Estatuas de sal. Margarita Hans Palmero
—Anabel, escúchame. No se ha hecho ninguna reforma desde la que realizó tu padre. Estás muy cansada. Psicológicamente debes estar agotada…
Siento vértigo. Profundo y absoluto, como si alguien estuviese zarandeando todo, incluyéndome a mí.
—Pascual, te aseguro que aquí había una fuente coronada por la estatua de un ángel, incluso tuve la sensación de que estaba inacabada. Me llamó mucho la atención porque me recordaba mucho a…
—¿A…?
—Esto va a sonar fatal. Lo sé. Pero la escultura se parecía muchísimo a mi madre. También había un porche cubierto con hojas de parra y una extensa galería dando sombra al lugar, era como un mirador. ¡No puede haber desaparecido todo así como así!
—Anabel —esta vez fue Robert quien me interrumpió— aquí, repito, aquí termina el jardín. Tú misma estás comprobando que aquí está el muro que lo delimita con el exterior. No hay más. Yo pensé que tal vez habías entrado en la casa de al lado… pero no desde aquí.
—No. Os puedo asegurar que pasé tras los cipreses —les digo de nuevo intentando encontrar algo y pinchándome con una de las agujas de la buganvilla, un pequeño dolor agudo incomparable al gran dolor sordo que siento ahora en mi alma.
Un sudor frío se va extendiendo por mi cuerpo. En efecto, no hay más. ¿Se puede llegar a tal punto de desesperación? ¿Lo imaginé todo?
—¿Anabel? —Pascual me mira preocupado. Robert, como si me hubiese salido una segunda cabeza de la nada.
—No lo entiendo —es lo único que soy capaz de articular.
—Llevas unos días muy intensos. Debes estar agotada. Quizás te sentaste un momento a descansar y te quedaste dormida. A veces los sueños pueden ser cruelmente reales —intenta tranquilizarme Pascual.
Escucho un ruido y me giro sobresaltada. No quiero llorar, pero siento que se me está formando un nudo en la garganta. Germán se acerca portando una manguera de riego. En un gesto involuntario llevo la mano a la boca de mi estómago, intentando aplacar la náusea que me amenaza.
—¿Pasa algo? Está usted muy pálida —me pregunta Germán.
—Está confundida —le responde Robert.
—No entiendo —aclara Germán.
—Ayer salí a pasear por el jardín y justo aquí, tras los cipreses, y a través de un hueco, había una galería de rosales, una fuente… —No reconozco mi propia voz intentando no delatar mi estado.
—Créame señorita. Llevo varios años trabajando para la familia. Jamás ha existido un hueco ahí, se lo aseguro. Y en cuanto a lo que comenta, necesitaría mucho espacio. Es imposible. Y bueno, perdón por la intromisión, pero justo al otro lado del muro hay una edificación, puede comprobarlo si quiere en el registro catastral. Lo sé porque hace poco solicitamos un plano para tramitar una documentación, y por error, nos facilitaron el de la finca contigua. Quizás la señora Francesca tenga una copia guardada.
Deben pensar que estoy loca. Quién sabe, tal vez lleven razón. ¿Cómo puede haber desaparecido todo? ¿Estoy más cansada de lo que pensaba y comienzo a ver alucinaciones?
—No sé qué decir, salvo pediros disculpas.
—Anabel… —Pascual me observa con preocupación. Robert, sin embargo, me mira con auténtico sarcasmo.
—Siento haberos hecho perder el tiempo. Necesito un momento a solas…
¿Qué ha pasado? Cuando entro en la intimidad de la casita azul, me falta el aire. Ahora sí que pensarán que he perdido la cordura.
Unos golpes en el cristal de la terraza casi me hacen gritar. Pascual está al otro lado, visiblemente preocupado.
—Anabel…
—Tranquilo Pascual. Ha debido ser el estrés. No lo sé. Te prometo que para mí fue muy real.
—¿Puedo pasar? ¿Puedo comentarte algo?
—Por favor, pasa.
Pascual entra y ve el polvo acumulado y las sábanas dispuestas aún sobre algunos muebles.
—Pueden venir a limpiar si quieres… Lucía puede ayudarte…
—Prefiero hacerlo yo. Mientras limpio y reorganizo esto no estaré por ahí viendo alucinaciones.
Cuando me doy cuenta ya no puedo detener las lágrimas.
—Lo siento.
—No pasa nada, tranquila. Ven aquí.
Me abraza y siento que en su abrazo hay una promesa de que todo pasará. Recuerdo cuando era pequeña. Siempre que había algún problema, el primo Pascual estaba dispuesto para mí. Sus ojos verde oliva, idénticos a los de mi madre, hacen que algo de paz se instale en mi corazón. Pero aun así, la angustia no termina de marcharse.
—Verás primilla, te contaré algo muy personal. Cuando murió tu madre, me sentí roto. Cuando murió mi padre, quise mandar todo a la mierda. Todo. Incluida mi propia vida. Por eso me ingresaron…
—Dios mío Pascual, yo no sabía…
Él me mira y me sonríe.
—Es parte del pasado, y en cierta forma, del hombre que soy hoy en día. Pero lo cierto es que voy a contarte algo que quizás haga que me veas de otra forma.
Ambos nos sentamos sobre el sofá de tres plazas, y él me sostiene las manos.
—Cuando me recuperé y decidí coger las riendas de mi vida, me dieron el alta del hospital. Me gustaba sentarme en los bancos que hay junto a la piscina, frente a este salón y a su sala de pintar —me dice con añoranza en los ojos—. Una de esas noches, ahí sentado, me pareció ver que algo se movía aquí dentro. Me asusté muchísimo y entré. No había nadie, como podrás imaginar. Sin embargo, al salir, cerré la puerta de la terraza desde fuera. Y entonces… la vi. Allí, tras de mí, justo al lado de la fuente.
Ay madre.
—Pascual…
—Te prometo que la vi, aunque imagino que no era real, solo mi imaginación que me hizo sentir como si ella estuviese allí, a mí lado. Durante un instante me quedé petrificado, sin más, hipnotizado por el movimiento de su cabello con la brisa nocturna, y por la extrema palidez de su bello rostro. Pero entonces, ella sonrió, y luego, desapareció, sin más. Jamás supe si realmente ella estaba allí, o solo lo imaginé, pero en cualquier caso, para mí fue real. Te lo juro. Para mí lo fue.
—¿Volvió a ocurrirte? Lo de verla, me refiero.
—No. Pero jamás olvidaré la sensación que me recorrió cuando la vi. Primero fue un pánico intenso, pero después… un alivio inmediato. Para mí, fue como saber que ella seguía siendo ella.
Jamás esperé una revelación de este tipo. ¿Qué decir? Nada, las palabras ahora no son necesarias, los gestos sí. Ahora soy yo la que lo abrazo con fuerza y una gratitud inmensa.
—Gracias primo. Gracias de corazón.
—Si necesitas algo, sabes donde encontrarme.
* * *
Pascual ya se ha marchado, y yo…
Ha llegado el momento de organizarme. De volver a sentirme en casa. Despacio, comienzo a levantar las sábanas que aún quedan sobre los muebles, y abro de par en par todas las ventanas. Voy a la cocina, tomo nota de todo lo que necesito comprar, y vuelvo a revivir sin pretenderlo, momentos del pasado. La cocina era un punto de encuentro constante. Aún puedo ver la pequeña pizarra donde ella anotó por última vez que hacían falta patatas y leche.
No. No puedo volver a caer en la melancolía. Pediré a Lola lo que necesite en este instante y mañana iré al pueblo. Cocinar es una terapia para mí desde que era casi una niña. Empecé a hacerlo para