Estatuas de sal. Margarita Hans Palmero
y del pelo. Poco más —le contesto con amabilidad.
—Qué va jovencita. ¡Son como dos gotas de agua! ¿Qué la trae a estas tierras? Tiene acento de por aquí.
—Sí. Soy de Sevilla. Es solo que he estado fuera.
—¡Ah joven! Se la ve triste, ¡pero regresa a casa! ¡Debería estar muy feliz!
No siento deseo alguno de explicar a este señor lo que me pasa. Ni el motivo de mi regreso. O volveré a llorar de nuevo.
—Sí. Es que voy estudiando, por eso llevo los auriculares…
—¡Ya decía yo! ¡Pues no la molesto más, siga, siga! Yo me bajo en la siguiente, en Córdoba. Un placer señorita.
—Igualmente.
Vuelvo a colocarme los auriculares. Mi amiga Irene me ha acostumbrado a escuchar las noticias a diario. No estoy yo hoy para escuchar muchas penalidades, pero lo cierto, es que la costumbre es una fuerte ley.
Como una invocación, vuelven a hablar de la muchacha desaparecida. Aún no hay novedades. Alguien dio una pista que ha resultado ser falsa, y de nuevo, hablan durante días de ella, para después, relegarla al olvido dormido. Todo el país está en vilo con el denominado “Caso de los ojos de sirena”. Y ella no es la única. Son ya varias las chicas que parecen haber volado de la faz de la tierra, todas hasta ahora de distintos lugares del país, sin más conexión que su gran parecido físico. Jóvenes de piel blanca, negros cabellos y sobre todo… el color de sus ojos. Verde, o azul. Colores del océano y de los hijos del mar, el color de las sirenas que atraían a los navegantes en las leyendas. Quizás hayan sido engullidas por ese mismo mar, que ahora, en lugar de hijos, se lleva hijas…
El reflejo de la ventanilla me devuelve esa misma imagen de piel pálida recortada por negros bucles a través de mis ojos azules. De reojo observo como el anciano de mi lado se levanta y se prepara para salir. El tren ya está en Córdoba. Se despide de mí lanzándome un beso al aire y yo le sonrío. Me quito los auriculares para decirle adiós, y apoyo la cabeza.
No quiero vivir esta pesadilla, pero cerrarme al mundo no va a borrar lo ocurrido. Haciendo un gran esfuerzo de voluntad, me fijo en el exterior. No es igual “ver”, que “mirar”. Y ahora… veo. Esos abrazos en el andén, esos reencuentros. El pequeño que antes lloraba ahora sonríe apoyando la cabeza sobre el regazo de su madre, mientras ella le susurra algo del ratoncito Pérez. Y yo trago saliva. A mí no me espera nadie…
Unos minutos después continuamos la travesía. Ya falta muy poco, unos quince minutos. El paisaje es hermoso, conocido, familiar. Estoy llegando a casa. A Andalucía. A su calor, alegría, a mis raíces, a bellos recuerdos de antaño.
Madrid me ha acogido estos dos años y me he sentido muy bien allí. He estado realizando un trabajo que me ha llenado, soy de esas personas afortunadas que disfrutan con su trabajo y, además, he tenido la dicha de contar con una compañera de piso que ha resultado ser como una hermana. Mi querida Irene. Pero aun así, echaba de menos Sevilla. Mucho tiempo fuera, demasiado sin ver a mi padre. Aunque hablaba con él a diario, no podía tocarle, acariciarle, besarle.
—Anabel querida, como no vengas pronto, aunque sea un fin de semana, ¡tendré que ir a por ti! En serio, te echo mucho de menos hija.
—Venga papá, sabes que estoy deseando ir, pero tengo mucho trabajo. Casi he terminado de restaurar el cuadro del que te hablé. ¡Iré por Navidad! —le confirmé entusiasmada.
—¡Navidad! ¡No puedo esperar tanto! Envejezco a chorros.
—Ya será para menos papá. ¿Tomas la medicación?
—Pues claro, nena. De lo contrario ya estaría criando malvas.
—¿Tienes que ser tan… expresivo?
—¡Vamos pequeña! ¡Este cuerpo está lleno de achaques!
—¿Y qué? —dije extrañada—. Podrías ganar un pulso si quisieras a cualquier joven.
—Te echo de menos mi niña —me dijo bajando el tono de voz.
—Yo a ti también, papá. —Suspiré, y se hizo un silencio en la línea telefónica—. Pero sabes que esto es muy importante para mí. Si consigo hacer bien este trabajo me destinarán a la sucursal de Sevilla. ¡Estaremos juntos otra vez! —Intenté transmitirle mi ilusión.
—Lo sé hija. Lo sé —enfatizó—. No te preocupes. Solo faltan unas semanas para Navidad.
Casi podía palpar su desilusión. ¡Me sentí fatal! ¡Quería contarle la verdad! Pero me contuve, la sorpresa merecía la pena. Me habían ofrecido mi deseado traslado a Sevilla. ¡Me moría de ganas por contárselo! Pero no por teléfono.
—¿Qué sabes del primo Pascual y los demás? ¿Están bien? —le pregunté para intentar que por fin cambiase de tema.
—Sí. Insisten en que me mude con ellos, para que no esté solo. Pero no me apetece nada. Andrés y María me hacen compañía de forma continua. A veces, tengo que exigir que me dejen intimidad. ¡Vaya par de carcamales! —Por su tono de voz, estaba claro que sonreía.
—Bueno papá. Esa casa tiene muchos recuerdos para ti. Al menos no está cerrada, aunque a mí me encantaría que cuando yo vuelva nos vayamos los dos juntos a ella. Tal vez sea hora de comenzar de nuevo. ¿Qué te parece?
Notaba el silencio al otro lado del teléfono y decidí no insistir.
—Te quiero papá. Lo sabes, ¿verdad?
—Claro hija. Yo también te quiero. Sueño con el momento de tu regreso, y te advierto que quiero ver que te dedicas a lo que de verdad te gusta ¡pintar tus propios cuadros! No puedo prometerte regresar a la casa, me provoca mucho dolor estar allí sin ella. Lo siento, hija. Pero sí me gustaría que tú lo vieses como un plan de futuro. Puedes hacer algo bueno allí. Piénsalo.
—Lo haré papá. Lo haré. Mañana hablamos de nuevo. Te quiero.
—Hasta mañana Anabel. Yo también te quiero pequeña.
Sin embargo, al día siguiente no contestó al teléfono. Recuerdo con pesar cómo llamé a casa de mis tíos y estos no tenían noticias de él. Preocupada, me puse en contacto con Andrés, amigo y abogado de mi padre desde hacía años y tampoco me contestaba. Se apoderó de mí una angustia enorme. Media hora después, Andrés me llamaba. Mi padre había sufrido un infarto. No se había enterado de nada, según los médicos que le atendieron.
Mi corazón explotó en mi pecho, como el suyo. Pero el mío tiene el mal gusto de seguir latiendo. Si hubiese podido estar con él, al menos no habría muerto solo.
Vuelvo a cerrar los ojos. Me siento desolada y por segunda vez en mi vida, realmente asustada.
Capítulo 2
Cuando el tren detiene su paso, todos se levantan ansiosos, acelerados, mientras yo parezco moverme como una especie de robot oxidado. Bajo del tren cogiendo mi única maleta, que pesa como si dentro llevase toda mi vida, y empiezo a caminar sintiendo que no soy yo, que todo esto no está ocurriendo de verdad. Dos figuras me saludan desde el andén. Mi primo Pascual es uno de ellos, que agita su mano hasta que se da cuenta que lo he visto. A su lado, Andrés, el amigo de mi padre, que parece haber bajado dos tallas de estatura de repente.
De forma lenta, como si no pudiese con el peso de mi cuerpo, mi maleta y yo, comenzamos el ascenso por las escaleras mecánicas que nos llevan a la plataforma superior, donde ambos me esperan. Al tenerles ante mí no puedo evitar volver a llorar.
Varias personas se detienen a contemplar la escena. Andrés parece muy cansado. Desde que tengo memoria siempre ha sido amigo de mi padre, además de su abogado. Un amigo verdadero que lo ha acompañado en lo bueno y en lo malo. Gracias a él, mi padre comprendió que tenía que continuar cuando mi madre se marchó. Él es para mí como un tío y, emocionada, lo abrazo y me dejo abrazar. Busco algo de consuelo en esta muestra de apoyo sincero.
—Anabel,