Estatuas de sal. Margarita Hans Palmero
un instante se queda como ausente, incluso veo cómo le tiembla ligeramente el labio, y creo que está haciendo un esfuerzo para poder hablar sin que le tiemble la voz.
—No se te puede mentir sobrina. Siempre fuiste una chica inteligente, y eso, siempre me gustó.
Se pone de pie y empieza a pasear en dirección al jardín, deteniéndose un instante y apoyándose contra el frío cristal, a contraluz, como si hablase más con ella, que conmigo.
—Ya eres una mujer. Quizás haya cosas que puedas entender mejor de lo que yo pueda pensar —me dice, girando de nuevo su cuerpo hacia mí—. La casa es grande. Roberto pasa mucho tiempo fuera, trabaja mucho, o eso espero… Robert también pasa mucho tiempo estudiando y preparando su carrera. Pascual tiene su trabajo y luego se encierra durante horas en su cuarto de música. Prácticamente no le veo. Adela es… tan formal… y, tiene muchos quehaceres. Mi madre se marchó un día sin más, sin despedirse… y no sé nada de ello salvo determinadas tarjetas que me llegan de vez en cuando… ¿Sigo?
—Sí, por favor.
—Quiero a Roberto, pero hay muchos momentos en que recuerdo a José. También echo de menos a tus padres, y a la época en que tú y Pascual erais niños… Me hago mayor y me siento sola. Me viene bien tener algo de compañía, ¿no crees? El espíritu de este lugar se marchó con ellos dos Anabel. La casa no ha vuelto a ser la misma, y nosotros tampoco —añade abrazándose un momento, la vista de nuevo perdida.
No esperaba tal sinceridad, y me ha dejado perpleja.
—Tía, de veras, me duele que te sientas así, pero… bueno, creo que tú eres la única que puedes encontrar lo que te falte. No estoy loca, solo angustiada. Por Dios, solo hace tres días que ha muerto mi padre. Me siento rota. Pero quiero añadir —le dijo sonriendo— que puedes visitarme todo lo que quieras y yo por mi parte haré lo mismo.
En este punto, me pongo de pie y me acerco a ella abrazándola. Hoy parecemos osos mimosos infantiles, en lugar de adultos.
—O sea, que prefieres quedarte aquí y venir de vez en cuando ¿cierto? —y de nuevo vuelve a sonreír—. No sé por qué no me sorprende.
—Sí. Necesito mi espacio. ¿Lo entiendes?
—Claro que sí. Yo también fui joven, recuérdalo. Ahora voy a hablar con Lola y a explicarle que esta noche también vienen Alejandro y Leonor.
—¿Leonor?
—Sí, creo que es su novia. Te contaré un chisme. Alejandro tiene cierta fama de mujeriego, y Leonor no es su primera novia. No sé si volveremos a verla por aquí, con sinceridad —me bromea—. Por cierto, ¿cómo le llamaste el otro día? ¿Bicho?
—¡Oh, por favor! ¡No me lo recuerdes! ¡Menudo bochorno! Era una enana de ocho años cuando le llamaba así, y no sé por qué, lo repetí. Uf. Qué vergüenza. Por cierto, ¿me acompañas a ver a Lola? Voy a darle la noticia de mi independencia gastronómica, y va a ser complicado. Lo haré con sutileza, aprovechando el justo momento en que se aleje de las sartenes. ¡Menudo carácter tiene!
Mi tía termina soltando una pequeña carcajada.
—¿Estás segura?
—Sí. Necesito mi independencia, mi intimidad. Necesito cuidar de mí misma. Además, Lola ha amenazado con engordarme como si fuese un pavo de Navidad y tengo que huir ahora que aún estoy a tiempo.
Ambas reímos, pero aun así, mi tía me mira con suspicacia.
—¿De veras te encuentras bien? Tu palidez da algo de miedo —me susurra.
Después de lo del jardín, lo que falta es que yo mencione el tema del cuadro…
—Mira tú quién va a hablar… Estoy bien tía. Solo necesito algo de tiempo. Venga, vamos.
Ya en el exterior, Luis está arreglando un grifo en el patio, y al vernos, nos sonríe y nos saluda. No me pasa inadvertida la forma en que mira a mi tía, y juraría que al fin, a ella le vuelve algo de color, a su casi transparente piel.
—Buenas. ¿Qué tal?
—Hola Luis —le contesto— vamos a ver a Lola. ¿Por dónde anda?
—En la cocina, para variar. Está preparando algo relacionado con una tarta de queso para celebrar tu vuelta. Te advierto que quiere engordarte.
Luis se ríe con ganas cuando yo pongo cara de “¡lo sabía!”. Es un hombre risueño, y si bien no me había fijado demasiado en ese aspecto de su persona, lo cierto es que no está mal físicamente. Un pensamiento del todo inapropiado me llega sin avisar, en silencio, y tajante, cuando veo a ambos cruzar sus miradas de una forma… casi íntima. ¿Qué pasa aquí?
Pedro aparece de alguna parte, con la ropa mojada y unas botas negras, curiosamente secas. Extraña combinación. Ha fijado su vista en mí de una forma que me resulta desagradable y me hace sentir mal. No es trigo limpio. Estoy segura de que este hombre oculta algo importante, quizás como todos los demás miembros de la casa, incluyéndome a mí misma, y esa pintura resguardada en un doble fondo.
—¡Anabel! ¡Anabel! —escucho la vocecita alegre de Alba.
—Creo que ya has hecho una amiga por aquí —me dice mi ahora sonriente tía.
—Sí tía. ¡Hola Alba! ¿Terminaste los deberes?
—¿Es el cielo azul? Soy una niña muy lista. ¿Podré comer tarta contigo esta tarde?
—¡Alba! —grita Lola desde el interior de la cocina— ¡No te chives!
Todos reímos. Excepto Pedro. Nos mira con una fea expresión en su fea cara y se marcha. No pienso invitarle a comer tarta. En fin, voy a hablar con Lola, y si consigo sobrevivir a su ira, cuando sepa sobre mis planes futuros de cocinar para mí misma, todo lo demás, será “tarta comida”.
* * *
Lola me ha sorprendido. Al principio se mostró un poco reacia, pero en el fondo, creo que lo esperaba, o al menos, eso es lo que me dio que pensar cuando me hizo entrega oficial de un dosier con recetas fáciles.
—Te conozco desde que viniste a este mundo. Es muy difícil engañar a Lola, niña. Pero te espero por mi territorio cada vez que quieras. ¿Entendido?
Julio me guiñó un ojo desde la esquina de la cocina, y después, empezó a reírse con ganas cuando vio que Lola me pasaba un recipiente con el almuerzo.
Un almuerzo que no he podido tragar. Cuando iba a salir de la cocina, Lola me susurró con cariño…
—Eres igualita a ella. Hasta en esto. A tu madre le encantaba la cocina. Me pedía recetas, y halagaba mis guisos, sabedora ella de que yo iba a caer en la trampa y le iba a contar cómo los había preparado… Lo siento Anabel. No quería ponerme triste. Es solo que… a tu padre lo veíamos de vez en cuando. Íbamos a Sevilla y, yo aprovechaba, y le preparaba pestiños. Ya sabes que a él le da igual comer pestiños en agosto, el muy goloso. Estaba muy orgulloso de ti, de tu trayectoria y nos dijo de pagarnos un viaje a Madrid para que pudiésemos visitarte. El bueno de Tobías, siempre tan generoso. Pero tu madre… ella era la sal de esta tierra, el aceite de nuestras vidas. Y tú me la recuerdas mucho.
Supongo que me emocioné un poco al escuchar su sincera revelación. Yo ya sabía por mi padre que Julio y Lola le visitaban de vez en cuando, pero… veo a esta mujer ante mí, para muchos, una mujer de campo ruda y sin una educación esmerada… para mí, la mujer más educada del mundo porque todo lo hace con amor. Y me emocionó.
También es sabia esta señora, y así me lo demuestra cuando sin previo aviso me grita, haciéndome reír al instante.
—¡Joder, quiero volver a ver salir humo de esa chimenea, es una orden!
—¡A sus órdenes, mi jefe de cocina! —le contesté yo.
Pero el almuerzo no pasaba después por mi garganta, y a pesar del trabajo físico que hoy he realizado en casi toda la casa, nada me ha