Feminismo Patriarcal. Margarita Basi

Feminismo Patriarcal - Margarita Basi


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en ese ejercicio vital no excluyo a nadie, ¡faltaría más!

      Soy el tipo de persona que se identifica más con las emociones y sentimientos como vía de conocimiento propio y del mundo que con las razones. Cuando era una niña de tres o cuatro años, tuve conciencia de sentirme diferente de las compañeras del colegio. No entendía nada de lo que explicaban en clase; sin embargo, percibía cómo ellas captaban lo que a mí se me escapaba. Tampoco comprendía por qué las demás niñas seguían a una líder y se avenían a hacer lo que ella les proponía, sin protestar. ¿Por qué era yo distinta al grupo? ¿Tenían conciencia ellas también de todo esto?

      No lo creo. La razón podría ser que mis compañeras se sentían cómodas en el entorno del colegio y de sus normas, así que no tenían necesidad de preguntarse por qué estaban bien. Casi nadie se cuestiona aquello que no le incomoda o le da placer, simplemente lo experimenta y se deja llevar.

      Las personas que se plantean preguntas y son controvertidas lo hacen porque no encuentran su sitio en el mundo o se percatan, por su sensibilidad, de las injusticias o malas praxis a las que otros no dan importancia.

      Esta es la razón por la que quiero explorar la identidad desde las sensaciones y los sentimientos humanos más que desde las razones intelectuales. Es obvio que si además de capacidades racionales tenemos capacidades emocionales, podemos perfectamente utilizarlas para llegar al saber desde otra vía.

      A la identidad interna se llega a través de expresarnos antes como personas emocionalmente inteligentes (empáticas, fraternales y solidarias) que como individuos intelectuales y racionales. Porque, como demostraré a lo largo de este ensayo, los atributos que responden al intelecto acaban por alienar al ser humano, reduciéndolo a carne de estadística con la que el sistema lo adoctrina en la creencia de que si quiere alcanzar el éxito económico y el reconocimiento social debe cumplir unos estereotipos marcados y, si trabaja duro, tarde o temprano los conseguirá.

      ¿Cómo va el individuo a conectar con sus emociones y sentimientos y usarlos como forma de comunicación y entendimiento con los demás si la sociedad en la que sobrevive no lo protege; es más, lo utiliza como eslabón de la maquinaria neoliberal capitalista con la que tan solo una reducida élite se apropia de la mayor parte de la riqueza, dejándolo a su suerte?

      Nuestro sistema de valores y, en consecuencia, de identidad sigue siendo el mismo que existía en la Edad Media, con pequeños matices. Ahora hemos abolido la pena de muerte, el derecho de pernada o un sistema penitenciario inhumano o insalubre, por poner algunos ejemplos. Sin embargo, la ideología que aún alimenta las creencias en las que se basa un sistema económico de libre mercado y capitalista como el nuestro contribuye al aumento de la pobreza a nivel endémico, los conflictos bélicos por intereses económicos, la destrucción de la naturaleza y los riesgos que esto supone para la salud de las personas y animales…

      Seguimos educando a nuestros hijos en los principios de competitividad, liderazgo, materialismo y poder intelectual. ¿Por qué?

      Porque el mundo que el patriarcado ha creado es así y necesita de millones de peones alienados, desmotivados, endeudados, amedrentados y apegados (hasta sometidos por las creencias) que esta ideología inocula desde la niñez en sus cerebros, haciéndoles creer que obtendrán la felicidad si viven de acuerdo con el plan establecido: aprender en una escuela que los formará en los valores de la competencia agresiva y en el puro intelecto; estudiar una carrera o profesión con la que aspirar a trabajar y ganarse el sustento; formar una familia para dar al sistema futuros obreros y para endeudarse de por vida con hipotecas, créditos y demás aspiraciones materiales, vivir de acuerdo con unos principios o valores que el patriarcado da por normativos y apropiados y que, sean los que sean, nunca pueden mezclarse. Al heterocentrismo no le gusta que sus servidores entren y salgan de distintos estilos de vida, adopten y rechacen creencias y, en definitiva, abandonen la burbuja patriarcal e inspeccionen otros territorios en donde a buen seguro encontrarían miles de respuestas y opciones diversas con las que vivir y ser de otro modo.

      De existir una mayoría de personas emocionalmente estables e inteligentes (cuando eso ocurre es porque hay una inteligencia emocional como base; en cambio, una persona muy racional e inteligente en ese sentido puede no serlo emocionalmente), incluso se encontrarían con otro escollo. Es complicado mantener una actitud virtuosa basada en sentir el mundo y a los demás como partes indisolubles de uno mismo y, por tanto, sensibles a recibir el mismo trato exquisito y delicado con el que uno intenta tratarse a sí mismo si la sociedad que nos acoge y debería protegernos nos lanza al ruedo repleto de víboras y demás depredadores con un duro mensaje: «Te ganarás el pan con el sudor de tu frente».

      Porque no solo hemos de sobrevivir y que gane el más fuerte, sino que la forma de hacerlo será dolorosa. ¿Por qué? ¿Somos masoquistas? ¿O es lo que una élite ha establecido y dado por «normativo» para que el resto crea que ese es su deber y así una minoría pudiente pueda vivir del malvivir de la mayoría de las personas?

      ¿Y cómo lo hacen? A través de creencias que nos adoctrinan en la intolerancia y en el acercamiento hacia el «otro», según posea nuestros mismos valores externos o no. Es decir, según su ideología política, religiosa, tendencia sexual, poder económico, conocimiento intelectual y la influencia social que posea. Y, por supuesto, su imagen, si esta es agradable, juvenil, hermosa y seductora.

      No es posible dar prioridad a los principios o ideas que constituyen una identidad emocional y sensitiva si antes no erradicamos ciertas normas sociales antagónicas que discriminan y someten sibilinamente a los sujetos despojándolos de la libertad de asumir y expresar sus genuinas formas de identidad con las que convertirse en personas emocionalmente equilibradas.

      No es que el humano sea un lobo para el humano, como afirmaba Hobbes, sino la sociedad en la que el supuesto lobo se expresa y se relaciona. Si vivo en una comunidad que segrega en función de la apariencia externa, delimita qué identidad o estilo de vida íntimo y personal es normativo o no, obliga a todas las personas a ganarse la vida sin que partan todas ellas de las mismas opciones, no se preocupa de que todo individuo tenga asegurado un trabajo digno y vocacional, o consolidada una renta mínima universal, ¿cómo demonios voy a mostrar y dar prioridad a mis sentimientos antes que luchar por mi supervivencia?

      La paradoja en este asunto, como suele ocurrir cuando se plantean este tipo de disquisiciones, es que la única opción para llegar a transformar las normas patriarcales con las que desgraciadamente convivimos e impregnan cada gesto y cada idea con la que expresamos nuestra supuesta, libre y natural identidad, aunque nos cueste aceptarlo, es ser conscientes de la manipulación en la que vivimos a diario creyendo ser quienes creemos ser, rebelarnos contra ese perverso dominio de nuestra identidad y, por último, expresar sin censura (acción), pudor o vergüenza todos aquellos comportamientos, sentires e ideas que surjan de nuestra recién estrenada identidad enviándolo todo o casi todo al cuerno.

      Sin embargo, si queremos conocernos realmente, aceptando cualidades y defectos, así como atrevernos a relacionarnos con los demás desde la verdad, a veces incómoda o dolorosa, no hay más opción que cultivar nuestra identidad interna y expresarnos a través de ella siempre que podamos.

      Con la identidad externa, las apariencias, las máscaras, las ideologías, las creencias y la doble moral llegaremos lejos, sin duda, y más en esta sociedad binaria y heterocéntrica de cultura hipócrita. Sin embargo, nunca estaremos seguros de saber quiénes somos en realidad y hasta dónde podemos llegar. Ni tampoco estableceremos relaciones originales, estimulantes y sanas con los demás.

      A partir de esta idea, trato de hilvanar una correspondencia entre estas vías de conocimiento propio (externa e interna) y la idea o concepto de masculinidad y feminidad heterosexual.

      Es a este último colectivo a quien dedico especialmente mi estudio, aunque sé que debería encontrar otro vocablo que se ajustara mejor a la idea de identidad masculina y femenina heterosexual, por resultar estos ambiguos y pasados de moda al no considerarse ya como modelos representativos de identidad.

      Sin embargo, son los únicos que tenemos porque nadie ha inventado otros aún. De hecho, todas las demás formas de expresión de identidad fuera del alcance del binarismo masculino-femenino son representaciones aparentemente y en su superficie nuevas, pero


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