Femme de ma vie. Jorge Pimentel
donde habría de hacerle de bailarín de danzas de salón. Me subí a la gran tarima de concreto que yacía enfrente de un escenario con bancas de cemento. Ahí me formé, posicionándome cerca de donde estaban las personas con las que más me llevaba: Hernán y Rafael.
—Hola, chicos, me presento, soy Elsa. Isabela me conoce bien, ya he trabajado antes en este tipo de eventos que lleva acabo el profesor de danza, trabajé hace algunos ayeres con el hermano de ella y pues espero que podamos trabajar bien, que pongan de su parte, y pues yo igual daré todo de mí para que saquemos adelante estas coreografías, ¿les parece? —dijo presentándose.
Elsa nos puso a calentar, y ahí los veía, calentando, mientras yo hacía lo propio un poco cohibido y penoso.
Isabela nos presentó una propuesta de canción inicial que aceptamos y empezamos a ensayar. No había para ese momento parejas fijas, por lo que solíamos alternar de chica para ensayar esa canción que abriría el número en su conjunto. Solía tratar de bromear con ellas para que el bailar, cosa que daba por hecho no se me daba, no se hiciera pesado o vergonzoso. Todas respondían a mis bromas, excepto Millicent, que bailaba, al menos conmigo, por el puro compromiso. La química entre ella y yo era ríspida, y en eso pensaba hasta que sin preverlo me tocó bailar con Anna. Como dije antes, Anna, es risueña, no parece tensarse mucho con las situaciones, por lo que bromeaba más con ella regularmente, y era para fascinación mía, sostengo y reitero que su sonrisa me cautivaba, aunque no era de mucha importancia, o al menos no se la daba.
Terminó aquel ensayo, que era mucho un ensayo preliminar. Nos sentamos en las bancas de cemento, junto con nuestros padres. Ahí Elsa profundizó respecto de costos y horarios que, después de dialogarlos, quedaron acordados.
Una vez llegué a la casa me senté, después de beber agua, pues estaba agotado moderadamente, por aquel ensayo. Mi mamá se sentó igual, y entre cotilleos me resaltó algo que ella dice haber visto al final:
—Me cae bien Isabela, tiene cara de niña buena… No sé, pero se me hace tierna, digo, tampoco es tan guapa, pero tiene carisma, y pues… bonito cuerpo.
—Sí, es una buena chica, aunque a veces se comporta medio a la defensiva —contesté.
—¿Por qué?
—No lo sé, simplemente a veces se comporta soberbia, pero de vez en cuando, suele ser el resto de las veces una buena niña, ¿por qué lo sugieres?
—Al final, cuando estábamos sentados, vi que te veía con ojos… pues… sospechosos —me planteó con tono vacilón.
—Jajaja, no sé por qué. Digo, antes sí llegamos a flirtear, creo, pero ya tiene tiempo, ahora ella está en sus asuntos y pues yo en los míos. Pero igual qué te puedo decir, soy todo un galán —le dije bromeando—, a lo mejor ya cambió de opinión desde entonces.
Los dos nos reímos de aquella situación. Desconocía el por qué mi mamá me lo planteaba, pues muchas veces me insistía en recordarme que no poseía su permiso para tener novia, al menos no antes de los dieciséis, pero en el fondo supongo que ella y yo sabíamos que aquella limitación sería violada de alguna manera.
Ella se paró y se fue.
Yo caminé hacia el dormitorio, para verme en el espejo, creía tener el cabello largo, y eso me molestaba, pues recurrentemente este se movía de sitio, y tal vez por pecaminosa vanidad no lo quería así. Tratando de defenderme de mi propio juicio que me autoseñalaba de aquel pecado capital me dije: acabo de hacer ejercicio, me lo acomodaré simplemente para evitar verme el resto del día como si hubiese ido a perseguir criminales. Eso hice, y no más. Me quedé sentado enfrente del espejo pensando en lo que mi madre me había dicho, ciertamente eso me ruborizaba, pero no lo tomé como algo certero, de todos modos, no era mi prioridad, ni quería desgastarme en Isabela, ya tenía una cosa de la cual ocuparme, ¿no? Podré ser coqueto, pero no mujeriego.
Entre aquel análisis, a mi nariz llegó un particular olor y, después de buscarlo, caí en cuenta que venía de mi mano, probablemente un olor que se quedó de agarrar la mano de alguna de las chicas con las que bailé en el ensayo, pero este olor además era bastante particular, era peculiar, e indudablemente era el de Anna. Me tallé la mano en el pantalón tratando de que se fuera, e incluso me lavé las manos, puesto que sentía que Anna estaba allí, al lado mío, con el olor constante de ella. Me abrumaba, pues era curioso haber retenido su olor, y además reconocerlo con especial particularidad. Si tuviera que reconocer el olor de cada una de las mujeres que en el equipo estaban, probablemente solo reconocería el de Anna y eso me parecía raro, el cómo llegué a percibir y distinguir su olor de entre todas.
Ya había pasado un rato, el sol había caído, cuando aparece por primera vez en mi celular la imagen de que Catalina estaba conectada, era como si la aplicación me congratulase en la cara que ya podía hablar con ella, y eso quería hacer, conocerla, ver qué tanto de lo que reflejaba en la foto que tenía con Anna era verdaderamente su realidad interna. Fiel a una inseguridad interna que me abrumaba cuando de mujeres se hablaba, quería tener una especie de guía que me ayudase a no dejar que la conversación se muriese tempranamente; para ello envié mensaje a Letizia, compañera mía en el salón. Letizia era una joven tierna, cuya habla era curiosa, pues su tono era particularmente pasivo.
—Buena noche, bella dama.
—¿Qué tal, caballero? —Me contestó siguiéndome el juego.
—Quiero tu consejo, o más bien, lo necesito.
—¿Respecto a qué?
—Hay una niña, es amiga de Anna, se llama Catalina, me pareció guapa y pues… Quiero hablarle, pero no sé cómo.
—¿Cómo más habrías de hacerlo? Sé tú mismo, eso es suficiente.
—Ya, ya, pero… No quiero llegar, preguntar que qué tal estuvo la tarde. Que me contesté con un: bien, ¿y tú? A lo que yo responderé: bien, igual. Y entonces se seca la situación.
—¿Te gusta?
—¿Ella? Se me hace linda, sí, pero supongo que eso lo descubriré ahorita.
—A las mujeres nos gusta que nos oigan, nos gusta tener a quién contarle nuestras tonterías, empieza por allí y poco a poco irás avanzando. De todos modos, y por cualquier cosa, pues me envías captura de pantalla, y vemos qué hacemos para salvar la situación.
—Sale vale. Entonces ¡ahí voy¡ A ver qué tal sale todo.
Parece hasta risible, cómo nos cohibimos cuando queremos buscar hablarle a una mujer. Que esa sensación de pequeñez se traslade también al sentirse inseguro por mandar mensajes es absurdo. Pero ahí iba yo, envalentonado superficialmente a hacerlo.
—…
Casi lo logro. La segunda es la vencida.
—… Hola.
—Hola.
—Una noción tienes de mí, he de suponer, pero igual siempre hay cabida para las presentaciones.
—Jajaja, por supuesto, encantada.
—Soy Jorioz Louis, amigo de Anna.
—Un placer jajaja. Catalina, amiga de Anna.
—¡Dios! Tenemos mucho en común jajaja. —Bromeé sarcásticamente.
—Ya lo veo. Oye y ¿por qué el interés de hablarme? ¿Cómo diste conmigo?
—Pues te vi en una foto que tuvo Anna de perfil, y pues me pareciste una niña linda, y dije: vamos a hablarle ¿por qué no? Entonces ahí me ves con Anna preguntando por ti.
—Ohoo. Qué lindo.
¡Síííííí! Esa sensación de halago que produce creer que estás haciendo las cosas bien con la mujer a la que buscas cortejar es inigualable, dejas de ser pequeño para ser grande, dejas de estar cohibido para ser extrovertido, dejas de ser secundario a sentirte el protagonista. No obstante, es solo una vaga ilusión superficial de una sensación de grandeza que se esfuma rápido,