La navaja de Ockham. Gastón Intelisano
técnicos ya están enfundados en sus trajes especiales y cuando llego al final del pasillo que conecta las habitaciones, saludo a Jorge Parisi, que me ofrece un café bien caliente en un vaso descartable de poliestireno. No puedo negarme a su ofrecimiento, y mientras camino hasta la zona de ascensores, diviso a Battaglia que no tiene buena cara. No ha dormido y el cansancio está tatuado en sus facciones afiladas y gráciles para un hombre que ya ha cruzado la barrera de los 50. Le ofrezco mi café.
—Todavía no lo probé y me parece que le hace más falta que a mí… –le digo con humor, tratando de descontracturar aunque sea por un instante la situación en la que estamos inmersos.
—Ya llegaron los medios –me notifica, con hastío. Si hay algo que Battaglia odia, y no son muchas las cosas que odia, son los periodistas. En especial al periodismo amarillista y que hará todo tipo de conjeturas y comentarios desubicados y con una total falta de profesionalismo.
—¿Habló con Nicolás? –quiero saber dónde estamos parados.
—Sí. Entrevistó a los padres, mientras yo entrevistaba a los matrimonios amigos. Por separado. Pero al mismo tiempo, para que no se pusieran de acuerdo en qué decir.
—Claro, entiendo…
—Hay varias cosas que no nos cierran del testimonio de la madre. Incongruencias. Cosas que no coinciden entre lo que me dijeron los amigos a mí y lo que le dijo la madre de la nena a Nicolás. Que pueden estar asociadas al estrés del momento vivido… pero no quiero descartar nada por ahora. Fue lo que le dije. No los descartemos…
En ese momento, escucho pasos que se acercan. Alguien camina aceleradamente hacia donde nos encontramos. Mi celular y el de Battaglia reciben un mensaje de texto al mismo tiempo y los timbres que los anuncian se superponen. Tomo mi celular y miro la pantalla. El mensaje de Andrea De Marco, la médico-legista. Es corto y conciso: ENCONTRARON EL CUERPO DE UNA NENA. CREEN QUE ES SARA. ESTOY EN CAMINO.
La suma de todos nuestros miedos pareció materializarse en un instante, mientras leíamos esas pocas líneas en las que se resumía todo el horror posible. Todavía no estaba confirmado, pero el peor de los finales parecía la respuesta.
—¿Te llegó el mensaje de Andrea? –me pregunta Battaglia, después de apagar su celular.
—Sí, la puta madre… –Los pasos que hasta ese momento venía escuchando se materializan cuando ante la entrada del departamento se asoma el fiscal Nicolás Massacesi con su peor cara.
—Parece que encontraron a la nena. No muy lejos de acá. Estoy saliendo para allá.
—Vamos –me indica mi compañero, que toma su saco del respaldo de la silla que ocupaba.
9
El móvil de Escena del Crimen se detiene frente a media docena de autos oficiales desperdigados en una zona no muy lejana al complejo habitacional de lujo donde vive el matrimonio. La calle tiene una cierta pendiente que hace que nuestro conductor tenga que poner el freno de mano al estacionar. Mis compañeros abren la puerta trasera de la camioneta y comienzan a vestirse con los ambos descartables, mientras miro por el parabrisas delantero, todavía sentado en el lugar del acompañante. Una profunda ansiedad y tristeza me atornillan a ese asiento y percibo que por mis venas el plomo ha reemplazado a la sangre. El cuerpo me pesa, se niega a abandonar su estática posición y una parte de mí no quiere enfrentar lo que parece inevitable. Me quedo mirando el mar, delante de mi vista, las personas que caminan al encuentro de ese despojo. La última obra maestra del mal en este mundo.
De repente, una voz me trae al presente, y abandono mis pensamientos.
—¿Venís? –me dice Battaglia, del otro lado del vidrio.
—Sí, ya bajo –le respondo. Me desabrocho el cinturón de seguridad, y abro la puerta. Una fuerte y fría brisa me recibe, como anticipándome lo que veré a continuación. Tomo mi maletín plateado y cierro la puerta con poco envión y queda abierta, lo que me obliga a tener que volver a abrirla. Esta vez la cierro con fuerza. Quizás, demasiada.
Es una mañana nublada, aunque el sol pega fuerte cuando se deja ver. Subimos la vereda en pendiente y me cuesta con cada paso vencer la fuerza de gravedad, pero lo logro. El maletín parece pesar el doble. De repente, el cielo se nubla por completo y el viento es implacable. Mi cabello y el de todos los que me acompañan se baten a duelo con ese torbellino. En el aire vuelan partículas de arena y polvo que nos obligan a cerrar los ojos.
Cuando ese pequeño vendaval pasa, continuamos con la peregrinación hacia la escena del crimen. Nuestro destino es un baldío abandonado en una esquina, junto a una casa antigua en ruinas, próxima a ser demolida.
El paredón que lo rodea es bajo, de piedras y está bastante maltrecho. Desde la vereda en pendiente puede verse lo que hay detrás de él, lo que no es mucho: matorrales de hiedra y pastos altos, penachos secos de viejas plantas que han muerto hace tiempo y escombros que han caído de la casa abandonada que le da la espalda. El pequeño cuerpo de la nena se encuentra en posición fetal debajo de uno de estos penachos secos. Parece más pequeña de lo que es y presenta un aspecto tan lastimero que me estruja el corazón.
Sus cabellos dorados tan perfectos y armoniosos en las fotos se ven ahora opacos y alborotados. Los ojos están parcialmente abiertos, como si tuviera mucho sueño y luchara contra él. La parte superior de su piyama blanco está sucio con tierra y el pantalón esta mojado. Posiblemente se ha orinado encima. ¿Habrá sabido lo que estaba por pasarle cuando la llevaron a ese horrible baldío? ¿Habrá sentido temor? ¿O habrá confiado hasta el último segundo en quien la llevó hasta ahí?
Elijo eliminar estas preguntas de mi cabeza, como quien borra archivos que ya no sirven y ocupan espacio en un disco rígido. Andrea De Marco sigue observando los alrededores del cuerpo y le pide al fotógrafo distintas tomas generales y de detalle. Cuando me ve llegar me hace señas para que me acerque. En sus ojos veo la preocupación y el dolor.
—Hola. –Es todo lo que dice para dar inicio a nuestra conversación, después de bajar su barbijo hasta el cuello.
—Es ella, ¿no?
—Sí. Está confirmado, aunque necesitamos que los padres lo hagan también. Están viniendo para acá.
Tiene su cabello corto color rubio ceniza recogido dentro de una cofia y sus manos enguantadas. Tiembla de frío a pesar de que estamos en verano y lleva puesta una campera negra gruesa. Los pantalones celestes de un talle más grande, su ambo se rinde a los embates del viento y a través de las Crocs azules veo que lleva soquetes blancos con rayas grises muy finas.
Nos ponemos en cuclillas al lado del cadáver. Con sus manos cubiertas por guantes de látex morado, corre delicadamente el cabello de la nena y me muestra una herida en el cuero cabelludo.
—Lesión contusa de forma estrellada con bordes anfractuosos… –enumero lo que estoy viendo.
—¿Qué significa eso? –pregunta Battaglia, que se acuclilla detrás de mí.
—Que recibió un fuerte golpe en la cabeza –le responde De Marco.
—Cuando replieguen el cuero cabelludo en la autopsia, seguramente van a encontrar fracturas en el cráneo –agrego.
—¿Hay alguna otra lesión visible? –quiere saber Battaglia.
—Encontré algunos hematomas en sus brazos. Cuando lleguemos a la morgue voy a pedir radiografías de todo su cuerpo.
—¿Evidencias de abuso sexual? –hago la pregunta que en estos casos nadie quiere hacer.
—No, aparentemente. Fue lo primero que revisé antes de que llegaran. Igualmente quiero observarla con mayor detenimiento cuando la tenga en mi mesa –responde Andrea, refiriéndose a una de sus mesas de acero inoxidable de la sala de autopsias de la Morgue judicial.
—¿Ya terminaste con el examen externo? –le pregunta mi compañero.
—Sí. Ya pueden venir los morgueros. Y me voy con ellos.
Battaglia se pone de