Historia crítica de la literatura chilena. Grínor Rojo

Historia crítica de la literatura chilena - Grínor Rojo


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o debía tener un rol central en esta tarea. No en balde, Blest Gana subtituló Martín Rivas como «novela de costumbres político-sociales».

      La construcción de la nación –y de la patria– desde los territorios de la conciencia hasta los geográficos (piénsese en la obra de José Joaquín Vallejo) será el gran emprendimiento de ese siglo fundacional, siglo que tiene como trasfondo en cuanto a la producción literaria e intelectual el imaginario de una primera modernidad. Un imaginario instalado en la élite de una sociedad estratificada, que tiene en su cúspide a la oligarquía agraria y en sus escalones inferiores a funcionarios del Estado y a sectores mesocráticos incipientes, los que miran de preferencia hacia arriba. Moviéndose en este último ambiente se encuentran los escritores, a menudo críticos del orden oligárquico, quienes desde un progresismo variopinto se empeñan en fundar una literatura propia, preponderantemente por la vía de la narrativa y del ensayo y, en menor grado, de la poesía y del teatro. Es en este contexto que se dan las apropiaciones de las corrientes intelectuales y estéticas de la Europa decimonónica, del pensamiento ilustrado y del neoclasicismo, del liberalismo y del romanticismo, del costumbrismo, del positivismo y del naturalismo. Ello siempre en el marco de una sociedad que política y socialmente marcha a la retaguardia y de una élite que, por lo general, mira hacia afuera más que hacia adentro.

      Si bien en una introducción se requieren planteamientos generales, no puede pensarse que todos los autores y autoras que figuran en este tomo son ideológicamente similares o que no tuvieron, a lo largo del siglo, transformaciones en sus concepciones de la literatura y de la historia. Un ejemplo en este sentido lo constituyen las trayectorias de José Victorino Lastarria y Benjamín Vicuña Mackenna y el punto de vista diverso que, a pesar de sus ideas liberales, tuvieron respecto a temas como la «Pacificación de la Araucanía» o respecto a lo que debería ser el discurso histórico y literario. Recuérdese también las polémicas sobre la historiografía y la lengua entre Bello y algunos miembros de la Sociedad Literaria de 1842. Un caso significativo, por su radicalidad americanista y secular, y que por cierto le significó el destierro, fue el de Francisco Bilbao y también, en términos de una mirada irónica hacia el centralismo capitalino, el de José Joaquín Vallejo y sus cuadros de costumbres escritos desde la provincia.

      En el momento de la Independencia se estima que la población de Chile es de alrededor de setecientos mil habitantes, de los cuales sólo el 10% sabe leer y escribir, y hacia 1890 esta cifra se empina en algo más del 30%. Son datos que de por sí constituyen indicios de una sociedad estratificada en la que los flujos literarios circulan de preferencia en determinados sectores de la sociedad, particularmente en el vecindario decente, situación que va ir cambiando a fines de siglo con la presencia de nuevos actores sociales, lo que se traduce –como veremos en el tomo siguiente– en una diversificación sociocultural y literaria. Pero no sólo la sociedad decimonónica era excluyente; también lo ha sido, casi hasta nuestros días, la propia historiografía literaria sobre ese período. Ella ha consolidado un canon preponderantemente masculino, silenciando en cambio las autorías literarias femeninas, es decir, a figuras como Mercedes Marín del Solar, Rosario Orrego y Martina Barros, entre otras. Autorías que son rescatadas en esta historia crítica. De hecho, como señala el texto de Juan Poblete, a partir de 1850 las mujeres desempeñaron en torno al folletín un rol significativo en la formación de una sociedad lectora y también en términos de la sociabilidad literaria.

      Por último, se producen transformaciones importantes en el campo literario durante la segunda mitad del siglo: el aumento en el número de traducciones por año hacia 1890; la apertura de librerías importantes en la capital, con catálogo y capacidad para despachar, como las de los hermanos Cueto desde mediados de siglo y la Librería Miranda en la década del ochenta; y el tránsito desde la primera y rudimentaria imprenta que llega al país en 1811, hasta las máquinas que van abandonando la tipografía manual generando así nuevas condiciones materiales de producción literaria, cuestión que se va a consolidar en las primeras décadas del siglo XX, con el tránsito de la imprenta a la editorial. Factor no poco significativo en términos de la autonomía de lo literario y de la diversificación de la prensa, con presencia creciente de autores mesocráticos y populares.

Republicanismo y literatura de ideas

      Independencia y literatura de ideas

      Bernardo Subercaseaux

      La modernidad no es una cosa, ni tampoco un libro, ni un recetario de normas. Es un horizonte de expectativas que se instala desde el Renacimiento, la Ilustración y la Revolución Francesa, que abre las posibilidades de la agencia humana en todos los órdenes y que en el plano político apunta al Estado-nación como institución propia de la modernidad. Desde esta perspectiva puede afirmarse que el imaginario de la modernidad con un hálito de ruptura se instala en el espacio público chileno a partir de la Independencia (1810). La idea de nación y de República implica el paso de ser súbditos a ser ciudadanos. Si bien no es lo que ocurre en la realidad, es lo que piensan y desean los criollos ilustrados. Supuestamente el individuo se desgaja de la antigua sociedad estamental y corporativa y entra a formar parte de una sociedad de carácter contractual, surgida, como plantea François Xavier Guerra (2000), de un nuevo pacto social. No se trata de un mero cambio institucional, pues los actores del proceso tienen la conciencia de estar fundando una nueva sociedad, una nueva política y una nueva cultura.

      Los letrados criollos que después de la Independencia se ocupan de la literatura, del libro y de la lectura lo hacen en función de este nuevo orden de la nación. Pertenecen, básicamente, a las generaciones de 1810 y 1842, generación esta última que se percibe a sí misma –a pesar del interregno de casi treinta años– como continuadora y depositaria de la anterior. Las figuras más destacadas de la primera son Camilo Henríquez (1769-1825), Manuel de Salas (1754-1841) y Juan Egaña (1768-1836), y de la segunda José Victorino Lastarria (1817-1888), Francisco Bilbao (1823-1865), algunos exiliados argentinos como Domingo Sarmiento y discípulos de los anteriores que empiezan a participar en la vida pública a fines del decenio de Manuel Bulnes (1841-1851), como Benjamín Vicuña Mackenna (1831-1886). Todos ellos poseen una misma concepción de lo literario y conforman una comunidad de lectores en la medida que comparten códigos, valores, supuestos e ideales, lo que incide en los textos que producen, en sus prácticas lectoras y en la valoración de ciertos autores o de uno u otro título, preferencias que se manifiestan en el periodismo y en las ideas posteriores a la Independencia, pero también en obras literarias de distintos géneros.

      ¿Cuáles son, entonces, las características que comparten estas figuras y que nos permiten hablar de una sensibilidad literaria y de prácticas lectoras compartidas, de una comunidad de interpretación que a partir de ciertos códigos va a perfilar el espacio público y cultural de la época?

      Todos ellos son intelectuales polifacéticos al estilo decimonónico, que asumen la Ilustración desde una racionalidad militante y que conciben sus fundamentos filosófico-políticos como la base de su pensamiento y de su acción, a la razón como instancia ordenadora del conocimiento, a la libertad como valor supremo y a la República como la forma de gobierno más adecuada para la nueva nación. Son letrados que participan del optimismo histórico y de la idea del progreso indefinido, que perciben a la educación como el instrumento para formar ciudadanos y a la cultura letrada como el ámbito más adecuado para esa formación. Todos ellos vivieron persecución y exilio por sus ideas. Camilo Henríquez en 1809 fue visitado por la Inquisición en su celda limeña de Fraile de la Orden de la Buena Muerte. Como se relata en los Anales de la Inquisición, en la primera visita, tras registrar muebles y estantes, el inquisidor se retiró luego de no encontrar nada. Sin embargo, el denunciante, que era un fraile dominico, insistió y la Inquisición dispuso una nueva pesquisa, encontrando esta vez en el interior del colchón algunos libros prohibidos, entre otros, de Rousseau y Voltaire. Como consecuencia de esa segunda visita, Camilo Henríquez fue conducido a un calabozo del Santo Oficio. Ocultar esos libros en su cama era ya una forma temprana de incluirlos en el canon, de escoger lo que había que leer. Después del Desastre de Rancagua, Camilo Henríquez se exilió en Argentina. También fueron perseguidos y desterrados por sus ideas, en algún punto de su trayectoria, Juan Egaña, Manuel de Salas, Lastarria, Bilbao, Sarmiento y Vicuña Mackenna.

      Todos


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