Historia crítica de la literatura chilena. Grínor Rojo

Historia crítica de la literatura chilena - Grínor Rojo


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de la Batalla de Rancagua, el coronel Lizones, quien imposibilita la unión de los amantes, llevándose a Lucía primero a Lima y después a España. La trayectoria de soldado de la patria a pordiosero, de ser humano a criatura infrahumana, aparece vinculada al motivo del amor imposi­ble, configurado en esta ocasión con todos los ingredientes melodramáticos que caracterizan a la literatura folletinesca de la época.

      En cuanto al género, El mendigo no es un cuento, sino, como admitiera el mismo Lastarria, un «ensayo de novela histórica». Nove­la histórica en cuanto relata la trayectoria de personajes ficticios en un trasfondo diacrónico de hechos y personajes históricos (se mencionan entre otros a O’Higgins y Carrera); y ensayo porque es un intento frustrado, un esquema que no logra tomar cuerpo ni en el número de páginas ni como argumento y que carece, además, de espesor ficticio. En el contexto de esta sensibilidad afectada y comparado con otros relatos de esos años, el de Lastarria, en la medida que recrea la imagen de Santiago y la naturaleza que lo rodea, resulta, además de novedoso, conse­cuente con algunas ideas de su discurso. Hay, por lo menos, un intento de literatura con sentido nacional, que perspectiviza como antagónicos el mun­do español y el criollo, y que busca representar algunos espacios característicos del país. Utiliza, por cierto, convenciones románticas de la literatura de la época, pero están enmarcadas en un argumento que obedece a su sensibilidad histórica, a la idea de que, terminada la Guerra de la Independencia, debía seguir «la guerra contra el podero­so espíritu que el sistema colonial inspiró en nuestra sociedad»1. La poesía de la época es también de preferencia patriótica, conmemorativa, poesía cívica de trasfondo ilustrado y liberal.

      Al considerar El mendigo como intento de poner en práctica la fundación de una literatura nacional, es preciso tener en cuenta que Lastarria escribe fuera de una tradición literaria viva y que su estética responde sobre todo a una vocación patriótica de filiación liberal, a un propósito fundacional, casi mesiánico, de conferirle identidad histórica al país. Con frecuencia, además, en países como Chile, en que la literatura nacional se gesta a la sombra de la cultura europea, los postulados estéticos se perfilan en una ideología literaria antes de lograrse plenamente en la producción artística. Recordemos también que la tradición literaria, especialmente en un primer momento, constituye una dinámica en que incluso los fracasos operan como fuerzas positivas. Desde este ángulo es posible establecer una relación literaria, y hasta biográfica, entre este primer Lastarria y las novelas de quien será el mejor exponente de la literatura chilena del siglo XIX: Alberto Blest Gana.

       Desfase entre el ideal y la realidad

      Hasta aquí nos hemos movido en el plano de las ideas, del deber ser, en el ámbito de un constructivismo utópico de cuño ilustrado. ¿Pero qué pasaba en la realidad con los libros y la lectura? ¿Con la educación? ¿Con la República de facto? Fuente importante son los testimonios de los viajeros, de personajes como John Miers, el botánico e ingeniero inglés que visitó Chile e Hispanoamérica entre 1818 y 1819, o de Alexander Caldcleuhg, que estuvo en el país en los mismos años que Miers, o de María Graham, la escritora y viajera británica que llegó a Valparaíso en 1822.

      John Miers, refiriéndose al conocimiento y manejo del español en la sociedad chilena de la época, observa que «el idioma practicado usualmente entre los chilenos está lejos del límpido castellano». Luego de señalar que el idioma español es uno de los de mayor riqueza léxica y expresiva entre las lenguas modernas, Miers nos dice que «el de los chilenos», en cambio, «[…] es pobre y ramplón, agudizado por una intolerable pronunciación nasal y una carencia de vocabulario escasamente suficiente para expresar sus limitadas ideas». Agrega luego:

      Algunos con quienes me he reunido no tienen remota idea de geografía, o incluso de la topografía de su propio país; son ignorantes sobre la ubicación relativa de los diferentes Estados de la América hispana, como lo son también respecto a otras partes del mundo. Muchos, entre las personas más cultas de las clases acomodadas, me han inquirido si Inglaterra está en Londres, o si Londres en Inglaterra, o si la India está cerca de ella y otras preguntas similares. He encontrado la misma ignorancia entre letrados y doctores sabios de la ley. Puede decirse –concluye– que la formación cultural (humanista) existe escasamente entre ellos (cit. en Piwonka: 180).

      Respecto a la educación, le llama poderosamente la atención que al mejor colegio de Santiago, con capacidad para más de 300, sólo llegan 120 alumnos. Se refiere a la Academia San Luis, heredera del Convictorio Carolingio de los jesuitas, a la que acudían los hijos de los hacendados y de los comerciantes más poderosos. Refiriéndose al Instituto Nacional de Santiago, señala que allí «se enseña gramática, latín y aritmética; se inician en los principios de la teología y la filosofía; la aritmética se lleva escasamente más allá de la instrucción en las cuatro reglas elementales; y la filosofía enseñada… no es más que una serie de dogmas ininteligibles e inútiles» (181).

      Con respecto a la lectura y los libros, su testimonio es lapidario: «El egoísmo y petulancia de los chilenos es proporcional a su ignorancia […] es un orgullo no requerir del conocimiento de libros; de hecho, tienen escasamente algunos y en ocasiones no pueden soportar el problema de leer aquellos que poseen» (181). Se está refiriendo a la élite letrada y a los patriarcas de la oligarquía local. «Recuerdo –agrega– que el presidente del Senado, un hombre respetado por sus compatriotas, una voz autorizada y escuchada, alardeaba de no haber examinado un libro durante 30 años», mientras otro funcionario principal del gobierno, quien se jacta de ser «un hombre culto y erudito», con «inmodestia similar» insinúa que «para él el conocimiento extraído de los libros» resulta «innecesario». «Por consiguiente –concluye–, los libros son entre ellos muy escasos» (181).

      Como extranjero que traía libros entre sus pertenencias, su testimonio con respecto a la censura es elocuente: «ningún libro era permitido sin estar visado por algún funcionario de la aduana, ni inclusive enviarse de Valparaíso a Santiago sin el examen más estricto, con el propósito de prevenir la introducción de cualquier trabajo que tendiese al […] conocimiento herético […] se ordenó que cada libro ofensivo fuera destruido» (181). Estas prohibiciones, señala finalmente, sólo afectan a los extranjeros, puesto que, como los chilenos no tienen ningún placer en leer, no vale la pena importar libros, ya que no producen utilidades.

      Podría pensarse que se trata –en el caso del ingeniero y botánico inglés– de un testimonio sesgado, debido a que fracasó en sus proyectos mineros. Hay, sin embargo, otros testimonios que corroboran lo relatado por Miers. La viajera y escritora inglesa María Graham donó a la Biblioteca Nacional en 1823, cuando abandonó el país, una cantidad importante de libros que quedaron apilados y sólo muchos años después fueron incorporados a la colección de la Biblioteca. La donante ni siquiera recibió una nota de agradecimiento. Alexander Caldcleugh, viajero inglés que estuvo en Chile en los mismos años que Miers, aunque menciona algunas bibliotecas particulares de importancia como la de Manuel de Salas, ratifica –con tintas más moderadas– algunas de las observaciones de Miers. Andrés Bello, en 1829, recién llegado al país, en una carta que da cuenta de sus primeras impresiones sobre la vida cultural, expresa «cierto desencanto»: «La poesía –dice– no tiene aquí muchos admiradores» y «El Mercurio chileno», periódico que califica de excelente, «no tiene quizás sesenta lectores en todo el territorio de la República» (cit. en Mellafe: s/p). Vicuña Mackenna se quejó más de una vez en la prensa debido a que los libros se vendían en Santiago en almacenes, entre papas, sebo, géneros y aceite, lo que era una afrenta para una mentalidad ilustrada.

      Salta a la vista, a partir de estos testimonios, la disparidad entre, por una parte, la situación de la cultura letrada en los años posteriores a la Independencia, y, por otra, el ánimo y las preconcepciones de la comunidad de lectores ilustrados en sus alcances utópicos y constructivistas, con propuestas de un canon para la nueva nación. Se hace visible la conjunción de un pensamiento moderno con una sociedad arcaica, el desfase que media entre el proyecto de modernización republicano y liberal y la realidad cultural existente. Se trata de una disociación que abre un viejo tema de la élite en América Latina, el de la pugna entre los hombres montados a caballo en ideas y los


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