “la observación participativa, una inmersión necesariamente ficticia en un entorno extraño, y el objetivismo de la ‘mirada distante’ de un observador que permanece tan alejado de sí mismo como de su objeto” (Bourdieu, 2008: 96).
“Descripción participante” y “objetivación participante” son más que dos fórmulas sintéticas de una obsesión intelectual que atraviesa a las ciencias sociales del siglo xx: son el emergente, en manos de dos protagonistas centrales del teatro del pensamiento social, de la preocupación por sortear el riesgo de la imposibilidad de la comunicación, ergo, del conocimiento. Ambas recuerdan que no hay observación posible desde la distancia, tanto como no es traducible ninguna experiencia sin salirse de ella. Observar y traducir requieren de comunicar, aunque en momentos diferentes: en un caso, es la comunicación con el otro en tanto actor, en el esfuerzo por hacer recíproca su experiencia; en un segundo momento, es la comunicación para el otro, ahora lector, destinatario de un testimonio que debe ser escrito y reescrito a la distancia de esa experiencia que se intenta traducir. Y es una distancia cuantiosa, porque el desvío del otro necesario para describir el yo es siempre un camino largo y sinuoso.
Hay un problema material de la participación —la comunicación con el otro actor en el marco de su experiencia— sobre el que Bourdieu posa su mirada. Postula que no hay modo de establecer ese diálogo sin primero hacer consciente las marcas objetivas del propio continuo experiencial, advirtiendo que “el etnólogo que no se conoce a sí mismo, al no tener un conocimiento adecuado de su propia experiencia primaria del mundo, pone al primitivo a distancia porque no reconoce su condición, el pensamiento prelógico, dentro de sí” (Bourdieu, 2008: 100).
Hay, también, un problema expresivo, el cual Geertz avizora en su formulación del dilema literario de la antropología. Implica los obstáculos propios de la detección y la inmersión en la experiencia, esos que para superarlos requieren de la perspicacia con que el cazador clasifica los indicios; pero, sobre todo, demanda el artilugio poético del viejo que cuenta la historia de las grandes cacerías frente al fuego. Las formas de la escritura condicionan y a la vez prefiguran los modos de la experiencia. Así, Geertz constata que
la habilidad de los antropólogos para hacernos tomar en serio lo que dicen tiene menos que ver con su aspecto factual o su aire de elegancia conceptual, que con su capacidad para convencernos de que lo que dicen es resultado de haber podido penetrar (o, si se prefiere, haber sido penetrados por) otra forma de vida, de haber, de uno u otro modo, realmente “estado allí”. Y en la persuasión de que este milagro invisible ha ocurrido, es donde interviene la escritura (Geertz, 1989: 14).
Coda
Para culminar y a modo de propuesta programática, basten algunas referencias generales a puntos de apertura que las cuestiones tratadas exigen considerar en futuras aproximaciones.
En primer término, el esclarecimiento de la relación entre la experiencia y su procesamiento consciente requiere indagar la particularidad de la intervención de la escritura en el milagro invisible que sumerge al lector —si el prodigio ocurre— en la experiencia que el autor testimonia, siendo este un modo último de la participación. No me refiero aquí a la “naturaleza poética y específicamente lingüística”[12] que otorga coherencia y consistencia a las tramas, los argumentos y las implicaciones ideológicas que constituyen al relato y al testimonio, tal como White (1992) demuestra puntillosamente; sino a un tópico de características materiales: la consideración de la escritura como medio y mediación que condiciona tanto la experiencia como los modos de su traducción. Carlo Ginzburg provee los indicios donde perseguir esta idea al rescatar la importancia del proceso de “paulatina desmaterialización del texto, progresivamente depurado de toda referencia a lo sensible: si bien la existencia de algún tipo de relación sensible es indispensable para que el texto sobreviva, el texto en sí no se identifica con su base de sustentación” (1994: 148). Es esta idea de la desconexión entre el relato y su fuente sensible lo que otorga al primero autonomía para presentarse como verdadero, pero también lo libra a la suerte del “acto poético que precede al análisis formal del campo, [por el cual el investigador] a la vez crea el objeto de su análisis y predetermina la modalidad de las estrategias conceptuales que usará para explicarlo” (White, 1992: 40).
En segundo lugar, esta referencia al componente poético y expresivo confronta al esfuerzo científico de captación de la experiencia