Historia crítica de la literatura chilena. Grínor Rojo

Historia crítica de la literatura chilena - Grínor Rojo


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ese centro común, era mucho más fácil de custodiar (25-26).

      El pasaje transcrito permite varias observaciones de interés para nuestro tema. Como lo practicará posteriormente en sus novelas más difundidas, ya en este texto temprano Blest Gana se dedica a observar con simpatía las formas de diversión colectivas existentes (o que dejan de existir) en el país. Su esfera de atención son las fiestas y el entretenimiento de la gente, no la actividad laboral o las manifestaciones del trabajo. Esto lo lleva a valorar puntos bien definidos en el tiempo, lugares precisos en el espacio. Aquí se trata de una festividad religiosa que se presenta más bien como un hecho cívico. El liberal que había en él, y que ya se le había hecho carne después de las rebeliones anti-monttinas, ve a lo sumo en la religión un instrumento de buen gobierno republicano. El lugar no es otro que el centro de Santiago y las transformaciones que requiere a medida que transcurren los años, en virtud de la cambiante demografía social de la ciudad. Blest Gana anota con justeza que toda su nueva topografía responde a exigencias de una autoridad que busca controlar la desigualdad social reinante en el país. El espacio público sólo materializa la voluntad de una élite que distribuye alegrías y regocijos de acuerdo a las conveniencias del control político. Para la mirada del autor, las costumbres significativas son sobre todo las del pueblo. Estas se desplazan, se trasmutan, pero siguen constituyendo la columna vertebral de la nación. El poder del Estado sólo interviene para impedir los posibles desbordes. Las leyes, los decretos, las disposiciones gubernamentales son algo exterior que deforma el espíritu colectivo de la nación en favor de un grupúsculo de favorecidos. Este panorama festivo, que ya en 1858 empieza a ser ángulo preferido en el arte del autor, se enriquecerá palpablemente en sus novelas posteriores. Además de las conocidas escenas nacionales y populares de Martín Rivas, bien comentadas por la crítica, basta hojear El ideal de un calavera para aquilatar su relevancia en el hacer narrativo de Blest Gana.

       3. Los bueyes y los Andes (1863)

      En su relato de 1863, El ideal de un calavera, la visión se articula con mayor amplitud y con una clara lógica de composición desde los cuadros de la naturaleza dominantes en la primera parte («Escenas del campo») hasta los pasajes extensos, a veces capítulos completos dedicados a las celebraciones patrióticas («Los calaveras», segunda parte). En el intersticio entre las dos secciones se sitúa la transición de lo rural a la capital, mediante una gran perspectiva que acentúa la desproporción entre la majestad cordillerana y la vida feudal enquistada en el país. En pleno acuerdo con la división tripartita de la novela (la «Conclusión» busca sólo actualizar el fondo histórico del relato), el paso del campo a la ciudad subraya la debilidad inveterada de la sociedad chilena. Mirando más de cerca cada uno de estos momentos, es posible entrever algo así como una visión proto-nacional, muy crítica, que ya empieza a insinuarse en la obra de Blest Gana.

      En el primer momento, el héroe romántico de El ideal, Abelardo Manrique, visita y conoce a quien será su amada, Inés Arboleda, viajando desde su pobre fundo, «El Maitén», hasta «El Trébol», hacienda mayor recientemente adquirida por el pater familias. Siguiendo una técnica, casi manía, que Blest Gana ha practicado en sus novelas previas, el héroe sentimental y su ideal amoroso quedan engarzados en un anagrama más o menos evidente: Abelardo/Arboleda. El espacio de encuentro entre ellos es la huerta, donde todo adquiere, en escenas extrañamente reminiscentes (capítulos III, IV y V), el tono del idilio en un Edén criollo. Reina ahí el «concierto de la naturaleza» (24). El viejo paraíso amoroso, lugar de infancia de Abelardo (un poco a la manera de la poesía romántica de Lamartine o del romance regionalista de Isaacs), reviste aquí tintes locales, cuasi costumbristas. La paisajística del siglo XIX, que no alcanzó a cuajar en la pintura propiamente tal (salvo en creaciones esporádicas de artistas europeos), halla en estos cuadros una plasmación romántico-nacional llena de color con las cosas del campo chileno: pájaros, árboles, hierbas. Tras ellos se vislumbra la reverberación histórica cuando, en una notable descripción de la casa-hacienda, se ve a esta como heredera del «coloniaje», en una especie de arquitectura natural (22 y 23; subrayado del autor). El pincel de Blest Gana, que «burla burlando», sitúa la mansión entre un oratorio y campanario a la derecha, y «la bodega, un granero y un pajar» a la izquierda (23). ¡Lo rural es palmario, no quita lo creyente! Es fácil percibir en estas páginas la habilidad del autor para comprimir en un núcleo concreto y funcional una serie de valencias nacionales, agrarias en este caso, con toda una filosofía de la historia que abunda en la novelística liberal de la época, tanto en Europa como en América Latina12. La escena del rodeo, más típica, es un cuadro de costumbres tradicional que ilustra el panorama campesino dominante en la sección, mostrando una óptica liberal –urbana y ciudadana– que una vez más tiende a enjuiciar lo contemplado. El reflejo intertextual con los duelos y torneos de Ivanhoe es más que sugestivo, si es que no invento la conexión. Todo esto culminará en el episodio de la «meica» que cura a un Abelardo accidentado y enfermo. Lo brutal de las costumbres y la medicina arcaica y supersticiosa se suman para fijar el contorno atrasado y oligárquico del sector gobernante. Y hay quizás más de una ironía en el hecho de que sea la «médica popular» la trasmisora, a través de cartas y mensajes, del incipiente romance entre los jóvenes.

      El siguiente momento, como decíamos, es transicional. Se sitúa al inicio de la segunda parte y consiste en el desplazamiento de la familia Basquiñuelas

      –representativa del medio pelo– por los caminos rurales aledaños a Santiago. El pasaje tiene el relieve de una gran obertura y no deja de tener semejanza con el célebre inicio de Durante la Reconquista. Aunque algo extenso, se justifica apreciarlo en su integridad:

      El camino que saliendo a Santiago hacia el oriente se dirige a la vecina cordillera ha sido siempre pintoresco.

      Bien sea al principiar, deslindando al Norte por la línea extensa del Tajamar, que opone una valla a las frecuentes creces del Mapocho, y al Sur por los viejos edificios que pierden su aspecto de tristeza en medio del verde follaje de los frondosos árboles que los rodean; bien sea más afuera, limitado por las tapias de los potreros y por las cercas vivas de arbustos entrelazados, este camino tiene siempre a su frente el magnífico panorama de la cordillera, en cuyas nieves eternas van a mirarse los primeros rayos del sol como en un espejo que les devuelve su imagen engalanada de los colores del iris.

      No se ocupaban de ese grandioso espectáculo de la cordillera, que nos contentamos con señalar en dos palabras, cuatro personas que iban por ese camino en un carretón tirado por una yunta de bueyes.

      Los Andes y las nieves serán eternos, y eterno también será el sublime espectáculo que ofrecen a la vista del santiaguino indiferente. Por esto nos dispensamos de una descripción que los amantes del paisaje literario, si así puede llamarse este género descriptivo, habrían encontrado oportuna al frente de esta segunda parte de nuestra historia.

      Pero como los caracteres no parecen tener la estabilidad de los Andes, puesto que con su casi total desaparición han probado que adolecen del carácter de transitorios que hacen tan efímeras las obras del hombre, nos detendremos un instante a contemplar la que, como dijimos, salía de Santiago con algunas personas, tirado por una yunta de bueyes (107-8)13.

      El formidable contraste entre la naturaleza y el hombre, entre la magna cordillera y esa lenta yunta de bueyes que apenas se mueve, lo dice todo. Siguiendo el parangón que recientemente sugeríamos, podría decirse que, así como el comienzo de su novela épica muestra el alba y el sol de la Independencia en plena Reconquista española, El ideal –relato enclavado en el siniestro ambiente portaliano– fija de modo indeleble el destino del país. En esta imagen de bueyes cabizbajos, sometidos al yugo, hay una imagen perfecta –perfectamente oligárquica– de la sociedad chilena tal como la ve Blest Gana en el momento de su novela. Con la distancia de más de un cuarto de siglo, el liberal de 1863 ve que la altura de los Andes, con su libertad y soberanía, resulta humillada, envilecida en el carretón rural que sólo expresa servidumbre y torpor de vida. Es un símbolo expresivo de lo desandado por el país desde Lircay.

      Más ricos y variados, más «blestganianos» de cierto modo, resultan los incidentes que tienen lugar en la capital, casi todos los cuales se refieren


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