Historia crítica de la literatura chilena. Grínor Rojo
que tuviese un fin edificante, que apuntara a transformar los residuos de la mentalidad colonial en virtudes cívicas y en una nueva conciencia nacional. Camilo Henríquez hablaba de «escritos luminosos para la suerte de la humanidad» englobando en este concepto a los libros de imaginación y a los de pensamiento. Otras frases, como «feliz el pueblo –escribía en La Aurora del 7 de mayo de 1812– que tiene poetas» y «a los poetas seguirán los filósofos, a los filósofos los políticos profundos», son sobre todo escritos de pensamiento (cuyo retraso se debía a la pereza de la razón), los que alcanzan para Camilo Henríquez un rango superior. Se trata, decía, de «la sublime ciencia de hacer felices a las naciones». De allí que refiriéndose al arribo desde Estados Unidos en 1812 de la primera y muy rudimentaria imprenta que se instala en el país, Camilo Henríquez la bautizó como «la máquina de la felicidad». Imprenta que años más tarde, durante la Reconquista, sería rebautizada por los realistas como «la máquina de las mentiras», convirtiendo a los patriotas ilustrados o «sabios» que la usaban en «revoltosos», «caudillos» y «tiranos», y a sus escritos en «papeles sediciosos» que propiciaban «conductas delincuentes» (expresiones que se encuentran en documentos realistas del período 1814-1817 y en la Memoria histórica sobre la revolución de Chile, de Melchor Martínez).
Tres décadas más tarde, Lastarria, en el discurso inaugural de la Sociedad Literaria de 1842, reafirmando la concepción enciclopédica de la literatura, señalaba que «entre sus cuantiosos materiales», esta incluye «las concepciones elevadas del filósofo i del jurista, las verdades irrecusables del matemático i del historiador, los desahogos de la correspondencia familiar» y por último «los raptos, los éxtasis deliciosos del poeta» (100). De hecho, al revisar las actas de la Sociedad, llama la atención la variedad de materias que se tratan en las sesiones. Francisco Bilbao lee un trabajo sobre sicología y soberanía popular; Juan, hijo de Andrés Bello, lee una obra de teatro y una descripción geográfica de Egipto; Santiago Lindsay recita poemas patrióticos, otro joven diserta sobre el espíritu feudal y aristocrático, y varias sesiones se dedican al análisis de las cualidades que debería tener un libro para la instrucción general del pueblo.
«La máquina de la felicidad».
Otro rasgo que comparten estos autores es la seriedad y solemnidad con que acometen la tarea intelectual. En La Aurora de Chile, primer periódico que se editó en el país y que dirigido por Camilo Henríquez publicó entre 1812 y 1813 un total de 62 ediciones, no hay ni un solo rasgo de humor, ni siquiera un guiño; el lenguaje es siempre solemne, formal, sentencioso, inflamado y grave. Por su parte, en la Sociedad Literaria de 1842 llama la atención la normatividad estricta de las sesiones. Está –según consignan las actas– expresamente prohibido fumar y ningún miembro puede salir a la calle durante las reuniones; hay –por reglamento– un fiscal que debe controlar la asistencia y sentarse siempre –también por reglamento– al lado izquierdo del Director.
Aurora de Chile, periódico ministerial y político. Tomo I, nº 3 (27 de febrero de 1812). Disponible en Memoria Chilena, Biblioteca Nacional de Chile <http://www.memoriachilena.cl/602/w3-article-70777.html. Accedido en 26/11/2018>.
Las actas de la Sociedad hacen pensar, más que en jóvenes románticos, en déspotas ilustrados. Por encima de lo anecdótico, los rasgos de solemnidad revelan, tanto en Camilo Henríquez como en los jóvenes de 1842, una determinada conciencia histórica. Se auto-perciben como artífices y cruzados en las batallas de la Independencia (el primero) y de la Civilización (los segundos). El hálito fundacional y la voluntad de construcción no dejan resquicios para el humor ni siquiera en la lectura. Francisco Bilbao afirmaba muy orondo que
El Quijote no había conseguido hacerlo reír ni una sola vez. No hay espacio ni para el irracionalismo, ni para el vuelco emotivo personal. Y si hay emotividad, esta es colectiva y se manifiesta en la actitud mesiánica y voluntarista con que perciben la tarea de educar el espíritu para modificar la sociedad. Vicuña Mackenna, en sus crónicas, recuerda a Bilbao en una calle barrosa presidiendo a un grupo de jóvenes en procesión, llevando, como iluminado, un árbol de la libertad hecho de mostacillas.
Son antecedentes que revelan una vivencia compartida y una escenificación colectiva del tiempo histórico nacional. Hablamos de escenificación porque esta vivencia implica una teatralización del tiempo histórico y de la memoria común. Escenificar el tiempo en el sentido de que se establecen relaciones de anterioridad (con un «ayer» colonial que se perfila como un lastre, como un pasado que hay que dejar atrás y superar) relaciones de simultaneidad (con un «hoy» o presente que se inicia con la Independencia y desde cuyo ángulo se adopta un punto de vista) y relaciones de posterioridad (con un «mañana» de connotaciones teleológicas, constructivistas o utópicas). Desde una escenificación de la temporalidad se establece un relato, o un metarrelato, una narración y códigos compartidos que implican y animan toda índole de discursos. En el caso de las figuras que hemos mencionado, se trata de una vivencia colectiva del tiempo histórico en clave de fundación, dentro de una concepción profana del tiempo. Es el tiempo del nacimiento de la nación, del corte con un «antes», un tiempo que perfila un «ayer» hispánico y un Ancien régime que se rechaza y que se considera como residuo de un pasado al que cabe borrar o, cuando menos, «regenerar». Frente a ese «ayer» se alza un «hoy» que exige emanciparse de ese mundo tronchado, en función de un «mañana» que gracias a la educación, a las virtudes cívicas, a la libertad y al progreso está llamado a ser –como se decía entonces– «luminoso y feliz». Corresponde a un ideario republicano y liberal que a comienzos del siglo XIX representaba una dirección cultural minoritaria cuyo agente era la élite letrada criolla. Se trata, en el momento de la Independencia, de una utopía que responde a una concepción de la historia, pero de una utopía que en el momento de la Independencia puede considerarse como una «verdad prematura», puesto que en el curso del siglo esa dirección cultural irá paulatinamente convirtiéndose en hegemónica –en función de los intereses de la élite (pero beneficiando también a las capas medias)–, proyectándose con extraordinaria vehemencia a través de diarios, revistas, historiografía, tratados de jurisprudencia, discursos políticos, logias masónicas, clubes de reformas, novelas, piezas de teatro, estado docente y hasta moda y actitudes vitales. Como señala un filósofo italiano, «[…] cada concepción de la historia va siempre acompañada por una determinada experiencia del tiempo que está implícita en ella y que la condiciona. Del mismo modo, cada cultura es ante todo una determinada experiencia del tiempo y no es posible una nueva cultura sin una modificación de esa experiencia» (Agamben: 131). Vivencias temporales distintas articulan distintos sistemas de representación literaria, y los modos como las sociedades memorizan y conservan el pasado.
La paulatina hegemonía que esta constelación va a ejercer sobre la élite y la sociedad chilena, y su tensión con la visión ultramontana y conservadora (que se afincó en «el peso de la noche» y en el sustrato hispano-católico), dominan casi todo el espacio intelectual visible del siglo XIX y muy especialmente hasta 1880. Las figuras ilustradas que hemos mencionado son, con sus luces y sus sombras, la base de este edificio.
El pensamiento y los escritos de Camilo Henríquez, de Manuel de Salas, de Juan Egaña, en fin, de todos los que participaron en la Independencia, está permeado –con matices de diferencia– por esta escenificación del tiempo fundacional. También lo está el pensamiento y la literatura de la generación de 1842, de Lastarria, de Vicuña Mackenna y otros. No es casual que las primeras publicaciones periódicas del Chile independiente utilicen casi siempre títulos como Aurora, El despertar o El crepúsculo, o que la mayoría de los escritos de estos autores recurran con frecuencia a dos sistemas metafóricos o analógicos de hálito fundacional: el lumínico y el vegetal. Los escritos de prensa y ensayos que Camilo Henríquez califica de «luminosos» son escritos que están plagados de «rayos», «chispas», «relámpagos», «aurora», «luz», «oscuridad», «resplandecer» y «porvenir brillante»; se trata de un campo metafórico en que el sol y la luz –que vivifican lo lumínico– simbolizan la libertad