Historia crítica de la literatura chilena. Grínor Rojo
Henríquez en La Aurora, figuran lenguas modernas como el inglés y el francés, pero no el latín. La ilustración, según Camilo Henríquez, «para hacerse popular debe dejar de enseñarse en latín porque este ejercicio no es más que un obstáculo para el conocimiento. Debe enseñarse en el idioma vernáculo». En su discurso de inauguración de la Sociedad Literaria, Lastarria también rescata el legado del idioma castellano, la facundia, la sencillez, la majestad del estilo que está presente en los clásicos españoles, pero no su contenido al que califica de «rudo, pobre i trivial» (108). Era la paradoja de tener que usar un idioma heredado de una madre, que súbitamente se transformó –como sostenía Bolívar en su Carta de Jamaica (1815)– en madrastra.
Llama la atención que un miembro de la Iglesia –de una Iglesia católica cuya jerarquía fue más bien contraria a la Independencia– sostenga tales posturas e incluso haya sido el adalid de las mismas. Se trata, sin embargo, de un miembro de lo que la historiografía ha llamado el clero insurgente, sacerdotes como Morelos e Hidalgo en México, quienes actuaron en un contexto en que la Iglesia quedó en una situación ambigua e incluso en algunos lugares acéfala. La jerarquía, parte importante del clero y el Vaticano favorecían el Regio Patronato de la Corona, mientras que un sector minoritario al comienzo, pero creciente después, sostenía que los nuevos Estados eran los legítimos herederos de las potestades que tuvo el Rey de España durante la Colonia.
Dentro de la matriz ilustrada, el republicanismo o humanismo cívico de Camilo Henríquez, Juan Egaña y Manuel de Salas tiene cierta diferencia con el liberalismo de Lastarria y de los jóvenes de 1842, diferencia que se expresa en la prensa: mientras el primer grupo se ocupa de los derechos y de las libertades colectivas, el segundo se centra, más bien, en los derechos y en las libertades individuales; mientras los primeros se aproximan a la estética neoclásica los segundos se acercan al romanticismo social. De allí que los pensadores y escritores que elijan no sean exactamente los mismos: filósofos, historiadores y pensadores del mundo grecolatino y autores como Montesquieu, Voltaire y Rousseau, en el caso de los primeros, y el liberalismo doctrinario francés y autores como Benjamin Constant, Pradt y Destutt de Tracy, pero también Montesquieu y Rousseau, y escritores como Walter Scott, Eugenio Sue y Frederic Soulie en el caso de los segundos, Lastarria y la generación de 1842. Cabe agregar que la primera hornada, en comparación con la de 1842, tuvo una preocupación bastante mayor por los pueblos originarios y sus derechos. Varios de los artículos de La Aurora tocan el tema araucano y el propio Camilo Henríquez escribió utilizando el seudónimo mapuche de Patricio Curiñacu. Los criollos independentistas republicanos se consideraban herederos legítimos de los araucanos. El pensamiento republicano –tal como se infiere del primer escudo nacional (1812)– percibía en el pasado indígena su propia época clásica, concibiendo, eso sí, a los pueblos originarios en una perspectiva de educación y asimilación. El adjetivo «araucano» llegó a ser un modo de decir «chileno»; fue, como señala Mario Góngora, «una glorificación idealizada» (89).
Primer escudo nacional (el lema superior dice «Después de las tinieblas, la luz»
y el inferior «O por consejo o por espada»).
Juan Egaña publicó en 1819 sus Cartas Pehuenches, obra en que, imitando las Cartas Persas de Montesquieu, puso en boca de dos caciques mapuches la crítica a los vicios y a las virtudes en los primeros años post-independencia. Manuel de Salas, a su vez, fue quien en 1823 colocó una lápida definitiva a la institución de la esclavitud. Tratándose de estos temas, la generación de Lastarria, en cambio, fue más apegada a la dicotomía sarmientina de civilización y barbarie. Sin embargo, a pesar de esta diferencia, reconocían y valoraban el hecho de que en 1810 la primera hornada de patriotas haya proclamado a la República como la expresión institucional más adecuada para la nueva nación, en circunstancias de que en Europa Napoleón se estaba coronando y parte importante de la opinión pública o era monárquica o percibía a esa institución como una de las más favorables para un buen gobierno.
Otros autores y preferencias que destaca Camilo Henríquez en La Aurora son dos de los historiadores más censurados por el aparato colonial del siglo XVIII español. Se trata de Guillaume Raynal, ex sacerdote jesuita, pensador de la Ilustración y la Revolución Francesa, y autor de una Historia Filosófica y política de los establecimientos y del comercio de los europeos con las dos Indias (1770), obra abundante en apasionados ataques al régimen colonial español y en proclamas filosófico-revolucionarias, pero obra menor desde el punto de vista histórico, según Diego Barros Arana. Se trata también del historiador escocés William Robertson y de su Historia de América, publicada en 1792, obra muy valorada por la intelligentzia europea de la época por su estilo crítico bien fundado. La saña que en Carlos III y sus ministros provocaban estos dos libros era tal, que mandó a escribir dos obras análogas pero por autores españoles y desde el punto de vista de la metrópolis. Probablemente fue el encono de la península hacia estos libros el factor que les abrió el paso al canon de lo que había que leer. El progreso consiste –pensaba Francisco Bilbao– en desespañolizarse (Bilbao lo expresa de distintas formas en casi todos sus textos). Una vez más comprobamos que las obras que se destacan en La Aurora corresponden a la literatura de ideas en una perspectiva de emancipación y no a la literatura de ficción, o a las «bellas letras», como se la llamaba entonces. La Aurora como periódico no fue un diario en el sentido contemporáneo; en sus 62 números casi no hay crónica ni actualidad, pero sí se instala con ese periódico un espacio público moderno, muy distinto a los espacios de convocatoria de la Colonia: a los pregones, a las campanas de la Iglesia o al púlpito.
Diego Barros Arana junto a un grupo de personas, 1894. Disponible en Memoria Chilena, Biblioteca Nacional de Chile <http://www.memoriachilena.cl/602/w3-article-100076.html>.
El único libro que se menciona reiteradas veces en La Aurora, que se vincula a las «bellas letras» y que Camilo Henríquez destaca como imprescindible para el estudio del arte de escribir es la obra del clérigo escocés Hugo Blair Lecciones sobre la retórica y las bellas letras (publicada en inglés en 1783). Según Henríquez, «la obra más profunda y mejor escrita que conocemos sobre esta materia» (25 de junio de 1812). Hay evidencia de que un compendio de esta obra tuvo un uso docente significativo en el Instituto Nacional de Santiago. La obra de Blair se proponía sustituir en el uso del idioma la retórica artificial y la escolástica por los principios de la razón y del juicio. Blair tenía como parámetros del buen decir, del uso de la lengua y de la composición literaria, la sencillez, el sentido común, la claridad y la exactitud. Su obra recomienda atender más a la sustancia que a los ornatos y a la ostentación. Critica, por lo tanto, al lenguaje y a la sintaxis barroca. En la advertencia del Compendio que circuló en Chile se señala que el aprecio con que se leía la obra de Blair es prueba de que los «lectores prefieren las ideas sanas a las áridas nomenclaturas, la filosofía luminosa a los sistemas escolásticos y el gusto depurado a la indigesta erudición» (3). Todo lo que atacaba Blair tenía un correlato para la élite ilustrada de las primeras décadas post-independencia. Algunas de las disquisiciones que se realizaron en el seno de la Universidad de San Felipe a fines del siglo XVIII volvían a hacerse presentes. Por ejemplo, aquella en que un catedrático de esa universidad argumentó en un tratado que el uso de los vestidos de cola debía imputarse a pecado mortal. A su vez, el rector escribió otro sobre el mismo tema, para demostrar –con argumentos basados en la opinión de los Santos Padres– que el uso de los vestidos de cola no podía imputarse a pecado mortal, pues Santa Rosa los había usado y en la Corte Celestial tenían por Santo Patrono a un tal San Bernardino de Siena que también los había usado, todo esto con un lenguaje enrevesado, pleno de retórica escolástica.
Cabe señalar, sin embargo, que a Camilo Henríquez y a los ilustrados republicanos les importaba sobre todo la palabra escrita y la cultura letrada, no en función de las «bellas letras», o de lo que hoy entendemos como ficción y literatura, sino en su potencial para el avance de propósitos políticos y culturales, como instrumento para la participación