Estatuas de sal. Margarita Hans Palmero

Estatuas de sal - Margarita Hans Palmero


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pintar. Lo solíamos hacer juntas, cada una con su caballete —le explico sonriendo—. ¿Quieres pintar?

      —Oh, sí. ¿De veras puedo? Antes, cuando era pequeñita le hacía muchos dibujos a la señora encantada de la torre. La de los cuentos.

      —¿A quién?

      —La señora encantada de la torre. No se la puede ver, solo se oye su voz. Está encantada.

      —¿Hay alguien en la torre?

      —Yo juego a veces allí y algunos días puede escucharse su voz. Me lee cuentos. Pero es nuestro secreto. Nadie debe saberlo. Si alguien lo sabe, ella no podrá contarme más cuentos. Me lo ha dicho así. No puedes contarlo a nadie. —Ahora se ha puesto muy seria.

      —Entiendo. Y ¿sabes cómo se llama?

      —No quiere decírmelo. Yo la llamo la señora de la torre, pero tengo que ponerle un nombre, como a los demás.

      Mientras escucho a la pequeña vuelvo a sentir esa sensación electrizante.

      —¿Los demás?

      —Los demás personajes de mis cuentos. Juego a hacer representaciones en la torre. Visto a mis muñecas y me invento historias.

      —Comprendo.

      —Aunque ella no es como los otros. A ellos me los invento yo aquí —me dice señalándose la frente—. Pero ella está ahí de verdad.

      —¿La has visto alguna vez Alba?

      —No. Dice que nadie debe saber que está ahí. Está escondida, a salvo para que el hombre malo no la encuentre.

      Tomo papel y lápiz y se los entrego.

      —¿Puedo tumbarme en el suelo? —me pregunta animada.

      —Por mí, sí. Pero no sé si a tu madre le parecerá bien.

      —A mamá no le importará. Lo hago mucho.

      Y sin más, se tumba en el suelo, apoyando el papel y comenzando a trazar líneas, mientras yo la observo, como retrocediendo en el tiempo.

      —Este lugar es muy chuli para pintar. ¿Haces tus propios cuadros? —me pregunta mirando el caballete grande.

      —Antes sí. Solía hacerlo con mi madre. Pintábamos juntas, justo en este cuarto. Tiene mucha luz y unas bonitas vistas al jardín.

      —Y ahora, ¿ya no pintas?

      —No. Ya hace mucho que dejé de hacerlo. Ahora, cojo cuadros de otras personas que tienen muchos años y se están estropeando y los arreglo.

      —Pero eso no es lo mismo. Es triste… ¿Por qué has dejado de pintar?

      —Es complicado.

      —¿Por qué?

      —No me apetece. No me salen las pinceladas del corazón.

      —Pero tu madre estará muy triste.

      Tomo asiento en el suelo y cruzo las piernas.

      —Verás Alba. Mi madre murió.

      —Lo sé. Me lo dijo mi mamá.

      —Entonces también sabrás que ella ya no se pone triste, y tampoco volverá a pintar —se lo digo con cariño.

      —Tu mamá te puede estar viendo desde el cielo y se puede poner triste si tú no haces lo que te gusta. Además, no sabes si ella ha seguido pintando allá arriba —me dice señalando al cielo.

      En su graciosa carita hay una expresión tremendamente seria. Sin darme cuenta le cojo un mechón de pelo y se lo coloco tras la oreja. Con este gesto, uno de los pendientes de alitas blancas queda al descubierto. Es gracioso ver su tintineo cuando ella mueve la cabeza, y su contraste con ese diente torcido que amenaza con caerse de un momento a otro…

      —Verás. Me da miedo intentarlo Alba. ¿Y si ya no me acuerdo cómo se hace?

      —Antes pintabas con tu madre. Ahora si quieres puedes hacerlo conmigo. Así no estarás sola. Si quieres podemos utilizar otra vez esta habitación. Como entonces. Esa fuente de ahí es muy bonita.

      —Sí, lo es —le digo sonriendo— la colocó ahí Isabela.

      —¿Quién?

      —Fue como una abuela para mí. Es la madre de mi tía Francesca. Se fue a Italia.

      —Pues es muy bonita. Pero a mí me gusta más la otra.

      —¿La otra?

      —La del ángel que señala a los rosales.

      Se me eriza el pelo de la nuca. ¿Alba ha visto la escultura del ángel? Un escalofrío intenso me recorre. Como si alguien estuviese pasando un trozo de hielo por mi nuca y después lo deslizara por mis brazos, bajando y subiendo por mi espalda. Casi no reconozco mi propia voz.

      —Alba, ¿dónde has visto esa otra fuente?

      —Ya te lo dije. Tengo muchos sueños con una señora que se parece mucho a ti. Ella me la enseñó y después se convirtió en un ángel grande y blanco. ¿Quieres que te la pinte?

      —Me encantaría —prácticamente le susurro.

      Ella asiente con una gran sonrisa y continúa dibujando.

      —Ya verás como te gusta. Es muy bonita.

      Alba me recuerda un poco a mí. Yo también solía tenderme en el suelo a pintar muchas veces, hasta que mi madre me puso el caballete pequeño. Me gustaba verla a ella. Parecía que rellenaba el cuadro por capas. Comenzaba por una gran mancha y poco a poco en ella comenzaban a tomar forma cuerpos, formas, figuras. Luego estaban los detalles, desde los mayores, hasta los minúsculos, y por fin, para terminar, mi favorita, su nota particular. En cada cuadro ella colocaba un elemento final que era vital para dar significado al cuadro. Desde una determinada flor u hoja en un paisaje, hasta un lazo en mi cabello. Dependía de la obra que estuviese creando. Pero ahí estaba, reconocible, al menos para mí. Al igual que determinado escritor tiene su estilo, mi madre, tenía el suyo en el mundo de la reflexión a través de la pintura…

      —Me gusta dibujar así, raro —se justifica Alba de pronto, haciéndome volver al presente.

      —Me parece bien. Cada una pinta como más le gusta.

      —Sí. Es divertido. Y luego le pondré colores.

      En efecto está dando forma de fuente. Y lo que promete ser una figura alargada empieza a aparecer arriba, mientras ella, se muerde con suavidad la lengua y continúa totalmente concentrada con su ardua tarea, empezando ya a dibujar lo que prometen ser alas.

      —Me gusta la señora. La de mis cuentos, es muy guapa, pero está triste.

      —¿Por qué crees que ella está triste? —le pregunto con un hilo de voz.

      De pronto Alba también se pone triste, sus ojos se humedecen. Oh, no, está empezando a sangrar por la nariz.

      —Alba, ¿estás bien? —le pregunto poniéndole un pañuelo bajo la nariz al igual que hizo Alejandro conmigo.

      —Sí. La señora está triste porque está lejos y le cuesta mucho venir. Eso dice. Eso y algo de un polvo blanco que no deja respirar.

      —Vale cariño. Ya está. No pasa nada. Dibuja que lo haces muy bien y me encanta. Y no pienses más en eso ¿vale? Pero si tú quieres, cuando tú quieras, puedes contarme a mí tus sueños. Yo te escucharé.

      Ella sonríe de nuevo y en un impulso le doy un beso en la frente y le acaricio el pelo. De nuevo el sol incide en sus alitas blancas y estas emiten un pequeño fulgor. En ese momento sucede algo que jamás en mi vida imaginé que vería o sentiría. Durante un instante, un leve instante, Alba me mira. Aún sangra por la nariz, pero sigue sonriendo. Es una sonrisa realmente bella. Sus ojos son diferentes. ¿Verdes? Levanta la mano y me acaricia la cara. Es increíble cómo logra transmitirme una paz inmensa a través de este simple gesto, a pesar


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