Estatuas de sal. Margarita Hans Palmero
Pocos acceden a ella salvo el personal que trabaja aquí, y algunos amigos del joven Pascual o de Roberto. Igual es una de las chicas esas actrices, amigas de Roberto.
—Te refieres a Robert…
—Me niego a llamarle así. Es de tontos cortar el nombre de esa manera —me dice enfadada arrancándome una carcajada.
—¿Y tú, Lucía? ¿Tampoco la has visto?
—La verdad es que no.
Mientras, la pequeña Alba se acerca sigilosa y se sienta a mi lado. Veo que está haciendo un dibujo en su cuaderno. Me fijo un poco en él, me gusta, parece que está dibujando… ¡Menuda casualidad! ¡Un ángel!
—Qué bonito. ¿Qué dibujas Alba?
—Mi seño de religión me dijo que tenía que hacer un dibujo para llevar el lunes. Algo que me acercase a Dios. He pintado un ángel.
—Es precioso.
—Preciosa.
—¿Preciosa?
—Sí. Es una señora. ¿Te gusta? A veces tengo sueños muy bonitos con un ángel, es una señora muy guapa. Se parece mucho a ti. Tú también pareces un ángel. ¿A ti también te van a salir alas?
Siento un escalofrío y una sensación de vacío profundo en el estómago. No sé si habré palidecido, pero por cómo me mira Lola, es posible.
—Uy, no cariño. Yo no soy un ángel.
—Pues la señora de blanco me dijo que su ángel iba a venir pronto.
—¿La señora de blanco?
—Sí, la que se parece a ti.
—Pero… no tengo porqué ser yo.
—Sí, porque eres igualita que ella. Cuando ella se ríe también tiene estos agujeritos —me dice señalando los pequeños hoyuelos que se me forman al sonreír.
—¡Alba! ¡Ya está bien! Por favor, discúlpela —la interrumpe su madre.
—Tranquila Lucía, y no me hables de usted, casi tenemos la misma edad. No me molesta, de veras. Hablar con tu hija es un soplo de aire fresco.
La pequeña Alba nos dedica la sonrisa más hermosa del mundo, radiante. No me ha molestado, en absoluto, pero cuando me ha dicho lo de los hoyuelos, un cosquilleo me ha recorrido el cuerpo y he notado una sensación similar a cuando alguien te da un pequeño soplido en la nuca.
—¿Ves mamá? ¡Te lo dije! Ella es un ángel aunque todavía no tenga alas.
—¡Pues sí que te han calado pronto, primita! —se burla Pascual que en ese momento entra en la cocina—. ¿Por qué no has venido a desayunar con nosotros?
—Ah, buenos días Pascual. Tenía muchas ganas de desayunar con Lola.
Sin previo aviso la pequeña se abraza a mi cuello y me da un beso en la mejilla. Echa mi pelo para el lado, y me susurra al oído…
—Mi mamá no quiere que te lo diga, pero el ángel me dijo que todo iba a salir bien. —Y acto seguido se gira, coge su cuaderno, le da un beso a su madre, otro a Lola y sale brincando para el patio.
—Adoro la energía de los niños —comento un poco para quitar el aturdimiento que siento.
—Bien prima. ¿Vamos a ver ese jardín?
—Claro que sí, ¿y Robert?
—¡Ya estoy aquí! —contesta desde la puerta.
Capítulo 9
Enfilamos el sendero hacia donde está la piscina. Me gusta muchísimo esta zona, porque a un lado de la misma hay varios ficus que proyectan su sombra sobre una parte del agua, mientras que el resto, queda libre para poder disfrutar del sol.
En uno de los bordes, a un metro del agua aproximadamente, se colocaron dos bancos para poder sentarse a disfrutar de la frescura de la noche en verano. Recuerdo, cuando de niña, a veces, sacábamos aquí un pequeño velador y colocábamos pequeños candelabros con velas junto a la piscina.
En invierno es agradable sentarse en este lugar y sentir el sol en la cara, creo que yo pasaría el día entero aquí si me fuese posible.
—Me da la sensación de que no paseáis mucho por aquí ¿me equivoco? —le pregunto viendo el estado de semiabandono en que se encuentra.
—La verdad es que no — me comenta Pascual—, al menos yo no tengo demasiado tiempo.
—Tu madre si viene de vez en cuando. Creo que alguno de sus guiones han nacido aquí —nos dice Robert, señalando los bancos de la piscina.
El gran ventanal que mis padres colocaron en la habitación donde mi madre y yo pintábamos, se divisa a la perfección. Tomo nota mental de colocar un velador cercano a la fuente. Debe ser un gusto sentarse a disfrutar de un buen libro, aprovechando la sombra de los ficus.
También tomo nota de colocar unas cortinas sobre los visillos de mis ventanas. Imagino que en la oscuridad de la noche, cuando las luces de mi casa estén encendidas, se podrá ver todo desde fuera. No tengo nada que ocultar, pero tampoco tengo afán de exhibicionismo.
—Y bien prima —me pregunta Pascual— ¿vas a regresar a Madrid?
—Por ahora no. Terminé mi trabajo allí el día antes de… venirme. No había dicho nada porque quería dar una sorpresa a papá. La verdad es que estaba preparando todo para regresar. Me han ofrecido un trabajo aquí, en Sevilla.
—¡Eso es fantástico! Me alegro mucho por ti, en serio. ¿Cuándo empezarías?
—Debido a todo lo que ha ocurrido, voy a coger ahora el mes de vacaciones que no disfruté durante el verano. Desde que me marché no he descansado más que una semana el pasado verano, y otra en las Navidades pasadas.
—Creo que te vendrá bien descansar. Todo esto ha debido ser mucho para ti, ya no solo la muerte de tu padre, también el volver aquí, debes estar algo aturdida —comenta Pascual.
—Además, no debe ser agradable vivir sola, y más, estar lejos de tu casa —añade Robert.
—Bueno, no vivía sola. Me acompañaba Irene, una buena amiga.
—Mejor. No hace mucho leí en un periódico algo relacionado con la desaparición de una chica. Por lo visto puede haber más casos, y no es por nada Anabel, pero físicamente se parecía bastante a ti. Recuerdo que a Francesca casi le da un colapso al ver la fotografía —me explica Robert.
—Sí, bueno, algo de eso he escuchado. Lo cierto es que no me preocupa demasiado. Irene puede resultar un guardaespaldas fantástico —bromeo.
Dejamos la capilla a un lado y por fin veo los cipreses. Yo les llamo cipreses guardianes, porque cuando era pequeña, veía como se recortaban sus figuras estilizadas contra el cielo, y se me asemejaba en la imaginación, a la guardia de la escolta real británica, tan erguidos y majestuosos.
No están justo al lado de la capilla, porque mi padre decía que le daba un aspecto de cementerio, así que ahí decidió plantar mejor una serie de naranjos, y algunos olivos, que dejamos en recuerdo de los que originariamente existían en la finca. Los guardianes, se dispusieron delimitando el fin de la parcela, junto al muro de piedra que la rodea.
—Anabel… —me advierte Pascual.
Me acerco a los cipreses e intento pasar a través de ellos, justo tras los setos y las hojas colgantes de las buganvillas, como hice ayer por la tarde. Pero me topo con el muro de piedra, fiero e inamovible, callado, traidor. Las hojas de hiedra están enredadas, cubriendo la piedra gris de forma absoluta, dejando tan solo, entrever de tramo en tramo el color anaranjado, fucsia, y violeta de las buganvillas.
—Os aseguro que yo pasé por aquí. No estoy loca, por favor, debéis creerme.
Como si en ello me fuese la vida,