Femme de ma vie. Jorge Pimentel
a que incluso podría ser la cuarta o la quinta, si me pongo debajo de Hernán y Rafael.
—Ora’, ¿por qué lo dices?
—Pues hablas más con ellos, me pareció lógico de suponer.
—Eso podría cambiar si hablaras más conmigo.
—¡Pero sí hablo contigo!
—Pero pues no lo suficiente, si dices que sientes que hablo más con Rafael y Hernán.
—Tampoco me regañes —le vacilé.
—Eres un payaso —me dijo, vacilándome también.
—Ya me voy a dormir don Payaso. Buenas noches —se despidió.
—Buenas noches, Ann —dije despidiéndome.
—¿Ann? Nunca me habías dicho así.
—Pues ya ves, me nació solamente, supongo.
—Jajaja, buenas noches —finalizó.
Es aquí donde visualizamos un time lapse, para posicionarnos al final de la semana, inminentes al convivio de Josephine. Ojalá así fuera la vida, de emotiva, recurrente, especial; poder saltar todo lo banal e ir a lo especial, reconocer los momentos genuinos cuando se viven y evitar los fatídicos, los que estremecedoramente te destruirán y harán caer hasta lo más subsumido de la derrota.
El Sol brilla en el horizonte y abraza mi cuerpo, tapado por un suéter que abriga una camisa de manga larga. No importa el calor o el frío.
Confuso me acerco al edificio donde parece ser vive Josephine; con miedo a ir en la dirección incorrecta, entre un mar de otros edificios, me adentro en el que apostaré será el de ella. Subo un piso, y hallo el número que Josephine nos señaló es su casa. Alzo la mano, pero antes de tocar lo pienso dos veces, volteó al costado, para cerciorarme que algún indicativo de allí me reconfirme que es ese el edificio, al final no necesité llamar a la puerta. La madre de Josephine abre, me recibe vigorosa. Pessoa, ¿cierto? —me pregunta— ¡Claro que sí! Eres inconfundible. Me adentro al departamento de Josephine y la veo sentada, riendo, estaba ya con Isabela. Las dos se paran y me reciben amigables.
Me siento al lado de Isabela, casi en forma de reflejo, olía bien. No intento insertarme en la conversación, pues parecen hablar cosas de las que solo las chicas hablarían, por lo que solo me pongo cómodo y paso de ello, hasta que Isabela se para y precisa que tiene frío. Josephine le dice que tal vez deba ir a su casa a por un suéter, que no había necesidad de agobiarse. Isabela asiente y dice que irá por él.
—Que Pessoa te acompañe —dice Josephine, mientras yo me quedo aquí por si llega alguien. Sirve que preparo palomitas, para ver qué veremos cuando lleguen todos.
Isabela me pregunta si deseo acompañarla, riendo le afirmo, pues qué mas habría de hacer allí sentado. Salgo con ella del departamento de Josephine, bajamos las escaleras y caminamos por el pasillo que había recorrido para entrar en el corazón del edificio, viendo los mismos colores de los que me agobié cuando entré: amarillos, naranjas pasteles, y además blancas puertas enrejadas que solían tener pajaritos de porcelana o algún otro adorno de tianguis colgadas en ellas.
Cruzamos un desordenado estacionamiento para llegar al edificio de enfrente que, básicamente, era una copia del edificio de Josephine, pero posicionado en otro lugar. Sus características se repetían, tonos amarillos y naranjas pasteles con puertas blancas enrejadas, con figurillas de porcelana colgando de ellas.
Subí con Isabela las escaleras, quedándome detrás de ella cuando esta llamó a su puerta. Su madre abrió.
—¿Qué pasó? ¿Qué se te olvidó? —le preguntó su mamá a Isabela.
—Nada, pero me dio frío, entonces vengo por un suéter o algo.
Su madre se percata de mi presencia; me invita a pasar y me ofrece de beber, yo le sonrío, pero le rechazo tal proposición: no, no, ahorita vamos a comer allá con Josephine, entonces mejor me reservo —le respondí.
La casa, o más bien dicho, departamento de Isabela, era pequeño: sus sillones apenas eran para un par de personas. Eran dos sillones que miraban a un televisor que parecía desproporcional al tamaño de la casa, coexistiendo a apenas dos pasos del comedor, que coexistía a apenas dos pasos de la cocina, la cual parecías poder recorrer en tres medianas zancadas, pues esta se extendía como un pasillo que daba a una azotehuela. Yacía, además, al lado de la sala, un espejo que daba la bienvenida a un estrecho pasillo con tres puertas que apenas tenían espacio entre sí: dos habitaciones y el baño, que era, este último, el que primero te encontrabas apenas moverte un poco más allá a la derecha del espejo.
Isabela se metió en ese estrecho pasillo, seguramente a su habitación. Mientras tanto me quedé sentado en la sala, sonriente, pues su madre me miraba, y había que guardar la imagen que daba. Isabela no tardó en salir, por lo que me señaló que ya nos fuéramos, así que me levanté y la seguí.
Un poco antes de cruzar la puerta me topé con su padre, era la primera vez que le miraba, por lo que me impresioné al verlo. Era un hombre de tez oscura, facciones fuertes y con apariencia poco amigable, que hasta me parecía irreal que aquel hombre haya engendrado a Isabela, pues las facciones de ella son suaves y delgadas. Buenas tardes, señor —le dije al saludar—. ¿Qué tal? —respondió—. Isabela no hizo por presentarnos; de todos modos, no había necesidad de ello, pues probablemente sería la única vez que vería a su papá, y mucho ánimo de toparme con él de nuevo yo no tenía.
Llegué con Isabela a la casa de Josephine, percatándonos de que Hernán ya había llegado, junto con Jatziri, a quien no recordaba saber si Josephine había invitado. Jatziri y Hernán estaban sentados juntos, platicando, era seguro intuir que Hernán estaba tratando de flirtear con Jatziri, pues estos parecían corresponderse de vez en cuando, además Hernán era así: no importaba con quién o por qué, lo importante era que se dejara seducir. A mí me parecía que Jatziri era poco atractiva, de cara afilada y nariz prominente, por ello me hacía sentido que Hernán y ella congeniasen, pues, pese a que era mi amigo, lo percibía como un hombre de pocas cualidades físicas, y en ese sentido se fundamentaba que en mi cabeza hacía sentido, pues me parecía, tal vez de manera un tanto prejuiciosa, que Hernán, poco atractivo, aspiraría solamente a una mujer poco atractiva, y viceversa.
Josephine me ofreció de beber, a lo que asentí y me ofrecí a servirme mi vaso, que derivó a que, por cortesía, me ofreciese a servir los vasos de las chicas, lo que derivó también, a su vez, por compromiso, servir también el de Hernán.
Tomé mi bebida y me senté. Apenas lo hacía cuando Anna entró, riendo nerviosa, tal vez por el hecho de entrar a un lugar el cual no conocía, como todos cuando llegamos. Anna se sentó entre Isabela y yo, poco pasó cuando comenzó a platicar con Hernán, dejando este de hacerlo con Jatziri, por lo que esta, al ya no estar hablando con él, se para y va al lado de Isabela, quien era muy amiga suya, tal vez esperando tener de qué hablarle.
—¿Lista para lo que se viene? —cuestiona Hernán a Anna.
—Jajaja, ¿se viene qué cosa?
—Pues no sé, a lo mejor Josephine tiene un plan bajo la manga y vendrá un cantante y nos dará un concierto privado.
—Jajaja, no esperen eso, es una reunión modesta —irrumpe Josephine.
—No hay problema. Mira, yo puedo hacerle de vuestro bailarín privado —contesta Hernán, mientras se para y comienza a hacer movimientos burdos; un tanto robóticos.
Todos ríen ante la vacilonada que Hernán hace. Calmado por el ambiente del momento, yo también me río.
—¿Y vamos a bailar, ver películas o qué cosa? —pregunta Hernán.
—No sé, Rafael dijo que traería películas, pero aún no llega —contesta Josephine.
—Porque podemos bailar, y cada uno agarra su pareja.
—Estamos desproporcionales —le puntualicé.