Las llaves de Lucy. José Luis Domínguez

Las llaves de Lucy - José Luis Domínguez


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allí se acercaron. Iban y venían por el borde, pero no pasaban. No se metían entre los maizales. Cruzaron una zanja de riego, pero hasta ahí alcanzó el rastreo.

      »Eso es todo lo que puedo decirles. Estoy desesperado. No sé qué hacer. Mi mujer llegó de un periplo hoy al mediodía y está llorando sin consuelo, al borde de un ataque de nervios, totalmente angustiada. Y a mí no me falta mucho para estar igual.

      —Don George, sabemos que es difícil mantener la calma en estos momentos tan complicados, pero le pedimos que lo haga. Nosotros nos ocuparemos de todo. Llamaré por radio a otra patrulla y que se acerque a su campo. Asimismo, nos comunicaremos con el Hospital Zonal requiriendo que envíen una ambulancia y atiendan a su esposa y a usted también.

      —Ya hemos dado el aviso a la policía caminera y estatal, exigiendo que se mantengan alertas y muy atentos para que controlen los distintos caminos de acceso y salida de Santa Elena, Santa Lucía y alrededores.

      —Mi colega ya está llamando al Juez de turno para ponerlo al tanto de este hecho.

      —Gracias Agente por atendernos —le respondió un agradecido y sumamente preocupado don George—. En nombre de mi esposa y mío, le damos las gracias.

      —Estamos a su servicio. Cuide a su esposa. Cualquier novedad lo mantendremos informado.

      Diez minutos posteriores a retirarse la patrulla, suena nuevamente el teléfono de la policía local:

      —Hola, hola, ¿hay alguien ahí?

      —Policía de Santa Elena, buenos días. Sí, señor, lo escuchamos. ¿Cuál es la emergencia que grita tanto?

      —Disculpe agente, aquí habla don George. ¿Usted fue el que me atendió más temprano y habló conmigo?

      —No, fue mi compañero. Aguarde. Eloy, aquí tengo a un tal George que aclara que le tomaste declaración hace un rato. ¿Lo puedes atender ya?

      —Sí, pásamelo.

      —Hola, don George, aquí de nuevo el sargento Eloy Cifuentes.

      —Vea sargento, con la angustia y la desesperación, me olvidé de contarle un detalle.

      —Lo escucho. Estoy acomodado para anotar. ¿Dígame qué fue lo que se le pasó por alto?

      —Ayer por la tarde, llegó a mi campo un desconocido. Trabaja con la constructora que vino a cotizar una refacción en mi campo y, de emergencia, me pidió “asilo”. No tenía dónde pasar la noche. A regañadientes lo dejé dormir en casa. Y esta mañana cuando despierto, ni sombras de él. Se ha esfumado ese hombre.

      »Oficial, ¿usted cree que él puede tener relación con la desaparición de mi hija?

      CAPÍTULO 3

      ¡LÁRGATE, PINCHE JALISCO!

      Palacio Negro de Lecumberri, ciudad de México.

      Enero de 2011.

      Cuatro meses antes de la desaparición de Evelyn.

      Mi nombre es Carlos, pero desde siempre todos me conocen por Charly. Estoy recluido en este presidio desde hace un par de años, por culpa de una chusma que me delató, aduciendo que la violé. Para nada. Fue toda una patraña para sacarme de circulación. La cuestión es que estoy encerrado en este maldito Palacio Lecumberri, más viejo que Matusalén. Los días se van sucediendo unos tras otros con igual monotonía. El prisionero aquí no tiene en qué gastar su tiempo. Lo único que se consume es su vida, su presente, la esperanza y desde ya…su futuro.

      Tus compañeros, colegas, enemigos, conocidos y hasta los guardias con los que puedes interactuar, todos ellos te ocupan el día, de una u otra forma. Pero la noche es otro cantar. Para mí resulta un infierno. Cuando estás en tu celda íntegramente solo, tu mente y tú, ninguno que te hable o te haga compañía, ninguna interrupción, silencio lúgubre, es, en esos momentos, cuando la psiquis es tu reina absoluta, integral. Ella maneja todo tu cuerpo y tu alma. No hay forma de domarla. Y eso no lo he podido superar.

      ¿Pensamientos? ¿Sueños? ¿Referentes a qué? Cuando se hace la noche recluido en este podrido lugar, te encuentras a solas contigo. Y más en mi caso. No tengo ningún recuerdo agradable en el que pensar, que añorar. Sin que una sola evocación me devuelva y reviva aquellos momentos felices de mi niñez, con algún hecho en que aferrarme. En absoluto. Nada de nada. Es entonces cuando pienso que mi pasado está muerto. Mi pasado fue un infierno.

      Debo ver por encima de los muros que me rodean. Por detrás de ellos, está la vida que algún día volveré a tener, o a intentar vivir. Debo elevar mi espíritu. Ver por lo alto de la ventana de mi celda cómo las aves vuelan en libertad. En eso debo pensar. En dedicarme a vivir, a no pensar en morir.

      Ya me lo ha dicho un güey hace unos años: debo ver más alto que las nubes y no olvidarme que más arriba siempre está el sol. Y mi mente debe enfocarse en pensar en eso, en el mañana, en el futuro. No debo permitir que mi cerebro me domine o me arrastre a las profundidades oscuras de mi pasado.

      Esta es una vida miserable. En la prisión la vida es un horror. Aquí los seres humanos son tratados como bestias. Y en eso nos convertimos nosotros, porque luchamos unos contra otros para subsistir. ¿Pero de qué? Nos estamos matando entre nosotros. Eso es lo que en el fondo ellos quieren: menos presos, para dar cabida a los nuevos que pronto vendrán, como una línea de producción de autos. Dejan el hueco en la línea y surge el de atrás. Aquí se van los presos e ingresan los siguientes. Jamás se acaba. La rueda se mantiene girando sin detenerse. Solo que aquí es un esquema diferente. Aquí es la destrucción de la persona, no la construcción. El sistema fue diseñado y programado así. Tú no debes preocuparte, todo lo han pensado por ti. Aquí es donde te llevan al límite emocional y de resistencia anímica, más de lo que una persona puede soportar, hasta que explotas.

      Revientas de alguna manera. Te ahorcas, te envenenas, intentas escapar y te hacen colador, o te haces acuchillar por otro preso. Cualquier excusa resulta válida, cuando te sientes acorralado y tu ánimo a punto de extinguirse. Te sientes que no puedes alcanzar un futuro cercano y viable.

      Tu cerebro se seca, de tanto pensar en cómo salir de este infierno en el que te han metido. O el que tú mismo te lo has buscado. O tal vez un soplón hizo que te capturaran. Lo mismo da. Estás encerrado y bien podrido.

      Entonces, cuando estás hundido y absolutamente sin ninguna esperanza. Cuando posees menos ánimo y sueños que un mosquito, y tu desesperación rompió todos los termómetros, te llega el fin. Ahí es cuando te sientes devastado y, en la desesperación, te resignas a que la única manera posible de evadirte es acostado panza arriba y con los pies para adelante en un camión de la morgue.

      Tirado en el camastro de mi celda y luego de tanto cavilar un largo rato, el sueño me venció. Por suerte mi espíritu me liberó. Fue como si me hubiera dicho “duérmete si quieres, pero recuerda que aquí soy tu amo y señor. Yo manejo la llave de tu cuerpo y alma. Y te dormirás cuando yo lo decida…” Y entonces, finalmente, me dormí.

      Al día siguiente…

      Otro día para sobrevivir. Un nuevo día para restar en tu vida, metido en este agujero gigante, rodeado por mil “ratas”, más o menos semejantes a ti. El sistema te empareja. Siempre te nivela, pero hacia abajo.

      Anoche me acordaba de Jordi que, justamente por estos días, hace once meses, había cumplido su pena. Fue el 4 de febrero de 2010. Recuerdo perfectamente ese día. Antes de irse, me vino a saludar y nos dimos un abrazo de despedida. Sin que me diera cuenta, y jugándose la vida, me dejó un estuche en el bolsillo trasero de mi mameluco. Cuando estuve solo en mi celda, lo descubrí. Me obsequió una navaja Wenger plegable. Una maravilla.

      Ahora que ya se ha ido, de verdad lo extraño. Le agradezco todo lo que me ayudó. Lo valoro más ahora que no está para apoyarme o darme consejos que me hacían tanto bien. Pero, por otra parte, me llama la atención no haber tenido noticias suyas en todo este tiempo. Muy raro, luego de lo que me había prometido.

      Arranqué mi día y me dirigí al edificio para desayunar.


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