Historia crítica de la literatura chilena. Grínor Rojo
visiones diversas de la realidad (2007).
Desde antes de la Independencia y durante todo el siglo XIX, esta polaridad fue abordada por políticos e intelectuales hispanoamericanos, y lo fue básicamente en torno a tres órdenes de argumentos que se hicieron presente en la prensa, en la correspondencia y en la historiografía de la época. La primera es la postura «autoritaria», que se opone a todo cambio que altere el statu quo y las condiciones orgánicas de la vida socio-económica (a las que, por ende, congela). Esta postura se expresa bien en una carta que escribió Diego Portales desde Lima a su socio José Manuel Cea, en 1822: «La democracia que tanto pregonan las luces es un absurdo en países como los americanos, llenos de vicios y donde los ciudadanos carecen de toda virtud […] para establecer una verdadera República» (cit. en Silva Castro: 15). Sugiere luego el tipo de gobierno que hay que adoptar: «un gobierno fuerte, centralizador, cuyos hombres sean verdaderos modelos de virtud y patriotismo» y así enderezar a los ciudadanos por el camino del orden. La segunda es una postura de «mediación» y de posibilismo, que busca establecer puentes y regular la temperatura ideológica de las ideas políticas modernas. Por ejemplo, Simón Bolívar en su Carta de Jamaica, de 1815, aboga persuasivamente no por la adopción ipso facto de una forma de gobierno acorde a las ideas modernas, ni por una que petrifique lo existente, sino por la que fuese más posible de acuerdo a la acomodación de los ideales republicanos con la realidad geográfica, social y política de ese momento. También Andrés Bello ejerció una mediación de esta índole con respecto a las ideas y al quehacer intelectual de la generación de 1842, permitiendo la continuidad del pensamiento de los jóvenes liberales en un contexto portaliano que les era adverso. En su magisterio intelectual, Bello colaboró con borrar las diferencias causadas por la Independencia y por las sucesivas confrontaciones entre liberales y conservadores, al comienzo y al final del gobierno de Montt. La tercera postura es la de aquellos que se instalan de modo «intransigente» en las ideas y doctrinas modernas, postura que encarna José Victorino Lastarria cuando fustiga las concesiones doctrinarias, la política que él llama «de la madre rusa», de esa madre que sorprendida en las estepas por una manada de lobos fue arrojando a sus pequeños, uno tras otro, tratando inútilmente de saciar a los lobos, hasta que cayó ella misma devorada. «Esa es la política –decía– de los sacrificios inútiles […] No, no debemos abandonar nunca la lógica y la integridad de las doctrinas» (cit. en Orrego Luco: 12). En definitiva: ¡Que se salve la libertad… aunque perezca el mundo!
Si bien las «bellas letras» no son un mero reflejo de las alternativas del pensamiento, la literatura de la Independencia a lo largo del siglo irá dando curso a la independencia de la literatura, a la par de esta dialéctica entre las ideas y la sociedad. Desde las fricciones, flujos e intersticios entre lo moderno y lo arcaico, y de los sustratos sociales e ideológicos que nutren y sustentan estas refriegas, se irá conformando el imaginario literario de Alberto Blest Gana, la figura más destacada de la literatura chilena del siglo XIX. Piénsese, por ejemplo, en su obra Martín Rivas (1862), en las figuras de Don Dámaso Encina (que representa el sustrato convencional hispano-católico), en el personaje Martín Rivas (que es la figura de la mediación en la perspectiva de la construcción de la nación) y en Rafael San Luis (que encarna la voz de la intransigencia liberal y romántica).
El tránsito de la literatura de la Independencia a la independencia de la literatura se hace sobre todo patente en la segunda mitad del siglo XIX. Por una parte, con fenómenos como el paso de la lectura colectiva a la lectura individual, con la presencia creciente de lectoras y también de mujeres que escriben y se incorporan al campo literario, y, hacia fin de siglo, con el modernismo y una poesía que se rebela contra el eterno «Canto a Junín», además de una narrativa que se apropia del naturalismo y que desde ese parámetro se hace cargo de la decadencia de la oligarquía e incorpora poco a poco nuevos sectores sociales y ámbitos al imaginario literario. Paralelamente, se da una profesionalización del escritor que deja ya de ser un personaje polifacético y se distancia de concepciones instrumentales de la literatura para valorarla en su especificidad.
Obras citadas
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1 Idea que aparece en el «Discurso» de 1842 y que Lastarria repite en Investigaciones sobre la influencia social de la conquista y del sistema colonial de los españoles en Chile. Santiago: 1844.
Camilo Henríquez
José Leandro Urbina
Más que un escritor en sentido moderno, Camilo Henríquez González (1769-1825) fue un «hombre de letras», un destacado portavoz de la revolución americana del siglo XIX. Fray Camilo Henríquez, nacido en la ciudad de Valdivia el 20 de julio de 1769, fue hijo del capitán español don Félix Henríquez y Santillán (1745-1798) y de doña Rosa González y Castro (1747-1798). Mayor de otros tres hermanos, dos hombres –uno muerto en la infancia y el otro, al parecer, en el sitio de Rancagua– y una mujer, doña Melchora.
Sus padres lo enviaron a Santiago a los nueve años y luego, en 1784, a estudiar a Lima bajo la tutela de su tío Juan Nepomuceno González. Allí ingresó a la orden de los Ministros de los Enfermos Agonizantes de San Camilo de Lelis (o «de la Buena Muerte»). Fue alumno de fray Isidoro de Celis, profesor sobresaliente,