Historia crítica de la literatura chilena. Grínor Rojo
abstracta en sus vínculos –vía la constitución y las leyes–, sólo era posible a través de la escritura y de una cultura letrada. Quien sí se preocupó desde su arribo a Chile de las «bellas letras» fue Andrés Bello. Recién llegado al país, en el Araucano, Bello comentó y propuso modelos poéticos afines a la poesía cívica de corte neoclásico, e integró también al canon de la literatura chilena nada menos que a La Araucana de Ercilla, leyéndola –en un artículo de 1841– como una épica fundante de la nación, como «nuestra Eneida».
En la generación de 1810, además de la literatura de ideas, que el editor de La Aurora engloba en la categoría de filosofía civil, se mencionan otros «libros útiles» que merecen ser importados y leídos. Según Camilo Henríquez, «uno de los muchos modos con que el comercio promueve y favorece la literatura –repárese en el uso del concepto de literatura– es con la introducción de libros científicos y generalmente útiles. Harán pues un gran servicio a la patria los comerciantes que hagan venir tantas obras preciosas» (19 de marzo de 1812: 26). También destaca la necesidad de importar diccionarios y gramáticas del idioma inglés. Recordemos que para Camilo Henríquez, más que la Francia de Napoleón, era Estados Unidos el modelo republicano por excelencia. En sus palabras se trataba de «un país industrioso y culto» en el que «todos leen, todos piensan y todos hablan con libertad» (cit. en Hernández: 73), valoración curiosa considerando que en varios Estados de esa nación todavía operaba la esclavitud y la población negra estaba excluida de los logros del país. En la prefiguración del canon de libros que hay que leer, Camilo Henríquez asume entonces la voz de una conciencia nacional; no se trata de un canon personal, sino de un canon que debe ser accesible, que debe ser parte del canon educativo y, por lo tanto, un canon que debiera ser oficial en la perspectiva de preparar un «porvenir feliz» para la nueva nación chilena.
Otra vía de constitución del canon en los años posteriores a la Independencia son las traducciones. Traducir implica una elección y un ejercicio profundo de lectura intercultural. Ante la ausencia de crítica, el proceso de traducción era un mecanismo más o menos directo para ampliar el canon. La primera publicación de una obra traducida data de 1820, se trata de El Diccionario portátil filosófico-político-moral. Obra útil y provechosa a las personas de cualesquiera opinión política que aspiren a figurar en el mundo por principios de una educación «a la derniere», obra que fue publicada en la «Imprenta –como dice el facsimilar– de los ciudadanos Valles y Vilugron». Es una obrita de pocas páginas, de autor anónimo, que se firma con el seudónimo de Barón de Bribonet, texto inspirado en el Diccionario filosófico portátil (1764) de Voltaire. El texto está precedido de una «Advertencia(s) del traductor, con honores de prólogo», en que el autor anónimo señala «Téngola por producción original, que se ha querido disfrazar con las apariencias de una traducción». Traducción o seudotraducción, lo importante es que se basa en la obra de Voltaire, autor que no sólo fue censurado y prohibido durante la Colonia, sino también en el interregno del ministro Portales; autor que fue un modelo para los ilustrados chilenos de cuño republicano y liberal. Antes, en 1828, durante el gobierno del General Francisco Antonio Pinto –a quien un historiador llamó filósofo con espada– en la entrega de premios del Instituto Nacional, el Presidente Pinto le obsequió a un alumno destacado las Obras Completas de Voltaire.
En cuanto a traducciones, el propio Camilo Henríquez tradujo del inglés un discurso del poeta John Milton sobre la libertad de prensa, pronunciado en el Parlamento de Inglaterra, texto que publicó en La Aurora. Otra traducción que se publicó en 1825 fue el Compendio de las lecciones sobre la retórica y las bellas letras, de Hugo Blair, al que ya nos hemos referido. Otro título fue La conciencia de un niño, obra traducida del francés por Domingo Faustino Sarmiento y publicada en 1844 «para el uso de las escuelas primarias» (como dice la portadilla). Recién en 1844 se traducen y publican obras de ficción propiamente tales: una novela de Balzac (La tremielga) y de Eugenio Sue (El judío errante y Los misterios de París). En definitiva, entre 1820 y 1845, la mayoría de las obras traducidas corresponden a lo que llamamos literatura de ideas y sólo unas pocas, muy pocas, a lo que se consideraba entonces «bellas letras».
En Camilo Henríquez y La Aurora se encuentran, como hemos señalado latamente, diversas respuestas a la pregunta ¿qué leer?, las cuales corresponden a las preconcepciones ideológico-políticas de una mentalidad ilustrada de cuño republicano, supuestos que son también en gran medida compartidos por la generación de 1842. De allí que hablemos de prácticas lectoras y de una comunidad de interpretación comunes. El canon de la literatura de la Independencia, que responde a la pregunta ¿qué leer?, está conformado, para esta comunidad de autores, entonces, por algunos de los nombres más destacados de la antigüedad clásica, por pensadores ilustrados como Voltaire, Rousseau y Montesquieu, entre otros, por autores del liberalismo doctrinario francés, también por autores del contra-canon de la España colonial (Feijoo y Floridablanca) y por «libros útiles», sean científicos o diccionarios.
La generación de 1810 no se hace sin embargo la pregunta de ¿qué escribir?, de hecho, en un número de La Aurora Camilo Henríquez se interroga «¿De qué sirve escribir si no hay quien lea?» (7 de mayo de 1812: 55). Una situación muy distinta ocurre con los miembros de la generación de 1842. Comparten el uso enciclopédico y no restrictivo del concepto de literatura, pero también les preocupa y mucho el destino de las «bellas letras». Un segmento significativo del discurso de Lastarria en la inauguración de la Sociedad Literaria está destinado a reflexionar sobre las características que debe tener la literatura de imaginación en Chile y sobre todo la necesidad de crear una literatura propia que no sea una simple imitación del modelo europeo. Reconoce y valora la literatura francesa: «De San Petersburgo a Cádiz –dice– no se leen mas que libros franceses: ellos inspiran el mundo» (109). «Debo deciros, pues, que leais los escritos de los autores franceses de mas nota en el dia», sugiere refiriéndose sin duda al romanticismo social, pero añade una advertencia: «no para que los copieis i trasladeis sin tino a nuestras obras, sino para que aprendais de ellos a pensar, para que os empapeis en ese colorido filosófico que caracteriza a su literatura» (112). Lastarria propicia una literatura que, rescatando del legado español sólo el don de la lengua, se independiza de los valores hispánicos, una literatura que se inspira en lo propio, en la historia patria, en las peculiaridades sociales, en el paisaje y en la naturaleza americana, una literatura que sea –dice– «la expresion auténtica de nuestra nacionalidad» (113). Propone también una literatura edificante: escribir para el pueblo, combatir los vicios y realzar las virtudes. Los miembros de la Sociedad Literaria se sienten, entonces, responsables de una tarea tanto o más importante que la de los padres de la Patria. Se trata de completar la Independencia política con la Independencia cultural; de la fundación de la nación y, simultáneamente, de la fundación de su literatura.
En 1843, Lastarria publica «El Mendigo», texto que concibió como una puesta en obra de lo debería ser la literatura nacional, incluyendo ideas que planteó en su discurso inaugural en la Sociedad Literaria de 1842. Concibe el texto como un «ensayo de novela histórica», pero la crítica lo considera por su extensión (38 páginas) el primer cuento de la literatura chilena. El tema básico del relato es el del proscrito, la trayectoria de un ser progresivamente excluido por la sociedad, un criollo y antiguo soldado de la patria que llega a ser pordiosero. Se trata de un tema frecuente en el romanticismo europeo, el mismo Lastarria en 1840 había traducido y adaptado Le proscrit, de Fréderic Soulié. Aunque Álvaro de Aguirre es –como los proscritos de Byron– un fatal man marcado por el destino, la diferencia reside en que los agentes de la desgracia del proscrito chileno tienen un común denominador: son, sin excepción, españoles. Se trata, en el caso de Lastarria, más que de un ángel caído, de un proscrito que sirve de pretexto para criticar los vicios de la Colonia y ejercitar la vocación patriótica.
La historia del proscrito –que ocupa 32 de las 38 páginas del relato– es la historia de una degradación progresiva. Siguiendo un orden cronológico, abarca desde los últimos decenios de la Colonia hasta los años que siguen a la Reconquista. Hay en la trama de esta trayectoria un notorio anti-españolismo. Los personajes villanos que empujan a Álvaro hacia la miseria son siempre españoles: un militar español se apodera del dinero