La navaja de Ockham. Gastón Intelisano
reluciente camioneta blanca con sus inscripciones en azul marino fue una de las últimas compras que nos autorizaron después de años de pedir que jubilaran a la anterior Ford F100 que llevaba décadas transportando los cadáveres a la morgue, con su pintura saltada y sus camillas destartaladas y oxidadas.
Unos instantes después, oímos el ruido de puertas que se cerraban y el de una camilla con ruedas que se acercaba hasta donde nos encontrábamos.
—Que nos esperen en el paredón –ordena Andrea.
—Quiero una sábana limpia. ¿Me pasan una, por favor? –le pido a uno de los muchachos.
Uno de ellos emprende un trote veloz hasta la camioneta, haciendo alarde de su estado físico envidiable. Vuelve en segundos con una sábana blanca que saca de una bolsa plástica transparente.
—Gracias.
Extiendo la sábana paralela al cadáver de la nena. Entre Andrea y yo, mudamos el cuerpo arriba de la sábana, tomándola por sus brazos y sus piernas, tratando de modificar lo menos posible su postura, para no perder ningún tipo de rastro. Una vez que la tenemos sobre la sábana, les pido que me pasen la tabla para transportarla y la colocamos sobre ella, no sin antes envolverla en la sábana como un capullo. La transportamos por el baldío tratando de pisar lo menos posible las superficies que nos rodean. Cuando llegamos al paredón, nos reemplazan los morgueros, tomando la tabla por cada uno de los extremos y la llevan hasta el interior de la camioneta, a la espera de que lleguen los padres y puedan hacer el reconocimiento.
—Voy a esperar a que los padres la vean y me voy –me dice Andrea, mientras se quita la cofia y se peina con las manos los cabellos alborotados por el viento. Seguimos con la vista a los morgueros, mientras la acomodan dentro del móvil tanatológico y cierran las puertas con fuerza. En la esquina, al otro lado de la cinta amarilla que indica que se está frente a la escena un crimen y no se puede pasar, los periodistas esperan ansiosos a que alguna autoridad se acerque. Las cámaras están encendidas y recopilan cada uno de nuestros movimientos. Las cámaras fotográficas emiten flashes y capturan lo que mañana ilustrará todas las portadas de los distintos diarios. Imagino que ya estarán discutiendo los titulares de cada informativo. A cada hora del día. Esto atraerá la atención de los medios nacionales y la conferencia de prensa de esta tarde desbordará de periodistas de todo el país interesados en los motivos por los cuales una niña de solo cinco años ha sido secuestrada y posteriormente asesinada. Exigirán respuestas. Explicaciones. Pruebas.
Lo cierto es que quien hablará con el tono más alto y elocuente será su cuerpo. Y quien escuchará sus últimas palabras será la mujer que ahora veo alejarse.
10
La escena de un crimen cuenta una historia si sabés escucharla. Te muestra quién estuvo ahí, qué hizo y, en algunos casos, hasta te permite entender el por qué. Es un ejercicio que con el tiempo aprendemos y, con cada nuevo caso, mejoramos. La experiencia y el conocimiento se unen para tomar las piezas y armar el rompecabezas. Al igual que los testigos, hay escenas del crimen que hablan más que otras: en algunas hay manchas de sangre, desorden, armas, proyectiles, huellas que relatan la violencia y la muerte que arrasó con ese lugar. En otros casos, como el nuestro, todo lo que tenemos es un baldío vacío lleno de pastos altos y matorrales secos, tierra, paredones bajos de fácil acceso y escombros. Una escena del crimen que se encuentra a la intemperie es la más difícil de conservar y de la que se suele obtener menos información por estar tan expuesta al clima y los elementos. Para colmo, las superficies donde podría encontrarse algún tipo de rastro son hostiles, poco colaborativas y difíciles de procesar. Las características de la víctima tampoco nos ayudan, lo que le da un punto extra al asesino. Al ser un cuerpo pequeño y liviano, es fácil de transportar y desechar. No encontraremos marcas de arrastre, ni demasiados indicios de las vías de entrada y salida, ya que simplemente pudo haberla arrojado desde la vereda. No veo marcas de pisadas, huellas de calzado de las que pudiéramos obtener un molde de yeso para luego compararlas en el caso de tener un sospechoso. El viento que sopla desde el mar es otro elemento que no nos juega a favor. Cualquier indicio microscópico se habrá perdido, y los elementos como cabellos o fibras se pierden muy fácilmente. Espero que las fotografías que se tomaron desde que llegamos tengan algún tipo de valor probatorio, además de mostrar el lugar exacto donde se encontró el cuerpo de Sara. Después de una hora recorriéndolo por completo, fotografiándolo y recolectando cualquier tipo de indicio útil, doy por terminada mi tarea. Quiero estar presente en la autopsia porque estoy seguro de que será la fuente de mayor información.
Cuando estoy saliendo del baldío veo un auto llegar y estacionarse frente a nosotros. No reconozco al conductor, pero en el asiento del acompañante veo al fiscal Nicolás Massacesi. En el asiento trasero, los padres de Sara tienen los ojos brillantes por las lágrimas y una expresión de preocupación que se retroalimenta de uno a otro. No bien el auto se detiene, quieren bajar, pero no pueden hacerlo hasta que el conductor destraba las puertas. Cuando lo hace, ellos salen disparados hacia el móvil tanatológico, donde, junto a su puerta trasera, Andrea se encuentra de pie, lista para proceder a hacer el reconocimiento. El padre de la nena, un hombre alto, de cabello castaño oscuro y ojos claros, retiene a la fuerza a su esposa que comienza a llorar desconsoladamente y pregunta a los gritos: “¡¿Dónde está, dónde está?!”. Con un fuerte acento español. Nicolás le pide que se tranquilice y que lo sigan. Los veo acercarse a la camioneta de gran porte que lleva ploteado el escudo del Poder Judicial en cada una de sus puertas, en color azul oscuro sobre un fondo blanco. Andrea y uno de los técnicos les abren las puertas traseras y ellos ingresan. Las puertas se cierran. Por unos segundos, un silencio sepulcral se adueña del lugar. Nadie se atreve a decir una palabra y sé lo que todos están pensando: que ojalá nunca nos toque estar en el lugar de esos padres. He estado demasiadas veces en estas situaciones y nunca me acostumbro. He presenciado las escenas más trágicas, violentas y dolorosas al momento de reconocer un cadáver y la gente suele expresarse frente a la muerte de distintas formas y con variadas intensidades: hay quien pone un escudo de negación y no muestra ningún tipo de sentimiento frente a su ser querido. Otros estallan en un llanto desgarrador que obliga a que tu mente vuele de ese lugar en el que te encontrás, aunque tu corazón no pueda evitar marchitarse un poco más cada vez que lo escuchás. En algunos casos, más aislados, el familiar se pone violento. Con la persona que ha fallecido o con el personal de la morgue. Cuando lo hacen con su propio familiar, descargan su odio, su bronca y su ira por haberlos abandonado. Veo mucho de esto en los casos de suicidios. El familiar le pregunta a quien murió: “¿Por qué lo hiciste? ¿Por qué me abandonaste? ¿Y ahora, qué voy a hacer?..”. Lamentablemente, nunca obtienen respuesta. Recuerdo un caso, en el que un hombre mayor había engañado a su esposa con una mujer más joven y se infartó mientras tenía relaciones sexuales. Cuando llegó el momento de que la mujer reconociera el cuerpo, primero expresó un llanto lastimoso, que evidenciaba pena por su pérdida, pero a los pocos segundos, pareció recordar el motivo por el que su marido murió, y comenzó a golpear con sus puños al cadáver al grito de “¡Hijo de puta, cómo pudiste hacerme eso!”. Tuve que llamar al personal de seguridad y sacarla a rastras, porque la mujer se había envalentonado y con sus golpes casi provoca que el cuerpo se cayera del féretro.
Unos minutos más tarde, las puertas de la camioneta vuelven a abrirse y vemos salir a los padres, secundados por Nicolás. La apariencia de ambos es devastadora y no imagino algo más horrible que por lo que ellos han tenido que pasar. La muerte de un hijo es algo terrible, inimaginable y hasta innombrable. Existe un término para quien ha perdido a su pareja, para quien ha perdido a un padre, pero no existe uno para quien ha perdido a su hijo.
La madre de Sara camina dificultosamente hasta llegar al auto en el que arribaron al lugar, y cuando intenta fallidamente abrir las puertas que se encuentran trabadas, comienza nuevamente a llorar desconsoladamente. Su marido la envuelve con sus brazos y endurece sus facciones, en un desesperado acto de contener sus lágrimas. El conductor desciende del auto y le abre la puerta para que ambos ingresen. Nicolás me ve a la distancia y me saluda con una inclinación de su cabeza, antes de ocupar nuevamente el asiento del acompañante. Vemos el auto retirarse, los periodistas lo persiguen algunos metros tratando de obtener alguna foto o un testimonio que nunca saldrá de sus bocas. Me acerco hasta el móvil tanatológico y cuando Andrea baja el vidrio de su ventanilla