Estatuas de sal. Margarita Hans Palmero

Estatuas de sal - Margarita Hans Palmero


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noche. Tal vez alguien debió contarte eso, Anabel.

      Miro a mi tía y veo que enrojece hasta la raíz del pelo, aunque no tanto como yo. ¿Me ha engañado a propósito para hacerme quedar mal? ¿Otra vez? Pero ella se disculpa con la mirada. Una disculpa sincera.

      —Mis disculpas. Tal vez yo haya tenido algo que ver con esta confusión —aclara Pascual y noto el alivio instantáneo de mi tía. ¡Por fin la caballería!— yo le dije a mi madre que quería que Alejandro visitase profesionalmente a Anabel. La noto pálida y sé que se encuentra mal. Lo siento prima, eres demasiado lista. Es cierto que Alejandro viene de vez en cuando, pero hoy está aquí porque yo se lo pedí expresamente. Por ti.

      —Gracias por preguntarme primero. Ha sido todo un detalle. Y precisamente tú —me temo que esta vez sí se nota pena en mi voz.

      —No te preocupes Anabel. Vengo a disfrutar de vuestra compañía y cenar. Si tú quieres, repito, solo si tú quieres, puedes venir al consultorio y te haré una analítica, tal vez puedas tener algo de anemia. Te aviso con antelación que la locura no sale en un análisis de sangre —curiosamente en su voz no hay un solo atisbo de ironía.

      —Gracias. No me gustan las agujas, y comento, de paso, estoy perfectamente, y desde luego bastante cuerda.

      Lo siento, me dice Pascual con los labios, sin que el sonido llegue a su boca, aunque sí a sus ojos. Pero el daño ya está hecho. Me siento traicionada en cierta forma.

      —Bueno —comenta Robert cambiando de tema y dirigiéndose a Leonor— y… ¿a qué te dedicas?

      —También soy doctora en el mismo consultorio de Alejandro.

      —Interesante. ¿De cabecera? —insiste Robert.

      —Soy psiquiatra —nos revela mirándome de reojo.

      De veras que no sé si reír, o llorar. En estos momentos una gran bomba ha caído en el salón, justo sobre mí. Aunque mi parte diabólica cree que también ha salpicado algo a los demás, sobre todo a Pascual que se lleva una mano a la frente, mientras tía Francesca me mira algo asustada, y Alejandro nos deja sorprendidos a todos riendo de pronto a carcajadas.

      Todos le miramos tremendamente serios, y él continúa riendo.

      —Venga chicos —nos dice a Pascual y a mí— ¡tiene su gracia! Y luego, me guiña un ojo.

      Pues sí. La tiene. No sé si será el intenso día, los nervios, las meteduras de pata, la intensidad de todo lo que está ocurriendo, el vino, o el influjo de tener tan cerca a este Alejandro maduro, tan diferente al joven en muchas cosas, pero con la misma picardía que cuando era un adolescente. ¡Qué diablos!

      Estoy furiosa. Con todos. Pero al final, yo también me río. Y cuando nos damos cuenta, estamos todos riéndonos, incluida Leonor, e incluso Roberto. Adela asoma su tiesa cabeza inquisidora, esta vez preocupada, y nos reímos aún más. Al parecer, la hemos despertado. Río hasta que tengo que llevarme las manos a la barriga de tanto reír, y de pronto, recuerdo a mi padre, y me siento tremendamente mal. Cuando miro al frente, Alejandro me observa y me hace un gesto.

      “Todo está bien“

      ¿Quién iba a decirlo? Al final, me he relajado un poco. Ya fuera, con el cielo por montera, y bastante más relajados, nos vamos despidiendo. Pascual, Robert y yo vamos a acompañar a Alejandro y Leonor a la salida. El olor de la dama de noche impregna mis sentidos y hace que me detenga un segundo para aspirar el aroma con fuerza. Pascual se detiene un segundo también. Los demás no se han dado cuenta de nuestro retraso.

      —Anabel, en serio, lo siento. Lo de invitar a Leonor ha sido por cortesía, como amiga mía, no como psiquiatra. Te lo prometo. No haría algo así. Ya te comenté el problema que yo tuve, nunca juego con esas cosas. Por favor, necesito que me creas, y no escuches a Roberto, a veces puede ser… exasperante.

      —Te creo.

      Robert se ha dado cuenta de que nos hemos parado y ellos se detienen también. Leonor ha debido escuchar algo, porque cuando nos acercamos, ella también se explica.

      —Te prometo que no he sido invitada como psiquiatra, al menos, que yo sepa —se burla Leonor—. Soy una profesional Anabel. No me gusta tender trampas a nadie.

      —Y yo reconozco que tal vez me haya mostrado quisquillosa en exceso, pero es que, por favor, entendedme a mí también. De todas formas, se me ha quedado mal sabor de boca, y os pido disculpas. Aceptadlas viniendo a cenar a mi casita azul, como yo la llamo, el próximo sábado por la noche. ¿Os apetece?

      —Por mí encantada —contesta Leonor con una sincera sonrisa.

      —¿El Bicho también está invitado? —pregunta Alejandro.

      —¿Quién? —se extraña Leonor.

      —Es una broma entre Alejandro y yo, no le escuches —le contesto yo con un reto en la mirada, que él sostiene con cierta burla.

      —¿Yo también estoy invitado? —pregunta Robert.

      —Por supuesto.

      —Por cierto Anabel —añade de nuevo—, para firmar la paz contigo, no hemos tenido muy buen comienzo y esta mañana me porté como un energúmeno. Te he traído la tarjeta de la floristería que te comenté antes. Si quieres, conozco a la dependienta, puedo acompañarte un día.

      De su bolsillo saca una tarjeta y me la entrega. No es posible. Una tarjeta sepia, con rosas blancas estampadas. Es idéntica a la que había en la parte posterior del cuadro encontrado. Siento que me estoy mareando un poco, porque de repente, no escucho lo que están diciendo…

      —Anabel, Anabel… ¿te encuentras bien? —me pregunta Alejandro.

      —Eh, sí, sí. Uf, ha sido hoy un día largo.

      Me temo que no me cree, porque fija en mí su mirada de una manera muy peculiar. Mientras Robert y Leonor siguen hablando como si nada, Pascual y Alejandro están atentos a mí.

      —De veras, estoy bien.

      —¿Seguro? Mi madre me dijo que hoy sangraste por la nariz —deja caer Pascual.

      ¡Bocazas!

      —No es nada, en serio, chicos.

      —Anabel… —comienza Alejandro de nuevo.

      —No es nada. De verdad —le interrumpo yo.

      Y él me mira como dejando claro que el tema no ha terminado. Pero sí, sí ha terminado. Yo solo necesito entrar en casa.

      —Bien, buenas noches entonces —se despide Leonor, y a continuación le sigue Alejandro.

      Y yo, al fin, entro en la intimidad de mi casita azul. Cierro bien la puerta, arrojo los tacones a un lado, y descalza, sintiendo la frescura del suelo en la planta de mis pies, agarrándome como puedo a lo real, a lo tangible, me dirijo al dormitorio. Acciono el clic que abre el doble fondo del armario y saco el cuadro. Sujeta al borde, está la tarjeta, que saco con manos temblorosas de su pequeño sobre.

      Tras eso, me siento directamente en el suelo y empiezo a tener frío. Es como si la habitación hubiese descendido varios grados de temperatura. Ambas tarjetas son idénticas.

      * * *

      “Voy corriendo por el jardín. Llevo mucha prisa, estoy acelerada y busco algo, pero no sé qué es. Mi pie se enreda con algo, parece una raíz levantada. Caigo al suelo y me apoyo con las dos palmas de las manos. Y entonces noto humedad. Frío. Me siento en el suelo, estoy tiritando y me he hecho daño en el pie. Levanto mis manos, porque además de mojadas y frías, están pegajosas y observo que están llenas de pintura. Me miro mi bonito vestido blanco y veo en él manchas de colores, verdes, azules, rojas, rosas, violetas, amarillas, naranjas, blancas, negras… ¿Falta algún color? ¿Qué ocurre? Claro. Estoy dentro del cuadro.

      Ahora estoy junto a la fuente que tiene la escultura que se asemeja a mi madre. Definitivamente, es ella. Observo como toma vida y comienza a moverse. Sus manos se ponen en movimiento,


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