La navaja de Ockham. Gastón Intelisano
seguridad, Nicolás me dirige una de sus sonrisas cómplices que ya conozco muy bien y me dice:
—Me había olvidado: Feliz cumpleaños.
Y ahí vamos otra vez. Ya ha pasado la primavera exuberante, donde todo renace al igual que la cantidad de suicidios. Han quedado atrás los meses de frío glacial donde abundan las muertes por monóxido de carbono, de ambientes mal ventilados e instalaciones de dudosa seguridad. Los vientos helados dan paso a la calidez, y estos devuelven la cosecha invernal de prostitutas, drogadictos y vagabundos. Pronto llegarán enero y febrero, los meses de la navaja. Calor y homicidios. Transitamos el mes de las fiestas: jo, jo, jo… Papá Noel y, por supuesto, los suicidios. Toneladas de ellos.
Orificios de bala, heridas de cuchillo, cuerpos apaleados, una macabra procesión vomitada desde los barrios pobres de la ciudad. Seguidos por marzo, comienzo del otoño, estación de plantas marchitas, remordimiento y pérdidas inexplicables. Chiquitos golpeados con hematomas subdurales y hemorragias petequiales. Luego abril, benigno, plácido: los pavimentos calcinados de la ciudad se refrescan mientras la muerte descansa un poco, agotada por tanta carnicería. Como tantas otras empresas prósperas, la nuestra tiene altibajos. Hay una época de vacas gordas y otra de vacas flacas. De retracción y de auge. Buenos tiempos, que como sabemos muy bien, auguran la aproximación de otros malos. Al fin y al cabo, estamos sujetos a las mismas presiones e incertidumbres que cualquier otra empresa, pero nuestra especialidad es única. Somos forenses. Forenses de la ciudad de Mar del Plata.
3
Media hora más tarde había reunido a mi equipo completo y llegábamos con el Móvil de la Unidad Escena del Crimen a la puerta trasera del edificio de departamentos. Detrás, nos seguía Battaglia en su auto, junto a Jorge Parisi y dos técnicos en búsqueda de huellas y rastros.
Cuando bajamos de nuestros autos, pude ver a unos metros el de Nicolás, que estaba estacionado casi en la esquina. Corría una suave brisa que venía desde el mar, que a esta hora era una inmensidad oscura y difusa a unos cientos de metros. La luna era apenas una sonrisa, torcida y muy fina. Miré esa inmensa construcción constituida por tres torres de departamentos, con sus balcones redondeados e idénticos. Había muy pocas ventanas iluminadas a esa hora y desde afuera casi todas las del primer piso eran cubiertas por un cerco vivo de ligustrina que se desplegaba desde la puerta de entrada y daba toda la vuelta a la esquina. Un camino central comunicaba a las tres torres y cada una llevaba el nombre de un cantante de tango. El restaurante donde los padres cenaban a la hora en que la nena fue secuestrada se llama Piérida, y las pastas de ese lugar son excelentes. Se encuentra apenas a una cuadra del complejo y lo sé porque he cenado allí más de una vez con Siria. La luz anaranjada de unos faros altos bañaba toda la calle y una de las caras del complejo, dándoles una tonalidad crema a las blanquecinas paredes. Entramos por un portón techado de color negro, al igual que las altas rejas que impedían el paso a cualquier persona que no viviera allí. En el centro, entre la puerta peatonal a la derecha, y el ingreso para autos a la izquierda, que descendía a un garaje subterráneo, estaba la pequeña garita del guardia y a través de sus vidrios polarizados pude ver el brillo de varios monitores de cámaras de seguridad. En realidad, se trataba de un gran monitor dividido en varios recuadros que correspondían a las distintas cámaras desperdigadas por todo el perímetro. Ante nuestros ojos se veían imponentes dos de las torres. La tercera se escondía tras la primera de la derecha. Había varias motos estacionadas a nuestra derecha sobre la vereda y un hombre apilaba cajas y muebles que estaba bajando de una camioneta vieja y desvencijada. Recordé la frase que mi abuelo pronunciaba cuando pasábamos frente a una casa a la que se estaban mudando: “Mudanza… suerte y esperanza”. Mi abuelo materno era un hombre supersticioso que se santiguaba si veía un gato negro, no pasaba la sal de mano en mano y creía haber visto cara a cara a un ovni. No heredé de él ese costado mágico poco práctico, aunque sí la avidez por la lectura y el placer por los viajes.
Nos acercamos a la ventanilla del guardia de seguridad que está a casi dos metros de alto del piso. El hombre nos devuelve el saludo y presiona un interruptor que abre el portón en forma automática.
—Adelante, los están esperando –nos dice, después de que Battaglia le muestra su placa.
El portón se abre y entramos al complejo que parece una pequeña ciudad. El camino de baldosas oscuras es ancho y a ambos lados hay árboles y mucho césped. Hay unas cuantas farolas altas que destellan iluminando nuestros pasos y dejan pocos focos de oscuridad. Las torres forman un triángulo, ubicadas cada una en un punto. En el espacio entre ellas, hay una plaza con juegos para chicos y en el fondo, tras la tercera, hay una piscina, no muy grande, pero lo suficientemente espaciosa para divertirse los fines de semana y ser el más popular entre tu grupo de amigos. Recordé mi infancia, y lo mucho que me ayudó a socializar, el hecho de ser el único que tenía piscina en su casa. Fue fácil ganar amigos. No sé cómo lo hubiese logrado de otra forma. Llegar a un colegio nuevo y ser tímido e introvertido no son las mejores armas para lograrlo. Pero después del primer verano, yo era una estrella entre mis compañeros de aula, aunque sabía que ese estrellato estaba basado en su interés por pasar los fines de semana haciendo bombas y zambullidas en mi piscina.
La senda peatonal discurre en ambos sentidos, pero tomamos la bifurcación izquierda, porque el matrimonio cuya hija despareció vive en la Torre 2. Subimos varios escalones y accedemos a una pequeña galería acristalada. Un oficial de la policía de la ciudad nos abre la puerta de vidrios entintados para que podamos ingresar en el área de ascensores. Pero como solo subiremos un piso, tomamos las escaleras. Unos quince escalones de mármol desembocan en el pasillo que comunica los departamentos del primer piso.
—Semejante edificio y mudarse al primer piso… Yo quisiera el piso más alto –comenta Battaglia en voz baja, cuando llegamos a la puerta de entrada a la escena del crimen.
—No si vivís con una nena pequeña cuyo interés por el balcón puede ser fatal… –le respondo.
—En eso tenés razón…
La puerta del departamento está entreabierta y golpeo con mis nudillos dos veces para anunciar nuestra presencia. Mientras espero que abran, alcanzo a ver por la delgada rendija la luz de los flashes de una cámara fotográfica. La puerta se abre unos segundos después y la humanidad de Nicolás Massacesi se materializa ante nosotros. Lleva puestos guantes de látex blancos en sus manos, un barbijo que cubre su nariz y su boca y una cofia que envuelve su cabello corto.
—Pasen –nos dice y su voz se oye pastosa a través del barbijo.
Entramos a un departamento amplio de por sí en dimensiones, pero que al estar bien distribuidos sus espacios, da la sensación de una mayor amplitud. De paredes blancas y no tan abarrotado de decoración, cuenta con una calidez y buen gusto propios de una pareja joven. Cerramos a nuestras espaldas la puerta blanca que nos dio paso, e ingresamos en una gran cocina de aspecto moderno, con su heladera con freezer de gran altura, su mesada de granito gris oscuro y sus elementos de cocina de acero inoxidable. Los anafes eléctricos y la bacha de la pileta están impolutos, y en las puertas de la heladera veo muchos imanes de pizzerías y rotiserías, restaurantes chinos y deliverys, lo que me indica que no son muy adeptos a la cocina.
—¿Me pasás un par de guantes? –le pido a Nicolás, que me acerca una caja cerrada de guantes talle S., los demás usan M o L y le agradezco el detalle que tuvo de traer una caja para mí.
—Vos y tus manitos de nene… –me responde.
No puedo evitar sonreír ante su comentario.
Mientras abro la caja y me coloco los guantes mis ojos se pierden en ese departamento. Jorge Parisi y el equipo de Huellas y Rastros se encuentran en el dormitorio de la nena desaparecida. Alcanzo a verlos a la distancia a través de la puerta que está entreabierta.
—¿Ya hicieron una inspección ocular acá? –le pregunto a Nicolás, indicándole el área de la cocina y el comedor.
—Sí. Aunque todavía no buscaron huellas.
—Deberíamos vestirnos afuera y volver a entrar –le indico a Battaglia.
—Dale.
Volvemos