Estatuas de sal. Margarita Hans Palmero
tal y como a mí me gusta, ni claro, ni espeso. Delicioso. A su lado, un enorme plato de magdalenas que aún estaban calientes.
—María, por favor, no tenías que haberte molestado.
—Sabes que no es molestia, querida. Me encanta hacer magdalenas, es terapéutico. Aunque luego la terapia se vaya derecha a la tripa o al culo. Pero en fin, mírame, ¿a que estoy genial para mi edad?
—Pues sí. Ya me gustaría a mí tener tu ímpetu.
—¿Mi culo no? Pues no lo entiendo, porque opino que está estupendo.
—Gracias, María.
—¿Por las magdalenas y el chocolate?
—Por tu compañía y por cuidar de mí.
—De nada cariño. Ahora come, no vaya a ser que Tobías nos vigile desde alguna parte allá arriba, se enfade conmigo y me patee mi hermoso trasero, ese del que tanto presumo.
Ambas nos reímos de su ocurrencia y, casi por arte de magia, me había tomado el chocolate y dos magdalenas.
—Ahora debes dormir. Ha sido un día intenso y complicado. Doloroso. Mucho me temo que mañana te espera otro largo día.
—Sí, tienes razón. Todo esto es muy complicado, me siento como en una nube, pero una mala nube. Suena a tópico, lo sé, pero es como si todo esto no estuviese ocurriendo en realidad.
La sombra volvió a caer sobre mí pero no le dije nada. Ambas nos dirigimos al salón, donde nos esperaba Andrés, cómodamente sentado en el sofá, cómo no, escuchando las noticias. Se había cambiado de ropa y llevaba un batín de cuadros grises. Parecía la típica estampa del abuelito entrañable.
En la pantalla se veía una fotografía de la última joven desaparecida, y se podía leer con claridad el teletipo anunciando que no había nuevas sobre el “Caso de los ojos de sirena”. Oh, señor, el parecido entre esa muchacha y yo era realmente sorprendente y sin darme cuenta, me llevé una mano al estómago. Tragué saliva y sentí unos deseos enormes de gritar, pero me contuve.
Andrés me miró y sin decir nada, se levantó, me abrazó y me besó en las mejillas, como cuando era niña.
María me acompañó a mi dormitorio, como si no hubiese pasado muchas noches allí, sobre todo cuando murió mamá. Tras la muerte de mi madre, ella cuidó mucho de mí. Me hizo concentrarme en otras cosas. Me llevaba al parque aunque yo no quisiera salir a la calle, me enseñó a hacer magdalenas y también pasteles de manzana y de queso. Hacía que la acompañase a la compra y nos sentábamos juntas a leer o a ver películas de dibujos animados.
Al llegar al dormitorio, comprobé con deleite que también estaba igual, salvo un detalle importante. Nada más entrar captó mi atención y me giré de inmediato hacia María que observaba mi reacción encantada.
—¡Dios mío! ¡Es… es…! ¡Nuestra colcha!
—Sí. Terminé de unir los trocitos que quedaban. ¿Verdad que ha quedado preciosa? Además, tiene tanto color que quedaría bien en cualquier lugar, ¿no crees?
—Oh, sí. Ha quedado increíble.
Una de sus técnicas de entretenimiento fue esta. Primero, recopilábamos hexágonos con diversos tejidos que había por la casa y retales nuevos que adquirimos. Luego, uníamos los hexágonos e íbamos formando una colcha con ellos. Nos quedó muy bonita, pero demasiado fina. Por ello, María había comprado una entretela y la había intercalado entre la capa multicolor de los hexágonos y otra de cuadros azules y blancos. El resultado era espectacular. Había quedado preciosa.
—Buenas noches Anabel, descansa.
—Buenas noches María, gracias por quererme tanto.
Con una sonrisa, María abandonó la habitación y curiosamente dormí como un bebe el resto de la noche.
***
El olor a café me despertó esta mañana. Eso y los nervios. Imagino a María en la cocina moviéndose de un lado a otro con soltura y eso me hace sonreír. Esa mujer debe tomar pilas alcalinas de postre. Me levanto, me coloco unos vaqueros y una camiseta algo arrugada sacada de la maleta y decido respirar y enfrentarme al mundo.
Me miro en el espejo y no me gusta mucho lo que veo. Ojos hinchados y demasiada palidez. Además, mi pelo está un poco salvaje, pero no tengo ganas de domarlo, así que lo recojo en un moño, me doy un poco de colorete y me aplico algo de sombra en los ojos. Mis párpados están ligeramente hinchados, pero creo que he conseguido un aspecto más o menos aceptable. Si hay algo que mis padres me enseñaron bien, fue que has de levantarte tras la caída. Aunque estés rota por dentro, debes ponerte en pie. Y eso es lo que yo voy a hacer una vez más.
Hago la cama y dejo la ventana abierta para que en la habitación entre la brisa fresca de la mañana. Luego bajo decidida a tomar un café.
Se escucha movimiento en la cocina y ahí están.
—Buenos días tortolitos.
—Buenos días cariño. ¿Cómo has dormido? —me pregunta María.
—Muy bien. Creo que esa colcha tiene poderes. Um, ¡qué guapo te has puesto esta mañana Andrés!
—Sí hija, sí. Me he disfrazado de abogado profesional. Recuerda que hoy tenemos reunión familiar. ¿Estás nerviosa o preocupada por algo?
—En absoluto. Nunca quise hablar con mi padre referente a testamentos o legados, pero tampoco me preocupa demasiado, la verdad. Lo que él haya hecho, bien hecho está.
—Me alegro. Hay algo más Anabel. Anoche no vi correcto dártela. Tu padre me dejó un legado especial aparte del testamento. Junto a él, dejó esto para ti y me hizo prometer que te la entregaría si le pasaba algo.
Andrés coge un pequeño paquete que está colocado en la esquina de la mesa y mira a María de forma significativa. Ella me sonríe, coloca ante mí una taza de café, y se sienta junto a él, expectante, al igual que yo.
No puedo evitar el temblor de mis manos cuando empieza a quitar el papel de regalo que envuelve lo que en principio parece una pequeña caja. Y así es, una cajita de madera labrada, en color marfil, con una pequeña rosa blanca dibujada en el centro. La caja en sí es preciosa, pero al abrirla, contengo la emoción. Está forrada con una tela azul con pequeñas florecitas blancas y sobre ella, muy bien colocada, hay una llave cosida y un pequeño rollito de papel.
“Mi querida Anabel. Echo de menos aquellas tardes de búsqueda del tesoro que tu madre organizaba cuando eras pequeña. Así que te propongo un último juego. Busca lo que esta llave abre... y encontrarás tu auténtico legado.
Te quiero. Papá”.
No puedo evitar la emoción. Con sumo cuidado tomo la llave y cierro mis manos en torno a ella. Es una llave pequeñita, de unos tres centímetros, de plata. Y sonrío. Oh, sí. Me siento como si volviese a tener diez años. Mi legado…
—Perdonadme un momento.
—Por supuesto cariño —me dice María colocando su cálida mano en mi hombro.
Voy a mi habitación y busco y rebusco entre los bolsillos de mi bolso hasta que encuentro lo que deseo. Un pequeño colgante de plata, con forma de corazón, que me regaló Irene por mi último cumpleaños. Y coloco ahí la llave, poniéndome a continuación el colgante. Siento la frescura de la plata sobre mi pecho. ¿La llave de mi corazón?
Aproximadamente media hora después llegan mi tía Francesca, Roberto, Pascual, y Adela, el ama de llaves. Admito que a ella no la esperaba.
Adela llegó junto a Isabela cuando esta decidió quedarse a vivir en nuestro país. Es una mujer realmente seria, bastante mayor, extremadamente delgada y muy poco habladora. Si bien es cierto que cuando Isabela nos acompañaba, la rigidez de Adela se suavizaba bastante. A todos nos extrañó muchísimo cuando Isabela decidió regresar a Italia, sin previo aviso, y dejándola atrás. Pero por el motivo