La navaja de Ockham. Gastón Intelisano

La navaja de Ockham - Gastón Intelisano


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siga a la puerta de entrada. Salimos al pasillo y mi compañero saluda al diplomático:

      —Perdón que lo hagamos salir al pasillo, pero es la escena de un crimen –se disculpa, con un tono firme.

      —No tiene por qué darme explicaciones, lo entiendo muy bien.

      —Él es Santiago Soler, el jefe de la División Escena del Crimen –le dice Battaglia.

      El embajador me estrecha la mano con seguridad y con un fuerte acento madrileño, se presenta:

      —Mucho gusto, soy el embajador Diego de la Vega. –Mientras devuelvo su cordial saludo, me viene un chiste a la mente, pero por el contexto y su cargo decido no hacerlo. Calculo que leyó mi mente, porque antes de que pudiera decir algo yo, él se me adelantó:

      —Por si iba a preguntármelo, no… no soy el Zorro –dice esto y sonríe por un instante, lo suficiente como para que pueda apreciar su impecable dentadura. Tiene la piel bronceada y su cabello corto y canoso hace que sus ojos destellen como faros en un fondo de arena oscura. Huele bien, un perfume caro, asumo por la fragancia y la densidad que destila a su paso. El chiste y su posterior resultado duran muy poco, luego una sombra cruza por su mirada y vuelve la seriedad a sus facciones, que se dibujan como en un papiro. Battaglia se ubica a mi lado y tengo la impresión de que vamos a interrogarlo, cuando, en realidad, es más factible que ocurra lo contrario. Él hará las preguntas. Para eso está aquí.

      —Quiero que me tengan al tanto de todo. Ya hablé con el fiscal Massacesi y también prometió estar comunicado conmigo. Estas personas son gente respetada en nuestro país y quiero que la investigación se resuelva lo antes posible y de la mejor manera.

      —Por supuesto. Lo mantendremos informado. Y es nuestro principal deseo es que todo se resuelva cuanto antes –le responde mi compañero, y yo también asiento con la cabeza.

      —Quedo a su entera disposición, no quiero quitarles más de su preciado tiempo –dice el embajador, dando por terminada nuestra corta y sintética charla. Estrecha la mano derecha de Battaglia. A continuación, la mía. Terminadas las formalidades, se dirige hacia la puerta del ascensor, mi compañero lo sigue de cerca y el embajador le dice algunas cosas más que no llego a escuchar por la distancia a la que se encuentran, pero como respuesta, Battaglia asiente afirmativamente.

      Recuerdo que Jorge Parisi me dijo hace un momento que estaban listos para abandonar la escena.

      Quiero hacer una inspección más exhaustiva del lugar del hecho, pero la luz no es buena a esta hora y la calidad y potencia de las lámparas dejan bastante que desear para lo que tenemos que hacer.

      —Creo que lo mejor va a ser dejarlo para mañana temprano, cuando tengamos mejor luz. Luz natural. Aseguremos la escena y que se quede alguien de confianza en la entrada…

      Busco con mi mirada a Iván, que es uno de los nuevos técnicos y en quien más confío. Me recuerda al entusiasta joven que era en mis comienzos. Cuando lo encuentro, le hago señas para que se acerque. Él camina a paso acelerado para llegar lo antes posible.

      —Decime, Santiago… –dice él, y veo entusiasmo en sus ojos.

      —Voy a necesitar que te quedes a custodiar la escena del crimen hasta mañana por la mañana cuando volvamos. No dejes pasar a nadie. Y si alguien quiere hacerlo, me llamás. No importa la hora que sea. –Mis órdenes son precisas porque no quiero que nada se altere, modifique su posición o cambie el relato de los hechos.

      —Por supuesto, contá con eso. –Es su amable respuesta.

      —Terminen con lo de levantar sus cosas y vayan a dormir unas horas. Mañana va a ser un día largo –le digo a Jorge que asiente en conformidad.

      A veces, es mejor demorar un poco las actuaciones, pero hacerlas como corresponde. No tenemos todavía un cuerpo, y en mi fuero interno esperaba que no lo tuviéramos, por lo que no corríamos con la urgencia de sacarlo de allí y disponer su autopsia. En este caso, lo que nos interesa es el departamento, la supuesta escena del crimen, y lo que contiene, que ya ha sido perpetuado con innumerables tomas fotográficas. Lo mantendremos a resguardo hasta volver mañana y entonces sí haremos hablar a los testigos mudos de ese supuesto secuestro.

      —A las nueve, todos acá… –lo dice en voz alta para que todos lo escuchen y los técnicos levantan un pulgar, dándose por avisados.

      Cuando vuelvo a la cocina, Battaglia revuelve unos papeles, mientras ordena sus pensamientos.

      —Me voy a dormir un par de horas –le digo–. Necesito estar al 100% para mañana. La búsqueda de evidencias va a ser fundamental. Tal vez nos lleve todo el día, y la luz que tenemos ahora no es la indicada. Le ordené a todo el equipo hacer lo mismo. Mañana a las nueve de la mañana arrancamos con una segunda inspección ocular. Además quiero hacer una recorrida por el barrio. Reconstruir los posibles movimientos del secuestrador.

      —Perfecto, hay varios equipos recorriendo el barrio, casa por casa. Y estoy haciendo una lista de los vecinos para que los entrevistemos entre todos. –Battaglia revisa sus notas y ordena los papeles según su importancia. Afuera, el rumor de autos que llegan y salen es incesante y el zumbido de los helicópteros habla de una búsqueda que ha tomado todos los terrenos, incluso desde el aire. Saludo a Jorge y al equipo y me dirijo a la salida del complejo, donde están nuestros vehículos, y es allí cuando me doy cuenta de que no llevé mi auto. No me quedará otra que volver en taxi a casa.

      7

      Por fortuna, el taxista casi no me habló durante todo el trayecto, que no duró más de diez minutos. A esa hora de la noche, el tráfico era casi inexistente. Solo me preguntó mi destino y calculo que, al notar mi humor aletargado, se decidió por no sacarme temas de conversación. Yo me encontraba cansado, preocupado y tenía mucho en qué pensar. Cuando llegué a casa, Elena, mi sobrina, dormía con su madre en mi cama. En silencio, en la penumbra del cuarto, me senté al borde de la cama. En algún lugar, allá afuera andaba una nena un poco mayor de su edad, pero lejos del abrazo protector de su madre. Ángela se despertó y presintiendo algo dijo:

      —¿Qué pasó? –Se lo conté, e instintivamente puso su mano en el pequeño y cálido pecho de Elena.

      —¿Siria llamó?–le pregunto.

      —No, al menos no a mi celular…

      Alfredo, mi gato, dormía a los pies de mi sobrina y cuando me levanté y el colchón volvió a su posición normal, le molestó mi presencia. Se despertó por un instante y me miró con una queja en su rostro. Amenazó con la posibilidad de que un maullido partiera de su boca, pero el sueño fue más fuerte que él, y solo quedó en eso: una amenaza. Volvió a apoyar su cabeza sobre el cobertor y ya no respondió. Cuando entro a ese dormitorio destinado a alojar visitas, veo a Andrea durmiendo en el pequeño sillón orejero en el que me encanta sentarme a mirar series que nunca termino, porque siempre estoy demasiado cansado y el sillón es muy cómodo. Hay un libro tirado en el piso, que debe haber aterrizado ahí después de que se quedó dormida. Está acurrucada hacia uno de sus lados y su cabeza descansa en uno de los brazos del sillón. Pensé en despertarla y pedirle que se acueste en la cama y yo tomar su lugar en el sillón, pero estaba tan profundamente dormida que me dio pena sacarla de ese único estado de felicidad natural que tiene el ser humano. Me tendí en esa cama que podría contar mis sueños de niñez y adolescencia y que, cuando me mudé solo, traje conmigo de la casa de mis padres. Fue de las pocas cosas de mi infancia que traje a mi hogar. Lo demás quedó donde debe estar: en el pasado.

      El sueño me envolvió en su hechizo y caí rendido en muy pocos minutos. Soñé con una nena que volvía sana y salva a los brazos de sus padres, una nena igual a la que nos habían descripto y mostrado en fotos. Con su vestido blanco, su pelo lacio, rubio y sus ojos color celeste como el mar del Caribe. Veía la felicidad de los padres, que corrían a abrazarla. Veía en el rostro del padre, con los mismos ojos claros, la felicidad y el agradecimiento por haber encontrado a su hija… pero todo cambiaba, para mi horror, cuando al acercarse a ella, los padres no la reconocían. Decían que no era ella… Lo que parecía un cuadro perfecto se desdibujaba de pronto. Las voces se hacían lejanas


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