Estatuas de sal. Margarita Hans Palmero
pedir a Lola suministro de detergente y lejía.
¿Por dónde empezar? Lo lógico sería comenzar por el dormitorio, pero ese espacio sí estaba limpio cuando yo llegué ayer, así como el baño. Así que voy a empezar por el lugar que más recuerdos me va a producir, pero también, más paz. El estudio de pintura.
La luz ya entra con fuerza a través de los finos visillos e incide directamente sobre el caballete vacío. Trago saliva con fuerza, intentando sofocar esta congoja. En una esquina de la habitación hay dos mesas, una grande y otra pequeñita al lado. Las dos están repletas de botes de cristal con pinceles dentro. Todo eso habrá que tirarlo y comprar pinceles nuevos. Por ahora, me arreglaré con un estuche sin estrenar que tiene que estar guardado en mi habitación, si mamá lo guardó donde guardaba todo lo nuevo… Si Alba decide acompañarme a pintar, se lo regalaré a ella.
Ver las dos mesas juntas, los dos caballetes juntos, es duro. Pero ahora no es momento para esto. Tomo una bolsa grande de basura y empiezo a echar en ella todo lo que pienso que no es necesario. Me lleva un buen rato. En otra esquina de la habitación descansan ocho o nueve lienzos terminados. Buscaré un lugar donde colocarlos. Eso me hace sonreír.
Mi corazón se detiene un momento al ver un pequeño cofre de madera, lleno de polvo debajo del primer lienzo que retiro. Lo tomo con temblor en las manos, soplo sobre él alejando algo el polvo que lo envuelve, y con nerviosismo, tomo la llave de mi cuello e intento abrirlo. Nada. Ni siquiera la abertura tiene la misma forma.
—Seguiré buscando —murmuro a la habitación mientras coloco el pequeño cofre a un lado, no sin antes zarandearlo, comprobando un ruido familiar. ¡Mis canicas de la suerte! ¿Cómo pude haber olvidado eso? Corro a la que era mi habitación de niña y en el primer cajón de la mesita de noche está la llave redondeada que lo abre. Emocionada, levanto la tapa y veo la cantidad de pequeñas esferas de vidrio transparente con esas hojitas de plástico de color en su interior. Un tesoro al fin y al cabo.
Pero ahora, hay que continuar con el resto de cosas. Y con los lienzos restantes…
El bodegón de la vieja cocina, unos niños jugando… ¡Isabela! Hay un hermoso retrato de Isabela. A Francesca le va a encantar. Todos con su toque, todos con su Ana Lagos en la esquina inferior derecha. Esa forma suya de firmar, colocando Ana en una línea superior y el Lagos en la inferior, de tal forma que la letra “L” cruzaba el Ana de arriba y la “a” final del nombre se reutilizaba como la primera “a” del apellido. En cursiva, con su gracia y, esa “s” que alargaba en su extremo inferior para que rodease el nombre.
Cuando firmaba sus cuadros, era su forma de decir, ya los terminé. Y cuando dibujaba su firma, y extendía la letra “s” en torno a él, se me asemejaba a esa bailarina de ballet clásico, elegante y sofisticada, que se coloca sobre la puntera y eleva todo su cuerpo con gracia, levantando una mano y acariciando el viento con ella.
—Uf. Sigo echándote de menos mamá. Pero ha llegado el momento de continuar. ¿Qué voy a hacer ahora con los que tengas empezados, sin terminar?
Continúo sacando a la habitación contigua los lienzos que hay colocados en hilera, diseminados por la habitación, creo que en un orden por ella entendido. Los sujeto de dos en dos, algunos en grupos de tres… Tres son muchos, porque se me resbalan entre los dedos, e intento sujetarlos, no quiero que se estropeen. Es una lástima. Algunos están en blanco, no llegó a empezar. Mi madre tenía la particularidad de pintar más de un cuadro a la vez. Lo que jamás hacía, jamás, jamás, era firmar sus obras hasta no quedar satisfechas con ellas. ¡Oh, no! Terminan resbalando y uno de ellos cae al suelo. ¿Es que hoy no va a salirme nada bien?
Lo levanto del suelo. Ha caído bocabajo. Al darle la vuelta siento un picotazo en el pecho. La habitación se vuelve ligeramente borrosa y necesito apoyarme en algo. Termino sentada en el suelo, abrazando mi cuerpo como puedo, con los brazos, las rodillas encogidas, hecha un ovillo e intentando comprender lo que tengo ante mí.
Mi respiración se va normalizando poco a poco, y mi visión también. A gatas me acerco al lienzo en sí y lo apoyo sobre la pared del estudio. Un pequeño sobre se cae al suelo. Vuelvo a retirarme, temblando, y me apoyo de nuevo en la pared, a unos cuatro metros del cuadro. Esto debe ser una broma. La fuente con la escultura del ángel, el estanque de los nenúfares, la galería de hojas de parra. No aparecen, sin embargo, las esculturas grotescas y blanquecinas. Miro la esquina inferior derecha… la firma de mi madre aparece en el lugar correspondiente.
La pintura está seca, tal y como corresponde tras más de una década, sin embargo su olor es… penetrante, como si estuviese recién pintado, o estuviese resurgiendo de un largo letargo. Cosa del todo imposible, ¿verdad? Incluso temo tocarlo, tengo la sensación de que voy a mancharme los dedos con él. Pero ahí está… Ana Lagos.
Un pequeño rectángulo amarillento descansa en el suelo, esperando sin prisas. Con manos temblorosas, lo recojo del suelo. Está cerrado. Con la misma letra legible y reconocible que aparece en el cuadro puedo leer mi nombre escrito en él. “Anabel”. Como ella lo escribía, con esa “l” final danzando, al igual que la “s” de su apellido. Lo palpo con mucho cuidado, tengo miedo de que al tocar el papel se desintegre, al igual que ocurrió con todo lo demás.
Soy consciente de que llevo un rato arrastrándome por el suelo. A pesar del temblor de todo mi cuerpo, me levanto al fin y voy por un cuchillo a la cocina. No quiero rasgar el sobre. Al hacerlo, con sumo cuidado, una pequeña tarjeta sale de su escondrijo misterioso. Unas bonitas rosas blancas son el marco base de la misma, rosas blancas sobre un fondo de color sepia. Con el mismo tipo de letra tan familiar para mí, y justo en el centro de la tarjeta, un mensaje breve, pero conciso.
“Un trocito de mí, para ti. Ha llegado la hora”. Mamá
Capítulo 10
“Un trocito de mí, para ti. Ha llegado la hora. Mamá”.
¿Qué significa esto? ¿Ha llegado la hora de qué? Ella no sabía que iba a morir… ¿verdad?
No puedo pensar con claridad. Paseo de un lado a otro de la habitación como un animalillo asustado, y de tanto en tanto, me paro a mirar el cuadro, como si en una de esas miradas, pudiese por arte de magia transformarlo en un inocente y colorido bodegón. Firmado. Lo ha firmado, pero no está terminado. Estoy segura, está tan… está tan inacabado como la escultura del ángel. Esa que coronaba una fuente inexistente, fruto de mi mente desequilibrada. Pero esa fuente está aquí, en el cuadro. Mi madre la vio… ¡Señor, mi madre la vio!
Respiro con dificultad y siento de nuevo ese picotazo en el pecho, y algo más. Llevo mis dedos a la nariz… estoy sangrando. Hacía años que no sangraba por la nariz, desde que tenía siete u ocho años, creo recordar, y ahora, dos veces en dos días. Voy por un pañuelo y aprieto con fuerza. Y después, vuelvo a sentarme en el suelo, mirando absorta el cuadro como si en él estuviese la clave para que mi vida vuelva a estar de pie.
Me acerco de nuevo, y temblorosa, toco la superficie del cuadro. Esto es de locos, un cuadro que se supone pintado hace once años, y sin embargo, la pintura está fresca. No mancha mis manos, pero se adhiere un poco a mis dedos. Es imposible, totalmente imposible.
Solo tengo una explicación para todo esto. No quiero ni planteármelo, pero es la única opción válida. Alguien, alguien muy cercano, quiere que piense, vea y sienta lo que no es posible. Quizás alguien que desea que piensen que he perdido la cordura, o peor, que quiere hacer que la pierda de verdad. Y está cercano a conseguirlo si sigue así. Pero no le voy a dar ese gusto.
Busco desesperada y encuentro papel de envolver. Antes de cubrirlo, vuelvo a observarlo una vez más. ¿Cómo no lo aprecié antes…? Sí que aparecen las esculturas danzantes, pero son meras manchas blancas difusas sin forma, alojadas en el borde del cuadro. La parte inferior derecha es una masa de color marrón, con una pequeña edificación, también borrosa, que bien podría ser la capilla. Pero también está incompleta…
—¡Vamos Anabel! ¡Piensa! ¡Esto no es real! ¡No puede ser real!
A mi madre le gustaba pintar