Estatuas de sal. Margarita Hans Palmero

Estatuas de sal - Margarita Hans Palmero


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—le dijo él sonriente.

      Tobías la miraba embelesado, como hacía desde aquel primer día en que el destino los unió. Le acarició su larga melena y la besó con suavidad. Los labios de ella seguían siendo igual de dulces que el primer día que los probó. Un néctar imposible de olvidar, una miel adictiva para él.

      —Cada día estás más hermosa —terminó susurrándole.

      —Y tú más socarrón —le contestó ella entre risas—. Venga, no hagas esperar más a Julio, sabes que se impacientará si lo haces, se pondrá de mal humor y lo pagará con la buenaza de Lola, que a su vez, lo pagará conmigo.

      —Me cuesta trabajo separarme de ti.

      Ella le miró con la profundidad de sus ojos verdes y le acarició con suavidad la incipiente barba que empezaba a poblar su rostro. Los ojos azules de Tobías eran un remanso de paz donde sumergirse. Pero hoy, ella debía hacer algo importante, muy importante, y él no debía saberlo hasta su vuelta, o no se lo permitiría.

      De nuevo las náuseas volvieron. Contuvo la arcada e intentó que su marido no se percatase de su malestar. Respiró hondo y acarició las hebras plateadas que tan bien le sentaban. Cuando volvió a respirar con normalidad, tomó su rostro y le besó, con ganas, con desesperación incluso, con esa pasión que ambos sentían y que a ella le alumbraba cada momento. Tenía que irse pronto, o el valor huiría de ella.

      —Si sigues así, igual digo a Julio que arreglamos el coche otro día… —le dijo él con voz insinuante y arrancando de ella, como siempre, una sonrisa.

      —No. Tengo cosas que hacer. Quiero ir a comprar los nuevos esmaltes para Anabel. Ya sabes la ilusión que tiene. Hace una semana de su cumpleaños y ya sabes que se quedó esperándolos. Cuando regrese hoy del colegio se encontrará la sorpresa.

      —Está bien Ana. ¿Te he dicho hoy que te amo?

      —Solo cuatro veces. Pero me gusta. Yo también te amo, pero ahora… ¡Me tengo que ir! —le dijo riendo.

      Algo reticente, al fin, Tobías se marchó a ayudar a Julio con su coche, y ella entró en la casita azul, como le gustaba llamarla. Tomó las llaves de su propio coche. El timbre la sobresaltó y durante un instante su corazón se aceleró. Pero al abrir la puerta, era su hermano quién le sonreía.

      —Buenos días hermanita. ¿Lista para nuestra partida?

      —Lista —le contestó aliviada.

      —¿Te encuentras bien? Te veo pálida…

      —Sí, sí. Estoy bien, solo tengo algo revuelto el estómago. El pollo de anoche tenía demasiadas especias —le contestó en un intento de convencerlo.

      Su hermano la miró algo desconfiado, pero ella le dedicó una de sus enormes sonrisas, y al fin, ambos salieron a hurtadillas, como cuando eran niños. Él con la intención de comprar un regalo a Francesca, su esposa. El aniversario se acercaba y quería sorprenderla con algo especial. Ella… tenía una misión. Sus sospechas habían ido aumentando cada vez más y había tomado una decisión. Era hora de acudir a la policía. No podía posponerlo más. Sabía que tal vez la observaba, que quizás estuviese planeando algo de nuevo. Si Tobías descubría…

      Modificar el cuadro del rellano había sido toda una odisea, pero era necesario. Intuía que la situación se había vuelto peligrosa y no había tiempo que perder. Se sentía nerviosa, cada vez más, asustada, aterrorizada incluso.

      Debía sincerarse con José, pero no antes de hacerlo con Tobías. Casi había cerrado la puerta, cuando recordó algo…

      —Solo un momento hermano. Ya vuelvo.

      —No te entretengas o nos descubrirán.

      Entró de nuevo y comprobó que el lienzo seguía allí. Oculto entre tantos otros. Observó la pintura. Cuánta ilusión había puesto en ella, y ahora… la veía maldita. La angustia la hizo tragar saliva con lentitud. ¿Cómo había podido pasar aquello? Volvió a alinearlo con los demás a fin de que pasara desapercibido. Cuando regresase después, ya vería qué hacer con él.

      Tomó las llaves, se miró al espejo que había en la entradita. Era cierto que estaba pálida.

      Diez minutos más tarde, ambos hermanos conversaban animadamente en el coche. Ella conducía. José no dejaba de pedirle consejo para el regalo de Francesca, pero Ana solo podía pensar en qué decir con exactitud cuando llegase a Comisaría. Le preocupaba mucho la reacción de Tobías cuando se enterase de todo, ojalá pudiese ahorrarle ese mal trago, pero por el bien de ambos era necesario que todo se supiese.

      Sin embargo, nada de eso llegó a ocurrir.

      Un bocado en el estómago fue el primer síntoma, seguido con una rapidez de vértigo por un mareo intenso, un mareo tan fuerte que no le permitió reaccionar, ni detener el vehículo, ni esquivar aquel árbol.

      “Anabel“

      Toda su mente estaba llena de su pequeña. Anabel…

      El golpe fue fuerte. José yacía de medio lado con una brecha sanguinolenta apoderándose de su rostro pálido. Le pareció sentir la mano de su hermano sobre la suya, pero sus sentidos no respondían. No sentía dolor, solo angustia y terror por lo que ya sabía que iba a pasar a continuación.

      La visión empezó a ser borrosa y el dolor aumentó… Solo quedó tiempo para un último pensamiento…

      “Anabel“

      Capítulo 1

      16 de noviembre de 2016

      El tren avanza a gran velocidad, cómodo y silencioso, ajeno a las vidas y sentimientos de sus ocupantes. En este momento, voy reclinada sobre mi asiento y ladeo ligeramente la cabeza para mirar por la ventanilla. La primera vez que hice este trayecto hace ya veintidós meses, me divirtió el cambio del paisaje conforme me alejaba de mi querida Andalucía y me adentraba en la meseta española.

      En el transcurso de los casi dos años que he estado viviendo en Madrid, mi vida ha sido tranquila, apacible y productiva, todo a la vez. Jamás pensé, cuando hace unos días planeé mi regreso a casa, que lo haría en estas horribles circunstancias.

      Me coloco los auriculares y conecto la música, intentando alejarme de una realidad de la que no puedo escapar. Las notas no tapan el dolor ni tampoco pueden cambiar lo ocurrido. Mi padre ha muerto. Así, sin más, de un infarto traicionero y egoísta que se lo ha llevado sin preguntarme a mí primero.

      Tenía setenta y cuatro años, y se llamaba Tobías. Era un buen hombre, y no porque fuese mi padre, sino porque lo único que había hecho en su vida era trabajar y ayudar a los demás. Cariñoso, con cálidos ojos azules que siempre sonreían cuando me miraban, pero que se volvían tristes cuando pensaba que yo no le veía. Creo que jamás llegó a superar la muerte de mi madre. Siempre fue un padre entrañable, con mucho sentido del humor y amigo de sus amigos, pero sobre todo, un hombre que se hizo a sí mismo, y que continuaba viviendo tras la muerte de mi madre, más por mí que por él.

      Ella también me fue arrebatada de pronto. A pesar de que hace ya casi once años que la perdí, su recuerdo sigue vivo. Recuerdo con intensidad su sonrisa, sus bromas, su belleza. Recuerdo como me dejaba cepillar su larga cabellera negra, y la intensidad magnética de sus ojos. Sí… aquellos ojos que tomaban la tonalidad de la aceituna verde madura. Vivaz, enérgica, entusiasta, y artista. Tomaba en sus manos un lienzo y desplegaba todo su ingenio. Y yo la necesitaba, pero un accidente de coche me la arrebató con tan solo treinta y siete años de edad.

      Ambos tenían una bella historia. Una historia de amor que solían relatarme en forma de cuento y que yo no me cansaba de escuchar. Para mí, era una historia como la de los libros, pero sabía que los protagonistas eran mis padres y eso la hacía muchísimo mejor. Hasta la explicación de mi nombre me parecía hermosa. Ana, como mi madre, Isabel como mi abuela paterna. Ana Isabel era un nombre bonito, pero largo, y mi padre tuvo la feliz idea de abreviarlo en Anabel. De esta forma, decía él, yo era


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