Estatuas de sal. Margarita Hans Palmero
acordara de vosotros.
—¡Anabel! —escucho la alegre voz cantarina de Lola, que viene casi corriendo hacia mí. He aquí uno de los misterios de la naturaleza. ¿Cómo puede esta mujer que debe tener ya… no sé, ochocientos años y ochocientos kilos, correr con esa naturalidad? ¡La he echado de menos!
—¡Hola Lola! —sonrío mientras la abrazo, o más bien, me dejo abrazar por ella que prácticamente me engulle.
¡Cuántos recuerdos junto a esta mujer! Es la cocinera, esposa de Julio. Es divertida, entrañable, y está como una cabra, pero la adoro.
—¡Estás muy seca! ¡Te engordaré con mis garbanzos y mis potajes!
—También me alegro de verte Lola. Puedes intentarlo si quieres, pero te advierto que te va a costar.
—¡Bobadas!
Tía Francesca llega justo en ese momento y me da un efusivo beso en la mejilla. Conociéndola, debe estar abrumada después del arrebato que tuvo ayer.
—Bienvenida Anabel.
—Gracias tía —le contesto con amabilidad.
Un hombre, una mujer, y la niña que vi antes corriendo, se acercan a nosotros.
—¡Ah! Te presento. Este es Germán, nuestro jardinero —me explica mi tía.
—Encantada Germán.
El hombre saluda, amable pero distante, con respeto. Debe tener unos cuarenta años. A su lado hay una mujer de más o menos la misma edad y la pequeña que vi antes corriendo. Debe tener unos seis o siete años.
—Estas —dice mi tía señalando a ambas—, son Lucía, esposa de Germán, y Alba, su pequeña.
—Encantada —saluda Lucía. A ella, al contrario que su marido, se le ve sonriente y cercana. Pero la que capta mi atención es la niña. Está escondida tras su madre y se niega a dejarse ver.
—Por favor Alba, sal de ahí detrás. Esta es la señorita Anabel. Saluda por favor —la anima su madre.
—Oh, no te preocupes, es pequeña y no me conoce.
—¡Alba! —su padre le llama la atención e inmediatamente se despega de su madre, sale tímidamente y me saluda. Tiene unos ojos enormes, azules, como los míos, y un churrete de algo que puede ser chocolate en la mejilla se acerca peligrosamente al pelo color avellana que se le ha escapado de la coleta.
—Hola —dice en voz muy bajita.
—Hola Alba. Soy Anabel. Encantada de conocerte. Por aquí no hay muchos niños, ¿verdad? Si te aburres un poco puedes venir a visitarme, me encantaría. Tengo muchos lápices de colores. ¿Te gusta dibujar?
—¿A la casa azul? ¿La del otro lado del patio? ¿La del cartel? ¡Nunca la he visto y parece preciosa! ¿Tiene duendes? —Y noto que sus ojos se iluminan—. ¡Me gustaría verla!
—¡Alba! —la reprende su madre—, ¡no seas maleducada!
—Por favor, no le riñas, la he animado yo. Me encantará tener una amiga por aquí —le digo mirando a la pequeña.
Alba me sonríe. Creo que he ganado la sonrisa más sincera del día. Una sonrisa que hace que sienta algo extraño.
De pronto, aparece Adela, algo rezagada de los demás, como si no quisiera un contacto más cercano con ellos. Siempre distante. Me recuerda un poco a un personaje de cuento, uno que yo leía de pequeña. Heidi, de Johanna Spyri. La niña protagonista se veía, por una serie de circunstancias, viviendo en una gran mansión. Alejada de su querido abuelo, viviendo con otra chica algo mayor que tenía una abuela cariñosa. Isabela representaba para mí esa abuela. Junto a ellos, vivía una institutriz horrible, de mal genio y pocos amigos que se pasaba el día haciéndole la vida imposible a las niñas. Ese es el papel de Adela, el de la implacable señorita Rottenmeier. Solo le falta el moño y el monóculo.
—Hola, Adela.
—Señorita Anabel, bienvenida —contesta mirándome.
—Gracias.
—Si me sigue, la acompañaré hasta… sus habitaciones.
¡Cuánta formalidad! ¡Esta mujer necesita relajarse! Bueno… y un estiramiento facial, un psicólogo, amigos, tal vez algún chute de algo, algunos arreglillos de nada, como una nueva vida, por ejemplo.
Me despido de todos y envío un último guiño a Alba antes de seguir los rectos pasos de Adela. Conforme paso junto al viejo cartel empiezo a sentir nerviosismo. Cuántos recuerdos…. Y ahí está. Fachada blanca, puerta y contraventanas pintadas de azul índigo, con un zócalo turquesa que yo pedí a mi madre que marcase. Pequeña, moderna, coqueta, funcional. Un salón comedor que coexiste con una práctica y alegre cocina, el baño, dos dormitorios, un despacho que ocupaba mi padre, y mi favorita de niña, una hermosa habitación con grandes ventanales, donde la luz entra a raudales, y que mi madre utilizaba para pintar, y que tiene además una gran puerta corredera de cristal que da acceso directo al jardín.
El color blanco predominaba por regla general en las paredes, color típico de los cortijos andaluces, pero en mi casita no. Aquí, el color predominante es el azul junto con blanco. Mi madre siempre decía que el tono azul cielo era relajante para el alma y tranquilizador para los sentidos. Tal vez otra persona hubiese utilizado esta tonalidad en algún dormitorio, pero ella lo utilizó por doquier, con lo que distinguíamos nuestra vivienda del resto, como la casita azul.
Me muero por volver a ver el jardín. Mi madre pidió a mi padre que diseñase caminos de piedra o de gravilla, para poder pasear por él y ver y acceder a todos sus rincones, sin dañar las plantas ni el césped en las zonas en que lo había. Recuerdo que en este mismo jardín, Isabela decidió que iría bien una fuente hermosa, sencilla, de mármol blanco. Imagino que era una bella forma de homenajear a su Italia. Ella nos decía que el sonido del agua le recordaba en cierta medida a la Fontana de Trevi y la hacía sentir más cerca de su país.
Siento que voy a desmayarme de puro nerviosismo. Aprieto con fuerza mi enorme bolso. Nadie lo sabe, pero dentro llevo la urna con las cenizas de mi padre. No quiero que me acompañen a esparcirlas y el mejor sitio para ello es en los rosales del jardín que mi madre tanto amaba, delante de la capilla. Pero esto es algo que quiero hacer a solas. Entre él y yo. Por ello, mentí a todos diciendo que las había esparcido la noche anterior.
Adela parece percatarse de la importancia del momento y me entrega la llave, como si al ser yo quien abra la puerta, ella pudiese eximirse de cualquier sensación que yo pueda tener.
Mis fantasías de niña caen de golpe y, me queda mi realidad de mujer. Es como si la autenticidad de lo que veo me golpease con crueldad, recordándome el tiempo pasado y, el porqué de mi marcha. Es como si alguien hubiese personificado todas mis dudas y me las hubiese colocado delante. Tengo la sensación de que si abro esta puerta ya no podré retroceder.
Capítulo 6
Todo está cubierto por sábanas blancas. El polvo acumulado a pesar de la protección de las telas puede percibirse en el ambiente, y lo que es peor, incluso se puede inhalar. De nuevo me siento defraudada. Esperaba otro recibimiento, no ya como propietaria, sino más bien como familia. Soy consciente de que todo ha sido muy precipitado, pero aun así, noto cierta congoja y decepción.
—Solo hemos adecentado un poco el dormitorio y el baño. No quisimos invadir su intimidad, teniendo en cuenta que nadie ha entrado desde que su madre murió —el tono de su voz es algo menos chillón que otras veces, como si se disculpase en cierta forma.
—No se preocupe Adela. Lo entiendo.
—De todas formas —me comenta ahora tía Francesca— dormirás con nosotros en la casa grande, hasta que esta esté totalmente a tu gusto.
—No, gracias tía. —Voy caminando e intentando recordar—. No me asusta el polvo.
Con sumo cuidado, deposito el bolso sobre la tela