Estatuas de sal. Margarita Hans Palmero

Estatuas de sal - Margarita Hans Palmero


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      El agua templada de la ducha me devuelve la energía. Mis vaqueros favoritos y una camiseta roja con un gran corazón verde en el pecho, me recuerdan que es hora de dejar de parecer un fantasma pálido. Como voy a desayunar con Lola, decido poner algo de brillo en mis labios y sombra en los párpados. Pocos se darán cuenta de la noche tan inquietante que he tenido.

      —¡Por todas las abrazaderas del mundo! ¿Eres tú Anabel?

      —¡Hola Luis!

      ¡Qué alegría! Aún no había visto a Luis y corro a él como si fuese una niña pequeña. Me da un abrazo enorme y ríe a carcajadas levantándome del suelo y levantando la curiosa mirada de un hombre que está a su lado y que no conozco.

      —¿Cómo estás pequeña? ¡Aunque ya no se te puede decir pequeña! ¡Eres toda una mujer, y una muy guapa, por cierto!

      —Oh, Luis. Tú, como siempre.

      —Cariño, no puedo perder mi fama de conquistador indomable. Vuelvo locas a todas las mujeres, y en tu caso, ya lo eres. Así que sígueme la corriente y dale otro achuchón a tío Luis.

      Le sonrío como una boba, recordando tantos momentos y observando divertida las arrugas que se han formado en torno a sus ojos marrones. Tiene la piel curtida, y el pelo algo gris, pero no debe tener más de cincuenta y tres o cincuenta y cuatro años. Es un hombre muy risueño y capaz, que lleva trabajando en la casa toda la vida. Comenzó conduciendo un tractor y llegó a ser el capataz por así decirlo, el encargado. Que yo sepa, nunca se casó. Siempre decía que las mujeres eran el amor de su vida, pero en general. Que solo una casi consigue colocarle una alianza. Pero al parecer, algo falló también en esa relación.

      —Siento mucho lo ocurrido Anabel. Tu padre siempre fue un gran hombre y le debemos todo por aquí. Fue generoso no vendiendo la finca y permitiendo a la familia de tu madre quedarse. Y ha sido generoso con lo de las participaciones. Pero deja que te presente a Pedro. Ya lleva un tiempo con nosotros, se podría decir que es mi mano derecha.

      A su lado, un hombre joven, de unos treinta años, vestido con un mono de trabajo azul, me observa con una fijeza que me pone los vellos de punta. Lleva el pelo algo largo y muy despeinado. Es algo grueso y lleva barba de un par de días.

      —Encantada Pedro —le saludo de forma educada.

      —Igualmente —me contesta él algo rudo.

      Al adelantarme para dar la mano a Pedro, mi pelo aún húmedo se me va a la cara. Como lo llevo suelto, es difícil de domar con tantos rizos. Al echármelo para atrás, se enreda con la cadena donde llevo colgada mi pequeña llave. Me la coloco y Luis se queda mirándola.

      —Bonito collar.

      —Sí. Me lo regaló mi padre. Tú sabes, la llave de su corazón —le digo con disimulo.

      Pedro me mira con recelo, mientras Luis se ríe y vuelve a darme dos besos.

      —Me alegra tenerte por aquí, pequeña. Cuidado con Lola. Te está esperando para desayunar. Ha repetido al menos siete veces en cuatro minutos que estás muy delgada —me dice guiñándome un ojo.

      —Hasta luego Luis. Adiós Pedro.

      Y ahí está mi Lola, en el centro mismo de sus dominios. En esta gran cocina, cuna de los mejores platos que alguien puede imaginar, y fruto de la mezcla perfecta entre una cocinera de esas que “lo llevan en la sangre” y el transcurso del tiempo. Entre cacharros y ollas, girando su cuerpo hacia mí, con su enorme y sincera sonrisa. Creo que nunca he visto a Lola de mal humor. A veces vocifera mucho a Julio, su marido, pero ella dice que es para “refrescar el cariño”.

      —¡Buenos días, jovencita! ¿Has descansado?

      —Sí Lola. He dormido bien. Por cierto, felicidades por la cena de anoche, como siempre, te has superado.

      —¡Por fin alguien que sabe apreciar mi buena cocina!

      —Sí, sí. Pero que sepas que lo de cebarme no es una idea que compartamos.

      —¡Venga ya niña! ¿Qué es esa tontería de la línea? ¡Curvas! Venga, siéntate. Dime, que te apetece ¿quieres unos churritos?, ¿tostadas?

      —Um, no sé. Unos churritos están bien.

      —¡Marchando!

      Cuando era pequeña, esta cocina era uno de mis lugares favoritos. La costumbre era que en tiempo de recolección, las familias enteras se quedaban a pasar la noche en el cortijo para que fuese más práctico, ya que trabajaban de sol a sol, como se suele denominar.

      Es inmensa. Sus dimensiones pueden ser aproximadamente de doce metros de larga por siete de ancha. Tiene una gran puerta de entrada, más bien un enorme portalón de madera. El suelo era de cemento pulido, pero ahora, es de un gres policerámico que imita al barro. En las paredes hay un zócalo de azulejos de barro que combinan con el suelo. Son tonos tierra, pero también hay mucho azul y amarillo.

      Me encanta su chimenea. En invierno debe tener la suficiente capacidad para calentar toda esta enorme habitación, o al menos, la mayoría de ella. Aquí se está en la gloria cuando llega el frío y los leños no cesan de arder. A un lado de ella se encuentra la primitiva cocina de leña, sin embargo, ahora ha sido sustituida por una moderna, con un gran horno y unos muebles hechos de mampostería para poder guardar lo necesario. Estos muebles no tienen puertas, y están cubiertos por una encimera, donde se colocan los enseres. Es el conocido por todos como “poyete”, hecho de los mismos azulejos, si bien en este caso, se puede apreciar que en determinados lugares de más uso se ha colocado una práctica encimera más moderna y fácil de limpiar. Los huecos de los muebles son tapados a partes iguales por puertas de madera en color roble y cortinas de cuadros en tonos azules y blancos al estilo rústico antiguo.

      En el otro extremo de la chimenea hay un inmenso botellero antiguo, una especie de mueble platero de madera en el mismo color y un gran aparador donde se puede apreciar que está guardada la vajilla y la cristalería. Dos grandes mesas, que más bien parecen tableros, de al menos metro y medio de anchos, por siete metros de largo, con sendos bancos a cada lado, ocupan el lado derecho e izquierdo de la cocina.

      Un ruido llama mi atención mientras me siento cerquita de donde Lola cocina. Sentada en una mesita pequeña dispuesta a modo de escritorio, Alba garabatea algo en un cuaderno de trabajo. Levanta la mirada, casi con renuncia. Está sumamente concentrada en su trabajo.

      —Hola Alba, ¿ya has desayunado?

      —Sí —me contesta animada— estoy haciendo mis tareas del cole. Hoy no tengo clases porque es sábado, pero mi mamá me ha dicho que las termine prontito.

      —¡Alba! ¡No molestes! —le riñe su madre, salida de alguna parte tras la alacena que hay junto al aparador.

      —Por favor Lucía, no le riñas. Me gusta hablar con ella.

      —Es que es muy habladora, y a Germán no le gusta que moleste.

      —A mí no me molesta, de veras. Al contrario, me gustan los niños. Si tu marido y tú no tenéis inconveniente, me encantaría que me visitase siempre que ella quiera. Creo que allí se va a distraer bastante, si le gusta pintar, tengo un montón de pinturas y pequeños lienzos.

      Lucía parece estar asombrada y a la vez encantada. Sin embargo me da la sensación de que todo esto requiere la autorización de Germán. Algo me dice que es un hombre algo severo, al menos en lo que respecta a la educación de Alba.

      —Toma, mujer esquelética, tu desayuno. —Lola ha puesto ante mí unos churros estupendos que huelen a gloria y un tazón de chocolate.

      —Muchas gracias Lola. Esto es un placer del que no voy a prescindir. Por cierto Lola, el otro día vi a una joven en el jardín. Parecía haberle pasado algo, una muchacha más o menos de mi edad, con el pelo negro, aunque más corto que yo… llevaba vaqueros y una blusa roja, y creo que es muda. ¿La conoces?

      Lola me mira con asombro.

      —Pues no.

      —Mi


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