Estatuas de sal. Margarita Hans Palmero
que, en su mitad superior, es más bien una cancela, una reja enorme. El edificio principal es de piedra y ladrillo en sus partes más antiguas, y de cemento encalado en su zona más nueva, ya reformada. Una extraña combinación que sin embargo se ve preciosa.
—¿Muchos recuerdos? —me pregunta Pascual.
—Muchos.
Dos mil metros cuadrados de superficie. Tan solo, la Gran Casa, se asienta sobre un solar de unos mil doscientos metros, entre los cuales se distribuyen las distintas estancias y patios.
Nada más atravesar la inmensa puerta de hierro, veo pasar a una pequeña corriendo a toda prisa por el gran patio de blancas paredes cubiertas de hiedra y buganvilla y abultado suelo de piedra.
—¿Quién es?
—Ah, la pequeña Alba. Es una niña muy peculiar —me contesta él.
La pequeña ha desaparecido tras uno de los bancos de hierro desnudos que hay en el siguiente patio, y que mi madre gustaba de vestir en verano con cojines de alegres colores. Justo al lado hay un gran portalón que da acceso a otro patio enorme, donde se encontraban los aperos de labranza en la antigüedad. Hoy en día siguen guardándose los actuales, mucho más modernos y mecanizados. Al fondo de este mismo patio, hay una enorme cocina, que a su vez, hacía las veces de comedor, y tras ella, adosadas en un lateral de la misma, las distintas dependencias del personal del servicio. Esta parte era la principal de uso en la época en la que fue un cortijo agrícola y ganadero, si bien hoy en día, las cuadras, las porquerizas y los gallineros, permanecen vacíos.
Un segundo patio se abre frente al de entrada. Yo le llamaba de pequeña “el patio de las columnas” porque tiene una hermosa galería a su alrededor con arcos de ladrillos rojos y zócalo de azulejos sevillanos, un pozo con brocal de ladrillo y resto de hierro forjado, que al menos cuando yo era pequeña, siempre estaba limpio y preparado para ser usado, ocupa el centro. Cuando yo era niña, alrededor del mismo, había infinidad de plantas verdes, palmeras, aspidistras, helechos. La galería bajo los arcos y tras las columnas, siempre estaba adornada con los colores de las distintas plantas que en cada época, mi madre plantaba junto a Isabela, otra enamorada de la jardinería. Geranios, claveles y gitanillas de colores eran los reyes, pero también buganvillas, margaritas y pensamientos lo decoraban.
En este patio de columnas se abría por fin el acceso a la vivienda primitiva. Una casa palaciega del s. XIX, que en sí, es magnífica. Pero lo que yo me muero por visitar es la torre. En el ala derecha de la planta alta, se edificó hacía mucho tiempo un castillete, que hoy en día alberga en su interior una biblioteca. Esa es la que yo de pequeña bauticé como “La Torre”. ¿Estará ahí escondido lo que abre mi llave?
Cuando era niña, me gustaba subir a ella para leer mis cuentos. Su decoración, al menos entonces, imitaba en cierta forma a la de la época medieval. Me gustaba sentarme en el gran diván cercano a la ventana y leer allí con la luz natural entrando a raudales y el jardín de fondo. Me sentía como una princesa en su castillo encantado.
—Algunas cosas no están igual prima.
—Lo imagino.
—Tu madre era el espíritu de este lugar. Siempre lo he dicho.
Él no dice nada más, y yo decido callar. Mientras, desde aquí siento añoranza, y veo como en una de las paredes del patio hay un cartel de madera blanca, en forma de flecha indicadora, ya desgastado por los años y el sol. Sobre él, se puede leer aún, con letras infantiles… “Casita azul”. Nuestro hogar. Mi hogar… Esa nueva edificación que habían preparado mis padres al casarse, y que lindaba con el terreno que ellos transformaron en un jardín, junto a la pequeña capilla que ya estaba en el lugar.
En definitiva, desde el exterior la casa es majestuosa, pero en su interior, lo es aún más. Su valor es incalculable, y ahora todo es mío, y eso, me preocupa bastante. Yo soñaba con un hogar acogedor y más bien pequeño, no con una casa gigantesca que probablemente estará llena de sorpresas, secretos y sobre todo, arreglos que realizar con el paso de los años.
—Se te ve pensativa —me comenta Pascual.
Al fin, él aparca el coche en el lugar donde algún siglo atrás se aparcaban los caballos. Qué ironía.
—Hace mucho que no venía por aquí, y fíjate —le digo señalándole los vellos erizados de mi brazo.
—Cualquiera estaría feliz de tener una vivienda así.
—Lo sé. Pero yo aspiro a algo más sencillo. No tengo idea de cuánto puede costar mantener esta casa inmensa.
—Bueno, hay varias personas trabajando en su mantenimiento. También es cierto que una buena parte se mantiene sola. Es decir, los naranjos dan dinero, y luego, están las acciones de tu padre. Los arreglos que vayan surgiendo serán costeados entre todos. Creo que es lo justo teniendo en cuenta las circunstancias. O entre casi todos, ya sabes, siempre hay un más o menos en el aire —me aclara enigmático.
—¿Qué quieres decir con más o menos?
—No recuerdo cuándo fue la última vez que Roberto consiguió trabajar en un rodaje. Sin embargo, mi madre ha tenido bastante éxito últimamente con sus guiones.
—No te cae bien Roberto.
—Desde luego, no es mi héroe. Hay facetas de él que no me agradan demasiado. Si te confieso que mantengo buena relación con Robert a pesar de que es bastante callado… como yo, al fin y al cabo.
—No estoy segura de querer estar aquí.
—Me lo imagino. Pero algo me dice que conseguirás pasar días enteros sin tropezarte con ninguno de nosotros, inmersa en tu mundo, en la torre o en tu casita azul —me dice guiñándome un ojo y señalando el viejo letrero.
—No me malinterpretes Pascual. Estoy acostumbrada a vivir sola con mi padre. Tanta gente a mi alrededor puede ser algo… abrumador. Contigo es distinto, pero Roberto… sabes que no le conozco de casi nada.
Él me mira, sonríe y asiente. Cuando mi tío José murió, su mujer quedó destrozada. Pero murió joven, y la dejó a ella también joven y sola. Ella necesitaba trabajar y comenzó a adaptar guiones. De esta forma conoció a Roberto, al que en ocasiones se puede ver con esta o aquella actriz en distintas revistas. Él dice que la publicidad es vital para un actor, que solo es marketing. Jamás se le pasaría por la cabeza engañar a tía Francesca. Sobre todo porque tenía esperanzas de que ella heredase esta casa, y ahora… ¡vaya chasco! En cuanto a Robert, está en silencio perpetuo, como si cumpliese una extraña penitencia. Estudia arte dramático. Me mira de forma continua y me pone nerviosa, pero no dice ni pío. Lo mismo no tiene lengua, vete tú a saber. Creo que se le daría mejor la zoología, o al menos, más concretamente, el mundo de los búhos. Sí, creo que de ahora en adelante pensaré en él como El Búho.
—Estoy dispuesta a intentarlo —susurro más para mí que para él.
Pascual coge mi mano y la besa con cariño.
—Te lo agradezco Anabel. Personalmente, igual cambio de domicilio antes de lo que crees, si todo me sale bien… aunque me encantaría quedarme aquí con una compañía que merezca la pena… —me dice mirándome de forma significativa.
—¿Marcharte?
—Ya hablaremos de ello. Ahora, me temo que quieren saludarte. Supongo que al principio tal vez la situación te desborde, pero eres la persona con más paciencia que conozco… Debes concederte a ti misma un poco de margen.
Me bajo del coche y ya tengo a Julio, el conductor, a mi lado. Debe estar próximo a jubilarse. Su expresión es amable. Lleva puesto un mono de trabajo azul y, compruebo, que intenta quitarse unas manchas de grasa de las manos. Doy por hecho que está trabajando en un coche que hay aparcado cerca del de Pascual, con el capó abierto. Finalmente, no se atreve a darme la mano y me hace un gracioso gesto con la cara.
—Señorita Anabel… aún no he podido darle las gracias de parte mía y de Lola.
—Por favor Julio.