Estatuas de sal. Margarita Hans Palmero
mamá…
—Anabel. Tienes que escucharme…
—Esto es un sueño ¿verdad?
—A veces, el mundo de los sueños, el de los vivos y el de los muertos están muy cerca.
—¿Qué quieres mamá? ¿De qué ha llegado la hora? ¿Estoy perdiendo la razón?
—Anabel, escúchame bien y recuerda. Tienes que ser fuerte. Estás en peligro. Debes estar atenta a las señales y tener mucho cuidado con el blanco que puede ahogarte…”
Un sueño. Otro más que me deja exhausta y aturdida, empapada en sudor, pensativa y temblorosa. Aún es de noche. Me ha despertado el frío intenso que hace en la habitación. Enciendo la luz de la lamparita que hay al lado de la cama, y veo asombrada, que he dejado la ventana abierta. Juraría que la cerré antes de acostarme, pero es evidente que me he equivocado. Me levanto a cerrarla, y de pronto, me parece distinguir una figura fuera, algo que se mueve, que no puedo distinguir bien, pero que me ha parecido una forma blanca. Recuerdo el sueño y… estoy aterrada.
—Mamá, tengo miedo. Ayúdame por favor. Necesito descansar para poder pensar —lo digo en voz alta, como si así ella pudiese escucharme mejor.
—Me acurruco bajo las sábanas como cuando era pequeña, y contra todo pronóstico, el cansancio me vence y consigo dormir, sin más sueños inquietantes.
Con el nuevo día, la imagen del espejo me muestra a una mujer agotada, con ojeras y deseos de volver a dormir. Pero no. He de seguir con la tarea, también tengo que llamar a Sevilla y confirmar el día que reanudo mi trabajo. Uf, y Andrés, he de llamarle a él también. Quiero saber quién es el propietario de la finca de al lado, y necesito mi coche, que está siendo puesto a punto. Y la floristería…
Arrastro mi cuerpo a la ducha, y ataviada con ropa y calzado deportivos, salgo al exterior. Todas mis tareas pueden esperar un poco, necesito hacer algo de ejercicio, pasear al aire libre, sentirme otra vez yo. Al salir, me veo reflejada en el cristal de la puerta y pienso: aquí estoy. Mi rostro está tan pálido, que pienso, que tal vez tenga que tener cuidado conmigo misma, no vaya a ser que desaparezca…
No estoy sola en el cristal. Pedro me observa fijamente desde el otro lado del patio. Levanto una mano y le saludo al girarme. No responde, y encima, tengo la sensación de que me sigue con la mirada. De veras que necesito tomar el aire. Empiezo a caminar, a escuchar el trino de los pájaros y el silencio del campo, a sentir que el aire puede entrar y salir de mi cuerpo, que estoy aquí, que tengo mucho en lo que pensar, pero no ahora. Ahora no, por favor. Dejar la mente en blanco, disfrutar de la naturaleza. El aquí y el ahora.
La finca cada vez se ve más pequeña, hasta que llega a ser un dibujo contra el horizonte. Pero el silencio mágico y terapéutico es roto por el sonido de unos cascos de caballo, que veo acercarse de forma vertiginosa, hasta que el jinete detiene a su montura y me mira sorprendido.
—No creo que sea buena idea que camines sola por aquí a estas horas.
—Buenos días a ti también, Alejandro. Es un placer comenzar el día con alguien que gruñe. Es precioso. El caballo, me refiero…
—Pues me da la sensación de que tampoco tú los empiezas bien. Estás bastante cerca de una dehesa de toros bravos. ¿Qué tal se te da correr? No serías la primera. Ya hemos tenido antes polémica con el propietario.
—¿Correr? ¿De veras hay toros bravos?
—Puedo asegurarte que así es.
Otra cosita más a tener en cuenta…
De reojo no puedo evitar observarle. Pantalones de montar negros, bastante ceñidos, por cierto, y una camisa blanca. Pelo alborotado por el viento… Parece un héroe sacado de una novela romántica. Para colmo cumple todos los tópicos, incluido el venir montado a caballo. Eso sí, no es un caballo blanco, sino negro. Sonrío en mi interior, pues por un momento me pongo a pensar si esto es real o tal vez otro de mis vívidos sueños. Pero no, esto es real. Ya lo creo, puedo oler su fragancia y si acerco un poquito la mano hasta él, también podría tocarle. Tan magnífico en su montura.
—Anabel, ¿te encuentras bien?
—Uf, parece que esa es tu frase favorita, ¿tan mal aspecto tengo?
De forma simultánea siento la humedad cayendo de mi nariz. Qué vergüenza. Creo que ni siquiera traigo pañuelos. ¿Cómo se puede estar ante tu ídolo adolescente y moquear sin más? ¡Tierra, trágame! Intento aparentar normalidad, que absurdo.
—Sí, creo que me estoy resfriando.
—¿Crees? Estás sangrando por la nariz.
Así es. Acabo de llevarme en un gesto inconsciente la mano hacia mi rostro y ya he visto la sangre. Antes de darme tiempo a reaccionar, Alejandro se baja del caballo y me ofrece un pañuelo.
—Toma. Presiona con el pañuelo. Así…
—¿No es mejor que eche la cabeza para atrás?
—Chsssss. Calla un momento. Por una vez, obedece, en lugar de dar órdenes. Y no. Eso es lo que se hacía antes, pero la sangre se te puede ir a la boca. Lo mejor es presionar, pero deja la cabeza en la posición normal. Ayer también sangraste ¿verdad? ¿Te duele la cabeza?
—No.
—Estás pálida.
—No duermo bien.
—¿Por qué?
“Porque mi madre muerta me visita algunas noches con no sé qué cuento de sueños incumplidos. Básicamente”
—No lo sé.
—No quiero parecer entrometido, pero qué trabajo te cuesta pasarte por el consultorio y hacerte una analítica de sangre.
—Me dan miedo las agujas.
—Eres una mujer adulta. Creo.
—¿Y qué? No me gustan las agujas.
—No te vas a enterar. Te espero mañana a las 8 en ayunas. Como no aparezcas, y te aseguro que me enteraré si no lo haces, iré a la finca acompañado por el peor ATS que tenemos. Sospechamos que en otra vida fue carnicero.
Señor, está decidido… uf.
—No tengo coche. Mañana soluciono eso. ¿Puedo ir el martes?
—¿Prometido?
—Qué remedio. Creo que ya puedo dejar de presionar. No ha sido para tanto. Es la forma más diplomática de decirle que estoy demasiado cerca de él y me siento cohibida. Huele a campo, a trigo silvestre, y a otoño que comienza.
—Sí. Ya puedes.
A pesar de mi insistencia, me acompaña a casa. Quiere que me monte en el caballo con él, ni de coña hago yo eso. Eso me hace falta, abrazarme a su cuerpo. No. Así que mientras regresamos a la casa, ambos a pie, pues él se ha bajado del caballo, recuerdo lo grosera que fui anoche, y que quizás sea mejor izar la bandera de la paz.
—Gracias. ¿Desayunas conmigo? —Siento que me pongo roja como la grana.
—Después de salvarte la vida, lo veo justo. ¡Buenos días Germán!
—¡Hola Alejandro!
—¿Y Alba? —le pregunta a su padre.
—Bien. Muchas gracias.
—¿Le ocurre algo a la pequeña?
—Entre tú y yo, sangra mucho por la nariz. No hablo de mis pacientes, nunca, pero en este caso, quizás sea conveniente.
Menuda coincidencia. ¿Desde cuándo le ocurrirá?
—No quiero ser cotilla, pero ¿desde cuándo? ¿Es serio?
—No puedo contestarte mucho a eso. Ya sabes, el secreto profesional. Debes preguntar a sus padres. En cuanto a si es serio, o no, pronto lo