Estatuas de sal. Margarita Hans Palmero

Estatuas de sal - Margarita Hans Palmero


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un poco de soslayo.

      —¡¿Qué?! —le pregunto.

      —No me había fijado hasta ahora lo mucho que os parecéis Alba y tú. No solo físicamente, que sois como dos gotas de agua. No es por nada Anabel, pero parece más hija tuya que de Lucía o Germán. También coincidís en esto de sangrar por la nariz, en el miedo a las agujas, y hasta diría que en la cabezonería.

      Quizás lleve algo de razón. Lo cierto es que le estoy cogiendo mucho cariño a esa niña. Me recuerda a alguien, aunque no estoy segura de a quién. Además, por algún curioso motivo me siento vinculada a ella. Me gusta estar a su lado. Es como si fuésemos… “hermanas de sangre”.

      Capítulo 12

      ¡Menuda vergüenza he pasado en el ambulatorio! ¿Quién me lo iba a decir? Alba no ha derramado ni una sola lágrima al hacerse la analítica, y encima, se ha mostrado muy digna durante todo el tiempo. Incluso le ha sonreído a la enfermera. Vamos, toda una heroína.

      Aquí la adulta, mejor no hablar. Ha sido un auténtico milagro que no me haya roto el cuello de tanto intentar mirar para otro lado, y en el momento del pinchazo, he tenido que contenerme para no salir llorando como un bebé. Y digo yo, ¿no pueden utilizar una aguja medio metro más pequeña? He estado a punto de ponerme a chillar como una histérica cuando he visto el tamaño de aquella cosa punzante. ¡Válgame Dios!

      Odio hacerme pruebas contra mi voluntad, pero lo cierto, es que estoy empezando a preocuparme un poco, y es mejor averiguar si hay algún problema físico. He venido con Lucía y Alba, y al menos, así ha sido más entretenido.

      Cuando veníamos para el ambulatorio, hemos pasado por delante de la fachada de la floristería que me comentó Robert. Es bastante característica, ya que tiene la fachada decorada al igual que la tarjeta, y resulta inconfundible. Pero de forma sorprendente, estaba cerrada. Hablaré con Robert y le preguntaré si sabe algo, ya que me comentó que es amigo de la dependienta.

      Ante la desilusión, pienso que no estaría mal visitar a Andrés y María. No sé por qué, pero me muero porque conozcan a Alba. Al principio, Lucía se muestra algo reticente, pero mi pequeña aliada la convence.

      —¡María! —la saludo con alegría nada más verla.

      —¡Hola pequeña! Pero bueno, ¿quién te acompaña?

      —Pues mis nuevas amigas, Alba y su madre, Lucía —le contesto con una sonrisa, mi mano descansa sobre el hombro de Alba.

      María se queda durante un instante como ausente y me sorprende mucho. Mira absorta a Alba, y por fin, habla.

      —Y dime, ¿ha desayunado ya esta jovencita?

      —Me temo que no lo hemos hecho ninguna de las tres —le aclaro.

      —Perfecto, porque he preparado masa de buñuelos y se me ha ido la mano con la harina y la levadura. No sé cómo voy a gastar tanta masa. —Mira a Alba y le pregunta— Y tú pequeña ¿alguna vez has hecho buñuelos?

      —No.

      —¡Pero es fantástico! ¡Hoy va a ser el primer día!

      Alba sonríe ampliamente y tras pedir permiso a su madre se interna en el gran mundo de la cocina de María. Lucía y yo las seguimos. A pesar de que Lucía ha estado todo el tiempo callada, observo que sonríe.

      ¡Qué ricos que estaban esos buñuelos! Estoy muy contenta por haber venido. Veo a María algo más recuperada de su estado de salud. Mientras tomamos el desayuno, hemos conversado y Alba le ha contado un sinfín de anécdotas del colegio, sin parar, a pesar de las advertencias reiteradas de su madre. María las ha escuchado con vivo interés para deleite de la pequeña, y diversión mía. Pocas personas saben que María y Andrés no han podido tener hijos. Durante un tiempo, se plantearon la adopción, pero después, llegamos mi padre y yo a sus vidas, y creo que yo he sido esa “adoptada” en cierta forma.

      —¿Cuándo vas a venir a verme? —casi le suplico.

      —Pronto. Pero ahora quiero que te lleves algo. Tengo un regalo para ti.

      Asombrada veo como saca un paquete envuelto en papel de charol rojo. Tiene un tamaño considerable. ¿Qué será? Voy a abrirlo, pero no me deja.

      —Ah ¡no! ¡Tan impaciente como cuando eras una niña! Lo abres cuando llegues a tu casa. Y para esta niña, tengo algo también —añade María.

      —¿Para mí?

      —Sí. Tengo un regalo para ti porque necesito pedirte un favor.

      —Lo que tú quieras. —Es increíble cómo le brillan los ojos a Alba. Está extasiada.

      —Cuida de Anabel. Es algo torpe. Dale una vueltecita de vez en cuando y si hace algo malo o se mete en algún lío me lo cuentas. ¿Vale?

      —Sí.

      —Pues bien. Toma Alba. Siento no tener nada para ti —le dice a Lucía mientras entrega un paquetito pequeño a la niña.

      —Uy no, por favor. Muchas gracias por todo. Es usted muy amable —contesta Lucía.

      —¿Puedo abrirlo ahora, porfi? —pregunta Alba.

      —¡Ah, no! —contesta una risueña María—. Ambas niñas habréis de esperar a llegar a casa. Así tendréis que volver otro día para contarme si os ha gustado.

      La conversación en nuestro viaje de regreso es fluida. Sobre todo, porque la pequeña ha intentado abrir su paquete varias veces, pero Lucía no la ha dejado. Algo sobre aprender a esperar. Menuda chorrada, pienso yo, que estoy también deseando abrirlo.

      —Ya llegamos —nos anuncia Lucía.

      —Estupendo mami. ¡Podremos abrir los regalos!

      —¡Eso, eso! —le contesto yo imitando su tono de voz.

      En el fondo, creo que yo tengo más ilusión que ella, y Lucía sonríe. Ella sabe que no nos hemos tirado del vehículo en marcha porque habría estado feo, pero la impaciencia nos devora. Nada más bajarnos del coche, las dos nos miramos sonrientes, cogemos nuestros paquetes y volamos en un gesto cómplice al interior de la gran cocina. Pero Lucía nos detiene.

      —¡Alba! Sé que estás impaciente, pero ve primero a saludar a tu padre o sabes que se enfadará.

      —Es verdad, mami. Voy primero a verle y luego abriré mi regalo.

      En su voz no hay recriminación, pero noto que está defraudada. Germán debe ser un hombre muy autoritario. Sin embargo, admito que cuando mira a su hija se transforma, se suaviza.

      —Hasta luego Alba. Si puedes, ven luego y me lo enseñas.

      —¡Chachi!

      Ahora soy yo la que vuela al interior de mi casa. ¡No me lo puedo creer! María es un ángel, de los auténticos. Voy sacando el regalo y desenvolviéndolo poco a poco. Nada podía haber sido mejor que esto. Ante mis ojos tengo el edredón que hicimos juntas. Estoy emocionada, porque este será el primer toque propio que le daré a la que ahora es mi casa. Y espero, que con la misma ilusión que lo hicimos y todo el amor que pusimos en él, quede de bien en su nuevo hogar. ¿Qué le habrá regalado a Alba? No tengo que esperar mucho para saberlo. La pequeña entra en mi casa casi poseída.

      —¡Anabel! ¡Mira!

      —¿A ver? ¡Son preciosos!

      María le ha regalado a Alba unos pendientes muy bonitos con forma de alas. Son realmente hermosos, pequeñitos y blancos. Tengo la tremenda sensación de haberlos visto antes, estoy casi segura, pero no consigo recordar con claridad. La pequeña mueve su cabecita para que vea el pequeño movimiento de las alitas, y un delgado rayo de sol que se cuela por la ventana, incide en uno de ellos, despidiendo un brillo nacarado que por un instante me deslumbra. El último sueño en que mi madre aparecía viene a mí, y sus palabras advirtiéndome sobre el blanco llenan mi cabeza.

      —Me gusta tu casa —me dice de repente


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