Estatuas de sal. Margarita Hans Palmero
como si una brisa soplase. Su cara mira hacia abajo. Es como si sonriese a alguien junto a ella, pero no hay nadie más. Su rostro tiene una expresión carismática, atrayente. Y bajo el vuelo de su vestido, una estela de rosas se alinean como sujetándola con gracia.
Me quedo absorta observando sus inmensas alas. Parecen querer cortar el viento, como un símbolo de poder, y a la vez sin embargo transmite una gran serenidad. Siento como si su rostro hubiese atrapado en cierta forma al mío y no existiese nada más en el mundo que ella y yo. Esas inmensas alas que podrían ser una especie de amenaza para algunos, para mí son como un remanso de paz que me incita a acercarme más y más a ellas. Uf, no puedo evitar un suspiro y pensar a la vez que Irene tiene razón. Quizás lea demasiado poesía… pero es que esta escultura es… “mágica”.
El crujido de las hojas me hace girarme de pronto. De nuevo esa sensación trepidante de que alguien me observa. Señor, hace frío de pronto.
—¿Hay alguien ahí?
Escucho trinos y observo que, unos metros a la derecha de la fuente, hay un porche en construcción. Imita la forma de túnel abierto de la galería de la entrada, y todo su interior está lleno de rosales, colocados con sumo cuidado. Unas vigas de madera cubiertas por hojas de parra forman el improvisado techo, y en el centro, un banco.
Una especie de atracción magnética me lleva a sentarme en ese banco y veo que desde aquí se puede tener una visión inmejorable de la fuente y el bello rostro del ángel. A lo largo de la galería hay varios bebederos para pájaros, de ahí los trinos. Debo felicitar a Germán por esto, es exquisito.
Unas risas claras llegan a mí, aunque no veo a nadie.
—¿Hay alguien ahí? —vuelvo a preguntar.
Las risas callan de repente. El frío aumenta y echo de menos haber cogido alguna prenda de más abrigo. En cuestión de segundos, siento mis dientes castañear y abrigo mi cuerpo lo mejor que puedo. Hora de volver a casa.
Ahora es el sonido de un llanto el que captan mis oídos. Me estoy poniendo muy nerviosa. Me levanto del banco para regresar a casa y es entonces cuando veo a una muchacha que me observa.
—¡Hola!
Ella no me contesta.
—Me llamo Anabel. ¿Te encuentras bien?
Me mira sorprendida. En su rostro hay huellas de llanto. Es a ella a quién escuché antes. Pero no me habla, no me dice nada, solo me mira.
—Acabo de llegar. No nos conocemos, imagino que trabajas en la casa —le digo sonriente. Intento tranquilizarla como sea, porque la veo cada vez más nerviosa.
Ella sale de detrás del seto. Se la ve tremendamente pálida. Es hipnótico el contraste entre su pelo negro azulado y enmarañado, con la blancura casi etérea de su piel. Lleva unos vaqueros manchados, parece que de barro y unas manchas blancas en una blusa roja.
—¿Puedo ayudarte?
No me habla, pero me dice que no, lentamente, en un movimiento casi imperceptible. Y después… me hace una señal para que me acerque. ¿Cómo puede ir con una blusa tan fina y no tener frío? Aquí hace un frío que pela. Claro que sus labios están tan pálidos…
—¿No puedes hablar?
Ella me ignora y sigue andando, tan solo unos metros. Y de pronto, sale corriendo. Y yo corro tras ella, pero es inútil.
—¡No puedo seguirte! ¿Dónde estás?
No me contesta, no aparece. Y yo, ni siquiera sé cómo, me veo ante una serie de esculturas alineadas ante mí. Todas se parecen en mayor o menor medida a la figura de la fuente. Pero estas son más pequeñas. Están realizadas con un material blanco, tal vez yeso, muy bien tratado, dan la impresión incluso de ser de mármol. Hay once figuras en total, jóvenes en distintas posturas en una especie de danza. Todas ataviadas de forma similar al ángel de la fuente, pero en este caso, exentas de alas.
Da la sensación de que quieren cogerse de la mano. Sus movimientos, sus caras… no me gustan. Me hacen sentir una sensación como de angustia, no sonríen como el ángel de la entrada, y por alguna extraña razón me hacen sentir en un mausoleo.
La escultura del ángel transmite serenidad, amor, paz… pero estas esculturas, revelan una especie de agonía sin fin. Como si no pudiesen dejar de bailar, como si alguien las obligase a mantener ese ritmo frenético. Me resulta inquietante, y a la vez me atrae. Una parte de mí siente ganas de unirse a ellas en el baile…
No me lo puedo creer… No me lo puedo creer. Me llevo la mano al estómago y respiro con dificultad. Una de las esculturas es terroríficamente parecida a la joven que he visto antes. Pero eso no es posible, salvo que sea modelo. Eso es, es muy guapa, seguro que es modelo. Aun así, levanto mi mano y voy a tocarla, pero el frío se intensifica y algo me hace querer salir de ahí de inmediato.
Retrocedo por donde mismo llegué, nerviosa, con prisas. Y sin mirar atrás. Todo el tiempo una sensación de llevar a alguien tras de mí, esa sensación de que en cualquier instante alguien te va a agarrar por la blusa o el pelo. Acelero, tomo la urna que antes dejé en el suelo y me apresuro a casa. ¿Dónde se habrá metido la chica? Siento humedad bajo mi nariz al mismo tiempo que el frío empieza a remitir. Cuando voy a entrar en casa por la puerta que la conecta con el jardín, me veo reflejada. La humedad es sangre. Estoy sangrando por la nariz, y mi corazón, sin motivo, late loco y acelerado.
Capítulo 7
La ducha ha sido una auténtica bendición, tanto para mi cuerpo como para mi alma. Me siento como si realmente hubiese arrastrado con ella las malas vibraciones que sentí al llegar. No puedo dejar de pensar en la muchacha del jardín.
Abro mi maleta y tomo el primer vestido que veo. Es un vestido azul marino recto, no demasiado formal, pero sí elegante. Es mi primera noche aquí, y en el fondo, quiero causar buena impresión. Mientras me pongo el vestido recuerdo a Irene. Cada vez que podía, me lo cogía del armario. En otras circunstancias se lo habría regalado, pero es un regalo de mi padre. Me recojo el pelo haciéndome un moño, y unas gotitas de mi perfume de jazmín me completan. Quizás esté algo pálida, pero supongo que es normal.
Al cruzar el patio de las columnas, no puedo evitar quedarme embelesada admirándolo. Sigue resultando tan impresionante como cuando era pequeña. Lo recordaba justo como está, impoluto. Tiene una iluminación preciosa y, a pesar de que no dispone de la variedad de plantas de antaño, se ve magnífico.
Un suave aroma me envuelve y observo maravillada la “dama de noche” que se ha adueñado de forma lenta, pero segura, de una de las esquinas del patio. Señor… me llevo la mano al pecho mirándola absorta. De niña inhalaba su perfume una y otra vez, hasta que en una ocasión, una pequeña arañita blanca me picó en la nariz y se me puso como la de un payaso. Cuántos recuerdos…
Los ladrillos del brocal del pozo central parecen llamarme y paso la yema de mis dedos por su borde. Isabela gustaba de sentarse aquí a leerme cuentos. Ella y sus historias medievales.
Pero eso fue hace mucho. De pronto, me siento como una intrusa. Como si ya no perteneciera a este lugar, como si estuviese de visita. Respiro hondo, cuento hasta diez, y con timidez, me acerco al portalón de entrada a la casa principal, donde vive el resto de la familia. Voy a tocar el timbre que hay situado en su lateral, cuando de pronto aparece de la nada El Búho.
—Buenas noches, Anabel. —¡Señor, qué alivio! ¡Y yo que pensé que este hombre era mudo!
—Buenas noches, Robert.
—Pasa, te estamos esperando.
Voy tras él, meditando un poco de forma tonta en lo bonito que es su nombre completo, Roberto. Pero, al parecer, él prefiere Robert, porque es más “artístico”. Así que aquí estoy, siguiendo a este hombre, y pensando para mis adentros que el apodo de “Bobby, El Búho” le iría como anillo al dedo.
El inmenso recibidor de la casa parece dormido, la luz es tan tenue, que apenas pueden apreciarse las pinturas que mi