Historia crítica de la literatura chilena. Grínor Rojo

Historia crítica de la literatura chilena - Grínor Rojo


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contagiosa, alcanzando ribetes de verdadero camelo intelectual9. Esta proliferación pudiera hallar su justificación objetiva en el actual período o época de globalización, al calor del acervo de ideologías posmodernistas y en medio del torbellino de las migraciones intra e intercontinentales en que las identidades se frotan y contrastan entre sí, se refuerzan a veces y en otras simplemente se extinguen, mimetizadas en la nueva colectividad receptora. «Alejandrinismo» ubicuo, sin duda, en lo lingüístico, en lo cultural, en lo étnico y en otros planos, ya no con una sola Alejandría egipcia, sino con múltiples cosmópolis regadas a lo ancho del planeta, con una diáspora no sólo judía sino torrencialmente multirracial y multi-religiosa, y con filósofos que ya no enseñan en Roma, sino que imparten la «buena nueva» del siglo XXI desde centros académicos anglosajones10. Un gran nimbo «alejandrino» lo atraviesa todo, repartiendo sus brillantes colores a pesar de la crisis. Al final no sabemos bien si se trata de un arcoíris después de la tormenta o de la luz en un Arca de Neón en que todo cabe, en pos y con rumbo a la torre de Babel. El presente contexto, tanto mundial como nacional, difiere sobremanera de desarrollos anteriores.

      Si bien Chile careció, durante la primera mitad del siglo XX, de filosofías de lo mexicano (Ramos, Paz) o del énfasis en la argentinidad de nuestros vecinos (Martínez Estrada, Mallea, Marechal) de la que tanto se reiría Cortázar, no fuimos totalmente inmunes a la plaga. A comienzos de siglo con Nicolás Palacios y su famosa Raza Chilena (a la cual haría pendant, con un aire más espiritual, el Alma Chilena de la antología póstuma de Pezoa), y en medio de la crisis de los años veinte con Alberto Cabero y otros autores, también hicimos nuestros «pinitos» en materia de chilenidad. El caudal de ideas se agolpa naturalmente, exacerbándose con la Generación del 38, juzgada con razón como un epítome del nacionalismo de los 30, pues se dedica a indagar nuestras raíces e inexistentes esencias nacionales. Chile o una loca geografía (1940), el hermoso libro de Benjamín Subercaseaux, está lleno de cosas «chilenas» que se anuncian y pronuncian sin vergüenza, recibiendo incluso un aval por parte de Gabriela Mistral (en «Contadores de patrias», prólogo de 1941). Ahora bien, hay que considerar que estos dos contextos –el nacionalista del de principios del siglo XX y el vigente en la globalización de hoy– son del todo heterogéneos al país republicano del XIX, ya que el sujeto histórico definitivamente no es el mismo. Entre el Chile que está en proceso de formación nacional, un Chile que deja de ser sustancialmente oligárquico y da paso a las luchas populares, y el Chile neoliberal de las últimas décadas hay sólo coincidencia de nombre y una perfecta discontinuidad de hecho; en suma, una absoluta falta de identidad. Mejor: hay sólo una secuencia o sucesión de alteridades. Esta confusión nominalista, siempre posible y de la cual resulta arduo escapar, no debe hacernos olvidar el contexto específico y el sujeto nacional alentados en la obra de Blest Gana, incuestionablemente nuestro mayor novelista, a quien he elegido como mirador privilegiado para observar el nacimiento de una conciencia nacional. Puedo errar, pero nunca he visto en Blest Gana la noción de «identidad», por lo menos de un modo relevante y marcado con las asociaciones de hoy. Esto ya de por sí es bastante decidor. Que una obra tan inmensa, variada y abarcadora como la suya esté exenta de la manía identitaria me parece uno de los síntomas más saludables existente en nuestro mejor pasado histórico. Por esto mismo, el título de este trabajo pone entre comillas el término de marras, tachándolo de entrada como una noción anacrónica e inservible. En Chile, la llamada «identidad nacional» ni siquiera alcanza a ser una construcción cultural; es apenas un sistema de prejuicios (positivos y negativos) articulados ideológicamente de la peor manera posible. Uso a continuación textos y pasajes menos estudiados, entendiendo que sus grandes novelas –Martín Rivas, Durante la Reconquista, etc.– ya han sido suficientemente comentadas desde el ángulo de la conciencia nacional. Los caracteres burgueses en una y los héroes populares de la otra representan el necesario contrapeso a lo que sigue. Al mismo tiempo, he multiplicado las citas del autor, no sólo como evidencia textual de lo que planteo, sino para estimular el interés por un escritor que cada vez leemos menos. Blest Gana merece que se lo conozca mejor y que se exploren repliegues de su obra que no calzan con la imagen más bien fija y convencional que de él se tiene. A la vez, una mirada rápida al diario juvenil de un compañero de generación, Benjamín Vicuña Mackenna, permitirá comprobar hasta qué punto confluyen dos apreciaciones de una patria en pañales.

       2. Una novela temprana (1858)

      Si hay algún término que pudiera equivaler en el siglo XIX y en la obra de Blest Gana a lo que hoy se entiende por identidad, el candidato más plausible sería seguramente el de «costumbres». Más que un conjunto de cualidades permanentes, lo que singulariza a una sociedad es una suma de costumbres que se practican en un tiempo y lugar determinados, tan cambiantes como la piel de sus usuarios. En el autor chileno ellas poseen un puesto destacado tanto por la significación central que adquieren en su proyecto narrativo, como por la constante atención que les dedica en todas y en cada una de sus novelas. Es fácil recordar que la principal, Martín Rivas, se subtitula justamente: «Novela de costumbres político-sociales». Pero no hay sólo eso. Cualquier lector se da cuenta que la descripción de costumbres –en el doble sentido, un poco oscilante, de moeurs y coutumes, de mores y consuetudines propiamente tales: hábitos y caracteres, por un lado, prácticas y ritos sociales, por otro– constituye uno de sus métodos preferidos para explorar aspectos del país, franjas enteras de la sociedad y los cambios que no dejan de experimentar.

      En todo ello, sin duda, el modelo lo habían suministrado, en gran escala y con fuerza insuperable, Scott y Balzac. En varias novelas del primero, de las cuales hay constancia que leyó (Ivanhoe, El anticuario, La novia de Lammermoor), el efecto del tiempo sobre las costumbres locales y regionales es un núcleo vital de la narración. En el segundo, como es bien sabido, casi todos sus relatos se abren con pórticos o introducciones que, para situar la acción, necesitan pintar previamente las transformaciones que el tiempo (la historia, las revoluciones) y el espacio (topografías, remodelaciones urbanas) han acarreado en el grupo humano y en su contexto material correspondiente. Desde 1830 hasta su muerte, Balzac no hace sino rememorar «la Francia de antaño» (La femme abandonée: 463) y llevarnos de la mano por su gente a través del país como un verdadero «arqueólogo moral» (Béatrix: 638), es decir, viajero y observador de viejas costumbres desvanecidas. Ese ojo balzaciano, su manifiesta sensibilidad para las mutaciones de la nación, con todo lo que estas comportan de pérdida y novedades (usos, estilos, modas), es algo que Blest Gana hereda de quienes probablemente fueron sus máximos héroes literarios.

      Aun antes de formular su proyecto narrativo en los años sesenta, en lo que podríamos llamar su prehistoria narrativa de la década anterior, se muestra ya en Blest Gana una aguda percepción para el cambio histórico: cambio de modas, de lugares y ambientes, de especies de comida y de formas de diversión, etc. En quizás uno de sus mejores relatos de esa época, El primer amor (1858), vemos este cuadro que reúne una serie muy completa de observaciones sobre la metamorfosis experimentada por Santiago11:

      Los amantes de esas fiestas tradicionales que conservan los pueblos perpetuando los usos de pasadas generaciones, recuerdan todavía con entusiasmo los exaltados regocijos a que se entregaba nuestra buena población santiaguina en la llamada Noche Buena que precede a la Pascua de Natividad. Y al volver la memoria hacia mejores tiempos, deploran con cívico desconsuelo que la autoridad haya intervenido en los placeres del soberano de la nación aboliendo aquellos que, con prejuicio de la gente pacífica, hacían resonar su descompuesta algazara por todos los ámbitos de nuestra dilatada capital.

      Ya por los años de 1850 apenas subsistían confusos recuerdos de aquellas festivas reuniones de gente armada con mil variados instrumentos […].

      La inquieta suspicacia, que de ordinario vela en el corazón de todo gobierno, hizo entrever en aquellas fiestas populares el pretexto de una sedición en épocas de crisis políticas. Temióse, y con razón, que esas formidables masas de artesanos y vagos cambiasen un día sus instrumentos de fiesta por las mortíferas armas de revolucionarios y viniesen valiéndose de aquella inveterada costumbre a formar legiones agresoras y amenazantes donde en otro tiempo se organizaban pacíficas patrullas de ciudadanos alegres. Destruyóse,


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