Estatuas de sal. Margarita Hans Palmero

Estatuas de sal - Margarita Hans Palmero


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romper mi ensoñación y aquellos recuerdos que me ayudan en cierta forma a abstraerme de este momento duro. No. No deseo tomar nada y niego con la cabeza intentando emitir una sonrisa que no llega a mis labios.

      Mi madre era pintora y mi padre constructor. Él era empresario, un importante constructor. En sus comienzos fue albañil, pero siempre tuvo muy buen ojo para los negocios y las cosas le fueron bien. Fue invirtiendo sus ahorros en el mundo inmobiliario, y poco a poco, comenzó a amasar una pequeña fortuna, lo que posibilitó que fundara su propia empresa, haciéndose un hombre importante en el pueblo y un nombre en el mundo empresarial. Era un conquistador tenaz, que se resistía por desgana a consolidar una relación seria, hasta que encontró a mi madre en su camino. Una aparición que le cambió la vida.

      Por su parte, mi madre vivía con su hermano, mi tío José, su esposa Francesca, y la familia de esta, en un apartado caserío campestre de Andalucía. Aislada del mundo. Tal vez fue el destino el que jugó con ellos, haciendo que el amor llegara a su puerta, pues cosa del destino pareció el que sus vidas se cruzasen de forma tan inusual.

      Todo ocurrió de la forma más simple, sin más, como si una mano invisible los hubiese rescatado de sus solitarias vidas y los hubiese unido, envolviendo sus manos en un lazo invisible, quién sabe, si un hilo rojo poderoso.

      Soltero a los cincuenta y un años, mi padre se sentía cansado del tipo de vida que llevaba y empezó a pensar en la posibilidad de un nuevo comienzo. Decidió buscar algo apartado, algo especial, donde poder descansar. Fue así como empezó a buscar en los alrededores de Sevilla, donde él residía en su pequeño piso de soltero, topándose casi de casualidad con una edificación espléndida, un antiguo cortijo agrícola rodeado de arboleda, con fácil acceso sin embargo, y un enorme cartel verde y naranja de “SE VENDE”, apostado junto a la puerta de entrada a ese camino.

      Estaba muy bien situado sobre una pequeña loma y por algún motivo le atrajo de inmediato. Que fuese antiguo no importaba en absoluto, pues quién mejor que él para reformarlo a su antojo. Enfiló el sendero hacia arriba y conforme más se acercaba, más cautivado se sentía por aquel hermoso lugar. Hasta que llegó a la misma puerta de entrada y ahí, detuvo de inmediato su coche y se bajó del mismo, maravillado, prendado, pero no de la casa.

      Fuera, en el exterior de la misma, regando las flores y jugando con un pequeño, se encontraba la joven más hermosa que él jamás vio, mi madre. Se percató de que ella era mucho más joven que él. Es más, luego descubrió que solo tenía veinticuatro años. Pero él sintió que esa mujer era diferente. Podía haberse fijado en sus formas esbeltas, o quizás, en su larga cabellera morena que se mecía con el vaivén de sus caderas al mover la regadera. Pero lo que lo sedujo por completo fueron sus ojos. Dicen que los ojos son el espejo del alma, y aquellos hipnóticos ojos verde oliva, le quitaron el aliento.

      Ella le observó un instante, sintiendo que ese desconocido, no lo era en realidad. Que tal vez coincidieron en otra vida, o se cruzaron en alguna ocasión sin detenerse el uno en el otro. Pero que estaba allí porque era donde debía estar. Desde su inocencia, y sin saber muy bien por qué, le regaló una inmensa y sincera sonrisa que hizo que todo él, incluidos sus latidos, dejaran de pertenecerle, para pasar a ser parte de ella, Aquel día intercambiaron sus corazones para siempre.

      De nada sirvió que mi tío José insistiese en la diferencia de edad, o que Francesca, su esposa, hiciera lo imposible por intentar que la relación no funcionase. Ellos sintieron un amor puro y auténtico por el que decidieron luchar sin más.

      Mi padre terminó comprando la casa. Pero cuando además mi madre le explicó las circunstancias que habían llevado a la familia, a poner en venta la finca, él decidió que el lugar era lo suficientemente grande como para poder vivir todos en ella. Eso sí, para poder tener intimidad, prepararon su particular nido de amor, reformando para ellos una pequeña parte aledaña, situada junto a una gran extensión de tierra repleta de matojos y abandonada a su suerte. Planearon sembrar un jardín sobre esos matojos y que aquella casita dentro del caserío fuese su propio espacio independiente dentro de la gran superficie. Mi madre la llamaba la casita azul, porque la pintó por entero de ese color, color de los ojos de mi padre.

      El día que se casaron fue realmente precioso y según sus palabras, mágico. Unos meses después llegué yo al mundo para completar a la familia. Un bebé llorica, de ojos azulados como mi padre y pelo negro como mi madre.

      ***

      Ha pasado mucho tiempo de todo aquello… pero yo sigo recordando la historia como el primer día que me la contaron. Ahora, tengo veintitrés años y soy la viva imagen de ella. He heredado su sonrisa, mi pelo también es largo, pero en mi caso, rizado, como el de mi padre. Dicen que heredé su elegancia, pero yo lo pongo en duda. Y si bien les doy la razón a mis padres con respecto a que Ana Isabel es un nombre bonito, al igual que ellos, yo también prefiero Anabel.

      También heredé el amor de mi madre por la pintura. Aún recuerdo nítidamente la ilusión de aquel día en que mi madre me trajo un gran paquete envuelto en papel de rayas en tonos rosa y azul. Al abrirlo comprobé extasiada que contenía un caballete y un maletín de pintura. Tenía cinco años. En ese momento, un nuevo mundo se abría ante mí, y decidí explorarlo en profundidad, vivirlo intensamente. Nos gustaba pintar juntas, nos encantaba. Hasta que el cruel destino nos lo arrebató, junto a todo lo demás, aquel fatídico 7 de febrero de 2006…

      Nunca lo olvidaré. Tan solo ocho días después de mi doceavo cumpleaños. Aún me causa dolor recordar todo aquello. Siento angustia y una opresión me atenaza la garganta.

      Mi madre salió la mañana de ese día de casa y ya no regresó jamás. Perdió el control del coche que conducía y se estrelló contra un árbol muriendo en el acto, dejando muy malherido a su hermano José que la acompañaba y que fallecía pocos días después del accidente. Qué curioso el destino. Cómo saber que, efectivamente, ambos hermanos se iban a cuidar en vida y a morir juntos.

      Mi padre, mi tía… estaban desolados. Mi primo Pascual, aquel niñito de ocho años que la acompañaba cuando mi padre y ella se conocieron, y yo, incrédulos. La tragedia arrasó aquel día. Mi querido padre jamás lo superó. Cayó en una depresión tan profunda que temí perderle a él también. Por suerte, fue capaz de continuar viviendo por mí, pero no volvió a ser el mismo. Abandonamos el hogar familiar porque los recuerdos eran dolorosamente insoportables.

      Dejé de pintar por falta de motivación. Había perdido a una de las personas más importantes de mi vida. El dolor me impedía hacer nada propio. Al crecer, encontré algo de consuelo en el mundo de la restauración, pues me parecía imposible pintar sin ella a mi lado. Me mantuve ocupada, los estudios y el trabajo me ayudaron a sobrellevar los días y eludir al pensamiento.

      Siempre permanecí al lado de mi padre. No quise dejarlo solo. Después de lo sucedido, ambos nos mudamos a aquel pequeño apartamento de soltero que él tenía en Sevilla. Y allí vivimos juntos hasta hace dos años. En esa fecha me propusieron trabajar como restauradora en una importante galería de arte que podía abrirme innumerables puertas. Para ello, tenía que desplazarme a Madrid. En principio me negué, pero mi padre me convenció. Insistió en que debía perseguir mi sueño, continuar, abrirme mi propio camino. Me hizo prometer que a mi regreso volvería a pintar.

      De pronto escucho el grito de un niño en algún lugar del vagón y vuelvo de forma brusca al momento. Basta ya de recuerdos. He de continuar viviendo el presente, si bien el vaivén del tren hace que sienta ganas de dejarme llevar de nuevo. Hago un esfuerzo por alejar la melancolía que me envuelve y observó al niño que antes ha gritado. Es gracioso, con la cara llena de pecas y el pelo peinado como si fuese un rastrillo. Se le ha caído un diente y llora, mientras su madre intenta consolarle en vano.

      A mi lado se sienta un señor mayor que me mira de forma fija, hasta que al fin, se decide a tocar mi hombro y me quito los auriculares.

      —Disculpe joven. No quería molestarla, la veo sumida en sus propios pensamientos… pero es que no he podido evitar fijarme en el gran parecido que tiene usted con la joven que desapareció a principios de año. Por un momento pensé que tal vez…

      No termina la frase. Ni


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