La navaja de Ockham. Gastón Intelisano

La navaja de Ockham - Gastón Intelisano


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pedirle a Juanjo que además intervenga su teléfono y ver si puede rastrear esa llamada…

      —Sería genial –le respondo.

      —Me pidió que le guardemos carne, chorizo y morcilla…

      —Se lo ganó –le respondo. Y le propongo que volvamos a la fiesta y a cuyos integrantes no quisimos hacer parte de nuestra preocupación.

      Mientras caminamos, y de a poco el murmullo de voces y música comienza a llegar como una ola de calor, le digo:

      —Aunque estoy más tranquilo ahora que sé que Siria se encuentra bien, que era mi principal temor cuando recibí el mensaje… hay algo que me hace ruido y no deja de inquietarme…

      —Despreocupate… en cuanto sepamos el origen del mensaje, ordeno un allanamiento.

      Nicolás me palmea el hombro y me empuja para que apure mi paso y salgamos al patio, donde todos ya están degustando la picada de fiambres y quesos y una copa de vino tinto y, en algunos casos, vino blanco.

      Lamentablemente, no tardaríamos en volver a tener noticias de los que me enviaron el mensaje. Y esta vez, nuestros peores temores se harían realidad, cuando finalmente se revelara quién era “ELLA”.

      2

      El eclipse estaba por completarse a medianoche, cuando ya habíamos terminado de cenar. Andrea servía el postre (el delicioso cheesecake que habían traído mi hermana y Octavio, su marido). Ya me habían cantado el “Cumpleaños feliz”, ya había pedido mis tres deseos y ahora nos íbamos pasando los platos descartables blancos y cucharitas que había comprado para la ocasión. Ángela cortaba las porciones y Andrea le agregaba salsa de frutos rojos a quien lo pedía. Yo estaba sentado a un lado de la cabecera de la larga mesa, de donde me habían desplazado tras haber soplado las velas. Mi sobrina Elena se había dormido en mi regazo minutos antes, y ahora mi hermana me la reclamaba para acostarla en mi cama.

      —Rodeala con los almohadones –le recomiendo, como si no supiera cuidar a su propia hija.

      —Con todos los que tenés le va a costar caerse de tu cama, no te preocupes –me responde. Y tiene razón. Si hay algo que no falta en mi cama o en mi casa son almohadones.

      La traslado a sus brazos con la mayor delicadeza, para que no se despierte. Pero está bien dormida. Está cansada, han hecho un largo viaje desde Buenos Aires y es tarde para una nena de tres años como ella. La sigo con la mirada. Su cabecita en el hombro de su madre. Una pequeña mata de pelo se pega a su frente con la transpiración. Su piel suave, su nariz colorada de tanto estar apoyada contra mi pecho. Es increíble lo mucho que uno puede llegar a querer a un sobrino. En este momento, para mí es lo más cercano a ser padre. Las veo perderse en las penumbras de mi living, entonces mi mirada viaja como un insecto inquieto por mi patio. La transmisión del eclipse en televisión. Laura Urquiza, la criminóloga, que no para de hablar con Jorge Parisi, el jefe de la División RASTROS. Battaglia y Andrea que siguen sirviendo porciones de mi torta de cumpleaños y ríen, como si todo estuviese bien en el mundo… de repente, veo que Nicolás se levanta de la mesa para atender su celular. Su rostro se ensombrece tras escuchar a su interlocutor y comienza a alejarse hacia un rincón apartado del patio. Un mal presentimiento me cruza la espalda como un escalofrío.

      Algo no está bien. Nicolás no para de dar indicaciones y hace numerosas llamadas en pocos minutos. No quiero acercarme hasta que termine. Pero me doy cuenta de que ha pasado algo que requiere de toda su atención. Cuando por fin corta la comunicación y guarda su celular, lo veo acercarse con la preocupación tatuada en el rostro.

      —Tenemos problemas, acompañame al auto… –me pide en voz baja.

      Me pongo de pie, y lo sigo a paso acelerado a través de mi casa. Cierro la puerta vidriada que da al patio, dejo atrás mi cocina pequeña y poco usada, y llegamos al living donde Nicolás comienza a buscar su abrigo entre la montaña que se ha formado en el sillón de tres cuerpos. Decir abrigo es una exageración en esta noche cálida y húmeda en la que la brisa marina no alcanza a bajar la temperatura y esta se estancó en unos inusuales veintisiete grados centígrados. Cuando lo encuentra, enfila hacia la puerta de entrada que abre sin problema. No está cerrada con llave.

      —Estaba abierta… –me dice y con la mirada apunta al picaporte que accedió sin problemas.

      —Debe haber quedado así cuando llegó mi hermana… –le respondo y soy consciente de por qué lo dice.

      —Llevate un abrigo–me sugiere. Llevo puesta una remera lisa blanca, unos jeans azules y zapatillas deportivas oscuras. Elijo un saco no demasiado formal, sin saber dónde nos dirigimos. Cierro la puerta de entrada que queda trabada con un fuerte sonido metálico. Sigo a Nicolás hasta su auto, lo veo desactivar la alarma, y sentarse del lado del conductor. Rodeo el auto y abro la puerta del acompañante. Me siento a su lado, mientras él no para de mandar mensajes desde su celular.

      —¿Me vas a decir qué pasó o voy a tener que escucharlo en las noticias?

      —Desapareció una nena de 5 años de un departamento del Torres del Atlántico, hace tres horas. –Se refiere a uno de los complejos habitacionales más nuevos y lujosos de la ciudad. No lo conozco por dentro, pero por fuera es imponente.

      —¿Cómo que “desapareció”?

      —Los padres hicieron la denuncia hace casi dos horas. Alrededor de las 21 horas se fueron a cenar. Ellos y dos matrimonios españoles que viven en el mismo edificio y hace poco menos de un año que vinieron a quedarse en el país. Todos médicos. Cirujanos, para ser más precisos. De una comuna de Alicante. Lo que sé hasta ahora es que fueron al restaurante que está a una cuadra del edificio y dejaron a la nena que está desaparecida, durmiendo en una habitación del departamento junto a los dos hijos más pequeños, de otro de los matrimonios, de casi tres años. Dormían en distintas camas. –Todo esto me lo dice sin dejar de mirar su celular, mientras su dedo índice sigue deslizando mensajes que aterrizan en la pantalla. Alguno de los instructores judiciales ya debe estar en el lugar y le está informando cada paso que dan.

      —¿Hace tres horas desapareció? –le pregunto, mientras en mi cabeza comienza a formarse una teoría que me parece demasiado oscura y tenebrosa.

      —Por lo menos. La madre volvió al departamento a buscarse un abrigo porque tenía frío durante la cena, y ahí cayó en la cuenta de que la nena no estaba en la cama. La buscó por los otros ambientes, los pasillos y corrió al restaurante a avisarles a su marido y a los demás. –Por primera vez, desde que subimos al auto, deja de prestarle atención a la pantalla de su celular y me mira, preocupado.

      —¿Estás pensando lo mismo que yo? –le digo, y estoy casi seguro de que sí.

      —El mensaje que recibiste –me responde.

      —Sí, me llegó casi al mismo tiempo, o muy cerca, del momento en que la nena desaparece. “EL JUEGO NO TERMINÓ, LA TENEMOS A ELLA”. ¿Los secuestradores se comunicaron conmigo para dar aviso de su crimen? ¿Cómo consiguieron mi número? Y la pregunta que más me inquieta: ¿Por qué a mí?

      —Juan José todavía no me respondió… –Nicolás revisa su casilla de mensajes, pero se desilusiona al no encontrar aún la respuesta del técnico informático.

      —Ya estoy llamando a todos en el equipo de Escena del Crimen. Paola y Patricio están de guardia, pero quiero a por lo menos dos más para que revisen todas las instalaciones.

      —Decile a Jorge Parisi que lo quiero dirigiendo la búsqueda de Rastros, y avisale a Battaglia, así se viene con nosotros. No quiero a ningún otro investigador más que a él. Y espero con todas mis fuerzas que no estemos frente a un homicidio…

      Siguiendo sus directivas, bajo del auto y vuelvo a entrar a mi casa. Cuando estoy por entrar, escucho que Nicolás me habla desde su auto.

      —Tengo que irme ya mismo. Antes de que se enteren los medios. Cuando tengas todo organizado los espero allá. Que estén lo antes posible.

      —Dale –le respondo, mientras la adrenalina


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