Estatuas de sal. Margarita Hans Palmero
puerta corredera, hace frío. Toda la habitación está limpia y ordenada. Sobre la mesita pequeña que hay junto al caballete infantil, he colocado el maletín para Alba. Esta tarde me ha dicho que vendría pronto a visitarme. Lo espero, lo espero de corazón.
Sobre la mesa grande… hay demasiado vacío doloroso, y no es solo la pintura. He colocado un par de fotografías en ella. Una de mis padres, felices, sonriendo en el jardín. La otra, de los tres en mi quinto cumpleaños. Yo sonrío con felicidad, mostrando un gran hueco donde tendrían que estar mis paletas. También coloco una planta de interior y una vela con olor a vainilla. Algún día quizás consigo ir añadiendo de forma lenta, pero segura, pinceles y esmaltes. El caballete grande, permanece vacío.
Miro hacia fuera y veo como la noche se va acercando. No he vuelto a salir al jardín hoy. Hoy no. Pero le he pedido a Luis que me haga el favor y coloque más iluminación. También he hablado con Germán. Hay mucho por hacer.
Casi he terminado de cerrar el ventanal cuando escucho unas risas. Risas femeninas. Las mismas risas que escuché ayer tarde en el jardín.
—¿Alba?
No hay respuesta.
Las vuelvo a escuchar de nuevo, esta vez, más cercanas. Me asomo al exterior y no veo a nadie. Se repiten, esta vez, tan cerca, que me sobresalto y me giro con rapidez a fin de ver si hay alguien tras de mí. Y entonces, un pequeño soplido en la mejilla me hace gritar. Lo he sentido, ¡estoy segura! Mis vellos se erizan de frío y de incertidumbre mientras escucho cómo las risas se van alejando, sonando cada vez más distantes, mientras mi mente evoca unas jóvenes danzarinas de ritmo forzado… y cierro el ventanal de golpe.
Capítulo 11
Pantalón y blusa, el entallado vestido rojo, o quizás el vaporoso azul. Hoy necesito seguridad. Mucho me temo que esta noche habré de enfrentarme a las burlas de Roberto, y quizás de Robert. Casi puedo ver la compasión en la mirada de Pascual y tía Francesca. ¿Dos bandos? Claro que hay un tercer equipo, y son la pareja formada por Alejandro y su novia.
Un vaquero con una blusa estampada en tonos amarillos y naranjas es la indumentaria elegida. A pesar de que no soy una mujer alta, no suelo usar tacón, pero hoy termino calzando uno que me hace elevarme a las alturas cinco centímetros, argollas plateadas en mis orejas y muñeca, rímel en mis pestañas, fresas en mis labios, y un toque de jazmín y la llave de mi legado en mi cuello.
Esta no soy yo, pienso cuando me miro al espejo descubriendo unos ojos familiares, pero extraños, ribeteados de máscara de pestañas, o quizás, solo cansados por el largo día acontecido. Yo soy la de cara lavada y ropa deportiva, pero hoy necesito ayuda allí dentro. Antes de irme, decido recoger mi cabello. Lo sujeto con firmeza, pero sin apretarlo, en una coleta alta. Refresca por las noches y tomo la chaqueta azul. Estoy lista para que me ataquen, observen, analicen y juzguen.
Nada más entrar en el patio de las columnas, veo a Pascual, que está saludando a Alejandro y a una joven que parece salida de una pasarela. Tiene el cabello corto y rizado, del color de las espigas de maíz doradas bajo el sol. Pero lo que me llama la atención de ella al instante, no es que pueda asistir a cualquier concurso de belleza, sino más bien la calidez que desprende. En el instante en que Pascual me ve, se disculpa y viene hacia mí con ambas manos abiertas.
—¿Cómo estás?
—Perfecta.
Alejandro me observa y me hace sentir algo cohibida. Él también viste vaqueros, pero lleva una camisa en color azul, que hace que su cabello negro, y sus ojos grises, resalten sobremanera.
—Encantada —se presenta la propia Leonor.
—Igualmente —le respondo con amabilidad.
—Hola Anabel —saluda Alejandro con su timbre de voz grave.
Leonor me ha sonreído de una forma natural, y algo en sus ojos, en el movimiento de su cuerpo, en la forma suave de hablar cuando se dirige a Pascual, me hacen pensar que es una mujer muy agradable. Alejandro es un hombre con suerte sin lugar a dudas.
De pronto me siento triste. Como una especie de nudo en la garganta. Vuelvo a sentirme sola cuando estoy rodeada de personas. Pero Pascual me pasa la mano por el hombro y me invita a pasar. Supongo que salir corriendo, y más con estos zapatos, no es la mejor de las ideas. Además, ¿ir adónde? A una casa que parece empecinada en recordarme el pasado…
Nos vamos saludando y me siento algo incómoda cuando Roberto me mira de una forma poco apropiada para mi parecer. Tía Francesca finge no haber visto nada, pero me parece ver algo tenso a Pascual. Simplemente, yo decido ignorarlo. Nos sentamos todos. Esta vez, yo estoy entre Leonor y tía Francesca. Pascual y Alejandro están sentados justo frente a nosotras. Roberto está sentado junto a mi tía, y Robert, junto a Pascual.
—Y bien Anabel, ya me han dicho los chicos que ves espejismos en el jardín.
Mi copa se detiene a medio camino. Una vez pensé que Robert era un búho. Ahora estoy segura de que el padre es una culebra venenosa.
—No ha sido exactamente así —me defiende, o eso creo, Pascual.
—El cansancio puede ser muy traicionero. De todas formas, ya que tan amablemente has sacado el tema, por cierto, ante Alejandro y Leonor, aprovecho para disculparme por haberos preocupado tanto, que hayáis hecho venir al pobre Alejandro un sábado por la noche para que diagnostique mi locura —alego yo.
De inmediato noto mi cara roja como el vestido que lleva Leonor, pero no he podido evitarlo. Qué vergüenza. Me parece oír una risita, creo que proviene de Francesca. Lo cierto es que siento unos ojos grises clavados en mí y no me atrevo a levantar la cabeza y comprobar por mí misma el desastroso resultado de mi discurso improvisado.
—Tranquila Anabel. Yo he sido invitado como amigo de la familia. En caso contrario, habría traído un maletín en lugar de venir tan bien acompañado. De cualquier manera, ¿qué ha pasado con exactitud? —pregunta con tranquilidad Alejandro.
—Lo de la compañía te lo agradecemos —añade Roberto, comiéndose literalmente con los ojos a Leonor. Me avergüenzo pensando en mi tía. No lo merece. Su voz es algo pastosa. ¿Cuántas copas habrá tomado antes de la cena?
—Anoche estaba cansada. Llevaba dos noches sin dormir, y es posible que me durmiese en el sofá. Lo cierto es que juraría que el jardín había agrandado. Así que estoy loca —añado con sarcasmo y dolor.
—Tampoco es para tanto. Anabel no está loca —añade Robert— y lo único que dijimos era que estabas confusa, y que lo que te pareció ver ayer, no estaba. Sin más.
¿Robert me está defendiendo ante su padre? Esto cada vez es más confuso.
—Es más, yo creo que podríamos colaborar un poco y ayudar en las tareas que Anabel quiere hacer. Si quieres, puedo llevarte a una floristería nueva que han abierto en el pueblo —continúa Robert ante la desagradable e inquietante mirada de su padre.
—Gracias.
Le doy las gracias de una forma tan sincera, que hasta Alejandro levanta la mirada y fija sus ojos en mí, de tal forma, que no logro desviar la vista. ¡Por Dios! Esos ojos…
Por suerte, Adela entra a excusarse. Ya se va a la cama. Y entra con esa elegancia, y esa simpatía suya tan especial, que termina rompiendo el hechizo. Le debo una. Pero ahora me siento mal, todos están extrañamente silenciosos y me siento responsable en cierta forma. Aunque el responsable sea el imbécil de Roberto y sus comentarios inapropiados. Levanto la vista y veo a Leonor y Alejandro cuchicheando algo, y de pronto, ambos me miran, y Alejandro vuelve a mirarme como si estuviese analizando una herida profunda. Mis nervios ya han tenido hoy su dosis más que excesiva de todo.
—Y dime Alejandro. Ya que estás aquí, por curiosidad. ¿Cómo se puede medir la locura? ¿Hay un aparatito para eso? —contraataco yo.
—Creo que no…
Alejandro sonríe de pronto, con una sonrisa que no puede ser normal. Sus ojos parecen aclararse como