Estatuas de sal. Margarita Hans Palmero

Estatuas de sal - Margarita Hans Palmero


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      —Nunca he dejado de vivir en tu corazón, lo sé, lo siento. Estoy más cerca de lo que piensas mi niña. Pero mírate, has crecido.

      —Ya soy una mujer, mamá. Una mujer sola.

      —No estás sola, pequeña —me corrige mi padre. Ahora es su cara la que veo. Está en paz. Sonríe. Adoro su sonrisa, voy a echar de menos sentirla, pero no la olvidaré.

      —Te queremos mi vida —dice mi madre a la vez y ahora también la veo a ella. Su sedoso pelo largo, la calidez de sus ojos verdes…

      —Anabel, escúchame, tenemos poco tiempo. Debes ser cauta. Estás en peligro… debes estar atenta a las señales… —me susurra mi madre al mismo tiempo que ambos comienzan a desvanecerse del todo.

      ¿En peligro? ¿Señales? Es entonces cuando me doy cuenta de que huelo algo extraño, fuerte, ya no huele a jazmín. Ya no veo a mis padres.

      —¿Mamá?

      —Despierta Anabel. ¿Estás bien? —me pregunta una voz de hombre, vibrante y preocupada.

      —¿Bicho repulsivo? —pregunto en un estado de semiinconsciencia y me parece oír risitas al fondo.

      —Espero que no. Mi madre dice que no estoy tan mal. Claro que tú me estás haciendo dudar. ¿Cómo estás?

      Abro los ojos del todo y veo sobre mí varios puntos algo borrosos que van adquiriendo nitidez y, con ello, se van transformando en lo que resultan ser cabezas. Están inclinados sobre mí. Me siento avergonzada por haber llamado “bicho” a Alejandro, pero a la vez, me siento bien, relajada, tranquila, como si acabase de despertar de un sueño reparador, incluso diría que estoy en paz conmigo misma, hasta que recuerdo las últimas palabras de advertencia…

      Al percatarme de la expectación que he levantado, me siento cohibida, no estoy segura de qué ha pasado y busco refugio, encontrándolo en unos ojos grises y profundos. Es en este momento cuando me doy cuenta de que estoy tendida en el suelo y alguien muy amable me ha colocado una chaqueta bajo la cabeza. Alejandro, el dueño de esos ojos, me sostiene el cuello y me sigue mirando con franca preocupación, mientras no puedo dejar de pensar en el numerito que acabo de montar.

      —¿Anabel?

      —Estoy bien… creo… lo siento.

      —¿Cuándo comiste la última vez? —me pregunta Alejandro preocupado.

      —No me acuerdo… —respondo sincera.

      —No te levantes aún. Te has desmayado. Te voy a ayudar a levantarte y lo haremos poco a poco ¿de acuerdo?

      —Pareces un médico —articulo a decir con una voz que no reconozco.

      —No creas, me costó mis años de esfuerzo —añade él burlón.

      ¡Es verdad! Olvidé que, en efecto, lo es.

      Bajo la atenta mirada de todos, Alejandro me ayuda a levantarme. Me toma las manos y me levanta. Por un instante pierdo el equilibrio y él me sostiene. Huelo su perfume… y una sensación nueva me recorre la espina dorsal y el estómago. Pero es una sensación agradable.

      Pascual se aproxima para ayudar y, de nuevo, recuerdo las palabras de mi madre. Siento un escalofrío intenso que se va cuando le miro a los ojos. Son tan parecidos a los de ella… Pascual ha heredado el mismo color de ojos de tío José. Y ambos hermanos tenían idéntico color de ojos, cosa que no es usual. La misma intensidad de mirada y el mismo verdor sólido.

      —Anabel, debes comer algo ——me dice Alejandro.

      —No. No pienso moverme de aquí.

      —Hazles caso Anabel, o volverás a desmayarte. Solo será un momento —me suplica Andrés.

      En el fondo sé que llevan razón, pero también tienen que comprender que acabo de llegar y lo último que deseo es separarme de mi padre. Sin embargo, veo una determinación férrea en sus miradas. Me temo que no me van a dejar otra opción. ¡Mierda! Los miro con cierto enfado, como retándoles con la mirada.

      —Tienes que tomar algo —me dice Pascual conciliador.

      —No tiene porqué. Puedes seguir siendo una víctima. Si lo prefieres, puedes volver a caer redonda al suelo. Lo mismo tienes suerte, te golpeas tu dura cabeza con algo y tenemos que ingresarte en un hospital —me murmura al oído El Bicho de forma abominable.

      —¿Nadie te ha dicho que eres un pelín borde?

      —Para serte franco, hasta ahora, no. Entiendo que no te encuentras con ánimo, pero te queda todavía un largo día por delante. ¿Quieres volver a desmayarte? —responde tajante.

      En el fondo, sé que tienen razón. Me estoy comportando como una niña. Mi padre no querría esto y lo sé. De reojo, veo como tanto Pascual como Alejandro se miran y asienten. Ahora resulta que tengo dos ángeles guardianes.

      Media hora después, estoy de regreso, más tranquila y con algo más de fuerzas. Saludando a gente que ni siquiera recuerdo, y a otros, que sí esperaba. Echando de menos a mi amiga Irene y su fuerza, y a Isabela, la abuela de Pascual, que fue como mi propia abuela y que tantos momentos cálidos me aportó. Lástima que regresara a Italia, su país natal.

      De esta forma va pasando el día, hasta que llega el momento que tanto temo. Tras un breve responso, nos dirigimos al cementerio de San Fernando. Sin embargo, los restos de mi padre no son enterrados. Son incinerados, pues él así lo quería. Después, esparciré sus cenizas en la gran casa, aquella que en su día unió a mis padres. Allí hay una capilla, pequeña, pero acogedora. Espero que la casa no haya cambiado mucho desde que me marché. Espero que el hermoso jardín que recuerdo siga igual. Estaba repleto de rosales de bellos colores, pero sobre todo, y por encima de todo, rosales blancos.

      Mi madre adoraba las rosas blancas.

      Capítulo 4

      Vine a dormir con Andrés y María. Mi intención era marcharme al piso de mi padre, pero ellos insistieron en que no era buena idea. También la familia me propuso que los acompañase a la gran casa, como yo la llamo a veces, pero no me apetecía visitarla, después de tanto tiempo, precisamente anoche. Amparada en la oscuridad y… reviviendo recuerdos. Así que como de todas formas, Andrés nos había citado hoy a todos para explicarnos y leernos el testamento, decidí quedarme aquí. Estaba agotada y tenía muchas ganas de ver a María.

      Ella, como siempre, me acogió con todo el cariño del mundo. No se encuentra bien de salud últimamente, y yo sabía que estaba muy disgustada por no haber podido acompañarme en el tanatorio, ni asistir al breve pero hermoso responso que se ofreció al atardecer.

      Es una mujer muy cariñosa, que debe tener los sesenta años cumplidos. Ahora lleva el pelo muy corto y hay más arrugas desde que no la veo, pero muchas son de reírse, porque lo hace la mayor parte del tiempo. Me abrazó con un inmenso cariño, e hizo que me sintiese bien. Sin ganas de inspeccionar, no pude evitar observar a mí alrededor. ¡Cuántos buenos recuerdos!

      María, que también es muy observadora, me hizo pasar a la cocina cuando se percató de que me quedé embelesada mirando una fotografía de Andrés y mi padre en un día de campo. En esa imagen, ambos sonríen y bromean respecto a las manchas que cada cual luce en su improvisado delantal. ¡Qué buenos tiempos!

      Sonreí al pasar a la cocina, con sus cortinitas de cuadros verdes y blancos. Como siempre, está impoluta. Se podría comer en el suelo si fuese menester y, evidentemente, no me pasó inadvertido el olor a magdalenas recién horneadas. Estoy segura de que las preparó desde que su marido la llamó. Me senté en mi sitio de siempre, en el rinconcito de la cocina. Desde ahí lo puedo ver todo. Hay una mesa rectangular en un lado de la cocina, y en lugar de sillas, tiene dos bancos de madera, uno a cada lado de la misma, forrados con una almohadilla cubierta de tela de cuadros de Vichy, verdes y blancos, idénticos a las cortinas.

      Aún recuerdo cuando anoche llegó a mí el olor del chocolate que siempre me hacía María. Ummm. Desde el breve


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