La navaja de Ockham. Gastón Intelisano

La navaja de Ockham - Gastón Intelisano


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te los traigo –me responde Macarena, una licenciada en Criminalística recién recibida y con un entusiasmo admirable. Fue una de nuestras últimas “adquisiciones” antes de que el recorte de presupuesto nos impidiera la toma de nuevos profesionales.

      Le agradezco y la veo irse a la carrera. Vuelvo a mirar las instalaciones que nos rodean y pienso en voz alta:

      —La persona que se la llevó conoce este lugar. –Pienso en la garita con el guardia en la entrada, las distintas cámaras de seguridad esparcidas por el complejo…

      —¿Pensás que podría ser un vecino?

      —No deberíamos descartar esa posibilidad –le respondo convencido, y en ese momento vuelve Macarena con dos paquetes cerrados que contienen nuestros trajes descartables y una pequeña bolsa con las cofias.

      —¿Querés acompañarnos? –le pregunto, y al principio no se da cuenta de que es a ella a quien le hablo.

      —¿Yo? –pregunta Macarena, con una mezcla de incredulidad y exaltación.

      —Dos ojos más no nos vendrían mal… –acota Battaglia, y le guiña un ojo.

      —Sí, por supuesto…

      —Buscate ropa descartable para vestirte –le indico, y vuelve a desaparecer de nuestro campo visual. Minutos después, somos tres fantasmas blancos entrando a ese departamento.

      4

      La toma de evidencias en la escena del crimen es el trabajo forense. Aquí es donde la ciencia y la resolución de crímenes se encuentran y determinan el valor manifiesto de los objetos encontrados durante la investigación criminalística.

      El trabajo forense se basa antes que nada en la teoría de la transferencia, o el principio de intercambio: de chicos aprendemos que cuando escribimos en una libreta de papel nuestras impresiones con lapicera marcarán las hojas restantes, y una impresión de lo que hemos escrito puede leerse aún después de removida la hoja utilizada. Este es un ejemplo de trabajo forense rudimentario. La ciencia forense es más sofisticada que un juego de niños, y hoy, con pruebas de ADN, la evidencia encontrada en la escena del crimen es aún más pequeña.

      Entramos al departamento 1C, ahora apropiadamente vestidos para la ocasión. Nos recibe un ambiente sumamente iluminado, una farola rectangular de diseño moderno vuelca luz amarillenta sobre las paredes de un corto pasillo, que tiene una mesa delgada y de patas altas, sobre la que descansa un florero cuadrado de vidrio que contiene un manojo de tulipanes. Siento la necesidad de tocarlo porque a simple vista no distingo si es una flor de plástico o una real. Me decepciona darme cuenta de que es falsa, aunque es admirable el detalle logrado. El ambiente de repente se abre ante nosotros. Estamos ante una cocina moderna, cómoda, aunque sus ocupantes no parecen usarla seguido. Recorro con la vista la superficie de una barra de madera laqueada de color crema que hace juego con tres banquetas altas cuyo tapizado de cuero en la misma tonalidad clara está impecable, como si hubiese salido recientemente de fábrica. En el piso de cerámicos claros no veo huellas de calzado de ningún tipo. Algo hace sonar una alarma en mi cabeza. La limpieza del lugar no se corresponde con la de una casa en la que vive un niño. No tengo hijos, pero la mayoría de mis amigos los tienen y sus hogares no se ven en absoluto como lo que estoy observando. En sus casas hay juguetes en todos los ambientes, libros de chicos desperdigados, olores, marcas de manos y de crayones en las paredes. Da la impresión de que en este departamento solo viven adultos, para los que el orden y la limpieza parecen ser un mandato.

      —La casa está muy limpia y ordenada, ¿no? –pregunta Macarena, como si hubiese leído mis pensamientos.

      —¿Tienen personal de limpieza? –pregunto, aunque estoy seguro de que la respuesta será afirmativa. Si los padres de la nena son médicos no tendrán ni el tiempo ni las energías para mantener ese grado de pulcritud. Y eso me lleva a pensar en las sospechas de un posible secuestro. Tal vez, una empleada no contenta con sus patrones. Conoce el departamento. Conoce los horarios de sus ocupantes. Debe tener llaves del lugar… Pero parece todo muy fácil. ¿Cómo salió por el portón de entrada con la nena sin ser vista? ¿Contó con la ayuda del guardia de la garita?

      Abro las alacenas que están sobre la mesada. Las puertas de madera laqueada oponen cierta resistencia cuando trato de abrirlas, como cuando son nuevas y las bisagras aún no están flexibles. Adentro encuentro lo que esperaría encontrar en cualquier casa: platos, vasos, copas, elementos de plástico con motivos que no reconozco por no estar al tanto de los gustos infantiles actuales. Mi sobrina no tiene la misma edad que la nena desaparecida, es más pequeña, por lo que Disney sigue siendo su opción más a mano por el momento. Abro otra de las alacenas y en este espacio encuentro frascos de vidrio de distintos tamaños que contienen desde diferentes tipos de fideos, hasta arroz, azúcar, pan rallado y cereal. En los estantes del bajo mesada encuentro los artículos de limpieza usuales, también un plumero, trapos hechos con viejas remeras que han recortado, y en el espacio inferior, dos ollas, una sartén y varios cepillos. Todo está prácticamente sin usar. Battaglia revisa los cajones que repiten el orden que hay en prácticamente todas las casas que conozco y que a lo largo de mis años de trabajo han sido innumerables: cubiertos en el primero, repasadores en el segundo, bolsas en el tercero y cables y herramientas en el último. A simple vista, no hay nada que nos hable de un secuestro violento, en el cual la víctima haya opuesto resistencia. No hay indicios de un robo, porque no han revuelto el ambiente. Mientras Battaglia y Macarena continúan revisando la cocina, atravieso el living comedor y me dirijo por un pasillo angosto y cubierto de cuadros con fotos de la nena en distintas etapas de su corta vida. Me detengo a observarlas. Es una niña bellísima, con sus pómulos regordetes, su cabello rubio y sus ojos azules. Me interesa particularmente la habitación de la nena. Allí puede estar gran parte de la información que necesitamos para reconstruir los momentos previos y posteriores a su desaparición.

      Entro en el pasillo que conecta las habitaciones, y comienzo a oír voces, destellos de un flash, y todo me indica que ya han empezado.

      —¿Cómo va todo? –les pregunto desde la puerta, sin apoyar mis manos o mi cuerpo en ninguna de las superficies.

      —Estamos haciendo una inspección preliminar para determinar los límites de la escena. El punto de entrada puede ser donde estás parado, si es que usó la puerta. O la ventana, que calculo que es la abertura que utilizó para meterse a la habitación en caso de que la puerta hubiese estado cerrada con llave y no contara con una copia.

      —¿Te parece la ventana como punto de entrada? Estamos en un primer piso…

      —Solo como una remota posibilidad… –me responde, no muy convencido.

      —Tratemos de que sea la menor cantidad de gente posible la que tenga que entrar. Ya bastante con todos los que entraron después del aviso de la desaparición… –le recomiendo a Parisi, aunque sé que no necesita que lo haga. Lleva mucho tiempo en la Unidad y ha estado en cientos, tal vez miles, de escenas del crimen a lo largo de su carrera.

      —Por supuesto –responde él, respetuoso como siempre. Mientras habla conmigo, toma nota de las posibles rutas de acercamiento y escape.

      Raúl, el fotógrafo, lleva su alborotada cabellera dentro de la capucha de su traje blanco. Su boca y su nariz aguileña desaparecen tras su barbijo y solo sus ojos quedan al descubierto, detrás de unos lentes rectangulares de marco plástico en una tonalidad fluorescente que denota su otra pasión: la música. Es baterista en tres bandas distintas y suele salir de gira en los días en que no cumple funciones como fotógrafo forense. Siempre que no está tomando fotos está golpeando sus muslos, imitando una melodía que se reproduce en su cabeza.

      —Sacá varias panorámicas, así después hacemos un itinerario de búsqueda. Empezando por acá. –Parisi señala la pared de la derecha. A la izquierda, a solo metros de donde estoy parado, está la puerta que da acceso a la cocina. Camino hasta la puerta de entrada al departamento porque me doy cuenta de que hay un detalle que no había observado apenas llegué. No veo marcas de efracción en la puerta, que hubiesen aparecido y quedado si el raptor hubiese entrado violentamente. Le pido una pequeña linterna a uno de los técnicos y, cuando me la pasa, ilumino el marco de la puerta, especialmente


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