Historia crítica de la literatura chilena. Grínor Rojo

Historia crítica de la literatura chilena - Grínor Rojo


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indígenas, a una economía campesina de sobrevivencia y, finalmente, a la migración. Cuando esa expropiación se concretó en la década de 1880 ya no era posible encontrar en el espejo a un pueblo y un territorio distinto, aunque fuera ficcionalizado como nos lo presentó Juan Egaña, mucho menos representar el pensamiento de un chileno en un pehuenche. Por el contrario, lo que devolvió ese espejo fue la imagen de una nación chilena superior y vencedora.

      Leer Cartas Pehuenches desde nuestra contemporaneidad no deja de tener sentido si se consideran estos aspectos, porque nuestro comienzo de siglo se debate nuevamente en la expresión pública de distintas sensibilidades que apuntan hacia la necesidad de reencauzar este constructo Estado-nacional, lo que hace llano reconocerse en el espíritu crítico de Juan Egaña. Parte de esa necesidad de refundación tiene que ver con la relación, nuevamente quebrantada, entre sociedad chilena y sociedades indígenas, en especial la mapuche, con la diferencia sustantiva de que el silencio indígena y el hablar-por-el indígena (el del indigenismo criollo, el de las políticas indígenas, el de la etnografía) han sido exitosamente objetados por el surgimiento de representaciones indígenas propias que desde distintos ámbitos, del político al literario, reivindican ese momento de independencia y soberanía que aparece referido por Juan Egaña, ese Butalmapu que constituye la patria de Melillanca y Guanalcoa.

      La intelectualidad mapuche contemporánea se aproxima con voluntad política a las escrituras de sus «otros»: viajeros, etnógrafos, militares y políticos que a lo largo del siglo XIX construyeron representaciones sobre los indígenas para sustentar relatos civilizatorios, entre ellos los del Estado-nación chileno (Zapata, 2006). Un campo representacional heterogéneo que va desde la constatación y observación curiosa de la diferencia, hasta la clara intención de denostarla y exterminarla. Los intelectuales mapuche encuentran en la relectura de estos materiales las rendijas que permiten mirar hacia ese pasado independiente y encontrar en él los sustentos para hablar no sólo de una cultura distinta, sino también de una soberanía arrebatada, cuyo fundamento era un vasto territorio, no reconocido en las políticas post invasión que asignaron pobres porciones de «tierras» a los mapuche. Más notable todavía es que en esas mismas escrituras encuentran el reconocimiento de esa soberanía, pues no fueron pocos los autores que hablaron de un «país mapuche» (Ancán y Calfío, 1999).

      Las Cartas Pehuenches no escapan a este camino de análisis abierto por los autores mapuche y que implica reparar en los conceptos que articulan la representación literaria de Egaña y las condiciones históricas que la autorizaron, especialmente cuando el autor reconoce, en innumerables pasajes, la existencia de una nación indígena y alude a su territorio en el sentido más político del término, vale decir, como el soporte material de un pueblo independiente. Incluso más, nuestro autor recurre a palabras del mapudungún para nombrarlo, como Pire Mapu –traducible como ‘tierra de la nieve’ o ‘país de la nieve’– y Butalmapu o ‘gran territorio’, presentes en la lengua de los mapuche hablantes hasta hoy para referirse a un gran territorio y recuperadas políticamente por el actual movimiento, incluidos los intelectuales. En Cartas Pehuenches sorprende la transparencia con que se expone este significado del territorio, unido a la pertenencia y añoranza de una auténtica patria, como se refleja en la emotiva confesión de Melillanca a Guanalcoa: «…yo no puedo olvidar la hermosa tranquilidad de nuestro Butalmapu, las historias heroicas del venerable Apo-ulmen, tu padre, y sobre todo nuestra tierna y fraternal amistad» (33).

      Imposible entonces no leer estas Cartas Pehuenches como la necesaria actitud crítica frente al proyecto de nación vigente; también como la prueba palpable de una historia que se repite en el caso de la inclusión/exclusión de los indígenas y, por último, como la huella textual de una independencia –la del pueblo mapuche– que sustenta la posibilidad de imaginar un futuro de autonomía.

       Obras citadas

      Ancán, José y Margarita Calfío. «El retorno al País Mapuche: reflexiones preliminares para una utopía por construir». Liwen. N° 5. 1999, 43-77.

      Egaña, Juan. Cartas Pehuenches. Santiago: Universidad de Chile, 2001.

      Gallardo, Viviana. «Héroes indómitos, bárbaros y ciudadanos chilenos: el discurso sobre el indio en la construcción de la identidad nacional». Revista de Historia Indígena. N° 5. 2001, 119-134.

      Subercaseaux, Bernardo. «Prólogo». En Juan Egaña, 2001, 15-29.

      Zapata, Claudia. «Identidad, nación y territorio en la escritura de los intelectuales mapuches». Revista Mexicana de Sociología. Vol. 68, n° 3. 2006, 467-509.

Construcción de la nación y literatura nacional

      «Identidad», costumbres y experiencia de la nación

      Jaime Concha

      «Los caracteres nacionales de que se envanece cada nación europea son muy de ordinario sus defectos». Unamuno, En torno al casticismo «El pasado es un país extranjero…» Leslie P. Hartley, The Go-Between

       1. Introducción

      Hablar de la identidad nacional es como hablar del tiempo según San Agustín. Para el autor de las Confesiones, si no se inquiere sobre el tiempo todo resulta claro, no hay problema alguno, el tiempo fluye natural y regularmente con la inmediatez y familiaridad que son las suyas. Si, en cambio, preguntamos en qué consiste, cuál es su naturaleza, etc., haciéndolo objeto de reflexión, todo se complica y entramos inevitablemente en un terreno de dudas, perplejidades y contradicciones7. Lo mismo parece ocurrir con la llamada identidad nacional. Gestos, modos de hablar, rasgos idiosincráticos, preferencias y, sobre todo prejuicios se reconocen fácilmente como parte del retrato de un país determinado. Si averiguamos, sin embargo, por el ser de esa supuesta identidad nacional y tratamos de conceptualizarla, entonces la solución se nos aleja bordeando lo imposible. Parodiando un poco, aunque no demasiado, podría decirse que no hay «intuición categorial» del excedente identitario más allá de los detalles particulares percibidos. Acabo de ver un programa de televisión en que un grupo de chilenos residentes en Australia despliega una bandera tricolor gritando «¡Viva Chile!». No cabe duda: estamos ante compatriotas que se sienten chilenos. Grupo, objeto y exclamación articulan un sencillo mensaje, un rito elemental de pertenencia. Pero, aparte de la fe primaria expresada en el acto performativo, ¿a qué se refiere realmente tal símbolo, tal grito? ¿Cuál es el significado y el contenido de esa adhesión en cuerpo y alma al cuerpo místico de la nación proclamada allá lejos, en las mismas antípodas?

      Desde 1980 más o menos, el tema de la identidad en sus varias manifestaciones y, en particular, de las identidades étnicas y nacionales ha invadido el campo de los estudios culturales, acaparando la discusión teórica y dando origen a numerosos, inacabables y aburridos artículos y monografías. Procesos, fenómenos, estructuras sociales que antes eran estudiados a partir de otros criterios (genealógicos, de linaje, estamentales, de clase, entre muchos otros) ingresan ahora en la esfera del análisis identitario, con premisas intelectuales distintas y con resultados casi siempre divergentes8. Otra mirada sobre lo social ha venido a imponerse, otra concepción ideológica del sujeto colectivo es la que tiende a imperar. A veces uno se pregunta si tras tanto prurito y preocupación por la identidad no habrá un simple resabio psicológico, no del todo expurgado, transferido al marco de lo social sin mediación alguna. Es como si el individuo, perdido en el ubicuo gregarismo ambiente, sólo pudiera hallar una individualidad sustitutiva y compensatoria en una identidad de grupo. Aunque sería injusto y de hecho inexacto juzgar la actual problemática como mera proyección de la identidad individual, no sería difícil comprobar que muchos elementos en ella dependen todavía de los análisis clásicos del empirismo inglés, los de Locke y de Hume. Las ciencias sociales no han logrado arrancar su elaboración de una matriz filosófica que, a la postre, se mantiene en ellas empobrecida, a menudo desvirtuada. «No existe, por lo tanto, un concepto claro de identidad… en sociología», estipula un prestigioso diccionario especializado (Scott y Marshall: 289). Es una confesión


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