El don de la ubicuidad. Gabriel Muro

El don de la ubicuidad - Gabriel Muro


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suele aparecer como figura central un jefe de cátedra, una eminencia médica, una luminaria en el arte de curar, guiando el camino de ayudantes y discípulos, que observan con suma atención colectiva la demostración pública centrada en el cuerpo de un paciente.

      En 1948, Fantuzzi pintó un óleo dedicado a la Cátedra de Neurocirugía de la UBA, a cargo de Ramón Carrillo, por entonces también secretario de Salud Pública del gobierno de Perón y el primer médico en ocupar ese cargo. El óleo se titula: Ramón Carrillo atendiendo a un paciente neuroquirúrgico en el Instituto Costa Buero. Como en los antiguos retratos de grupo, aquí también se trataba de brindar gloria y memoria a los retratados, que forman un cuerpo colectivo, una corporación médica compuesta de hombres vestidos con inmaculados guardapolvos blancos y batas celestes.

      En el centro del cuadro yace un paciente anestesiado. Es el cuerpo tendido contra el cual se destacan los cuerpos erguidos de quienes lo rodean. Pero aquí no se trata de un cadáver puesto a ser examinado en un suplicio anatómico, sino de un cuerpo enfermo que está siendo intervenido con miras a ser curado y volver a vivir. Ramón Carrillo se encuentra muy cerca del centro de la composición, formando el eje de una suerte de cruz. Es el único que mira al espectador, con gesto seguro y levemente sonriente. Llama la atención la pose de Carrillo, especialmente la posición de su mano derecha, que, como vimos, era un elemento iconográfico central en los retratos de médicos. Mientras que con la mano izquierda Carrillo sostiene la cabeza del paciente, con la mano derecha parece estar haciendo un ademán solemne, gesto que también lo diferencia de quienes lo rodean. ¿Qué significa esta extraña expresión manual?

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      El gesto de Carrillo puede ser una señal manual proveniente del código quirúrgico, pero también cabe la posibilidad que sea una cita al doctor Tulp. No el retratado por Rembrandt, sino un retrato individual pintado por otro artista holandés, llamado Nicolaes Pickenoy. En ese otro retrato, Tulp observa al espectador apoyado en un parapeto. Con la mano derecha señala, en idéntico gesto que la mano de Carrillo, un cirio ardiente que está mitad consumido. En el parapeto se encuentra tallada en piedra, y debajo de una calavera, como en los epigramas de las antiguas tumbas romanas, la siguiente frase: Consvmor alus inserviendo (me consumo por servir a otros), frase que, se cree, era el motto personal de Nicolaes Tulp. El cirio ardiente era un símbolo de altruismo: la vela, dándole luz a los otros, se consume ella misma. Lo mismo sucede con el médico, símbolo encarnado de la abnegación y del servicio humanitario.

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      Así como en los cuadros de Roberto Fantuzzi hay algo de manierista, algo de pintar “a la manera” de los grandes retratistas de grupo holandeses, Ramón Carrillo pudo haber sido retratado a la manera de Tulp, a la vez que Tulp, en el cuadro de Rembrandt, se había hecho retratar a la manera de Vesalio, operando el organum organorum del cadáver. Si bien Carrillo no tiene una vela a su lado, la escena se ilumina con el gran reflector eléctrico del quirófano, que adquiere un poder de iluminación milagroso, derramando su luz sobre el paciente y sobre la mano derecha de Carrillo. También el sanitarista argentino parece estar diciendo, por medio de la cita al retrato de Tulp: “me consumo por servir a otros”, motto que, en verdad, Tulp recogía de las últimas palabras de Cristo según Juan: Consummatum est (et inclinato capite tradidit spiritum) (“‘Todo está consumado’. Luego inclinó la cabeza y entregó el espíritu”).25

      Como la lección de anatomía pintada por Rembrandt, la pintura de Roberto Fantuzzi representa el triunfo de Ramón Carrillo y la apoteosis del espíritu científico, con cada miembro individual del equipo subordinado a la guía del maestro y a un ideal superior. Se trata de una escena científica que adquiere las formas patéticas o pasionales de una escena religiosa. La camilla sobre la que se apoya el cuerpo del paciente se asemeja a un altar y Carrillo parece un sacerdote, un santo en plena gloria o un “heros iatros”, un héroe médico, tal como aquéllos a los que se les rendía culto en la antigüedad griega, junto al dios sanador Asclepio.26 Como Tulp y Vesalio, el médico se vuelve un exempla, un modelo a imitar. Si las grandes lecciones de anatomía han dejado de ser eventos públicos, si las grandes intervenciones médicas ahora se llevan a cabo puertas adentro, al interior de quirófanos adecuadamente aislados y esterilizados, la representación pictórica de la escena permite volver a hacer pública la ceremonia mediante la que el médico triunfa sobre la enfermedad, resolviendo, con decisión, el momento crítico.

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      Así como la historia del arte, también la historia de la política puede leerse como una sucesión de estilos, en donde unas formas de gobernar se suceden a otras. Pero nada impide que las viejas formas retornen o sobrevivan. En la década del cuarenta, el estilo peronista de gobierno representó la irrupción de una serie de novedosas técnicas y estrategias de poder que no dejaban de abrevar en estilos anteriores de gobierno argentino.

      El peronismo puso en crisis todos los estilos de liderazgo de su época, creando, al mismo tiempo, su contraparte o némesis: el anti-peronismo. Este no es un mero desacuerdo con el peronismo, sino una concepción virulenta según la cual el peronismo es la peor de las patologías, la causa de todos nuestros males, un verdadero monstruo al que no alcanza con combatir en la puja democrática, sino al que hay que desterrar y eliminar de la polis. Pero si el peronismo es una enfermedad, lo es más bien en el sentido de una enfermedad creativa o productiva, que hasta crea a sus propios enemigos. El peronismo, de hecho, es el resultante de una crisis, la que irrumpió en Argentina en la década del treinta y fragilizó los cimientos del orden conservador. Como vio Aby Warburg, en tiempos de crisis civilizatorias o culturales, el polo mágico-emocional de lo psico-social predomina sobre el polo racional-científico. Y el peronismo no solamente creó una doctrina, sino también un vasto imaginario, en donde la cuestión del cuerpo y la salud del pueblo ocuparon un lugar destacado. Si el peronismo es un fenómeno de frontera, a la vez “mensajero de la barbarie y agente de la civilización”, lo es, fundamentalmente, porque realizó una peculiar alquimia entre religión y ciencia, entre magia y razón, entre modernización y arcaísmo. El peronismo es ambivalente, escatológico y auto-icónico, se adelanta a la posteridad, se vuelve eternizada imagen de sí en el mismo momento que lucha por permanecer en el poder. Se trata de un doble movimiento bonapartista por medio del cual a la vez moviliza y petrifica, dinamiza y congela, llama a la revolución y paraliza, abre a las mezclas y se clausura en identidades rígidas. El peronismo, en tanto movimiento político corporativo, produce cuerpos individuales para incorporarlos en una gran corporación nacional, que a su vez adquiere el halo de una gran religión de Estado. Como el barroco latinoamericano, es un dispositivo que se monta sobre estilos de gobierno anteriores para inflar sus significantes y hacerlos funcionar de nuevas maneras.27

      La polaridad peronista recuerda a la de la pathosformel warburguiana: a la vez turbulencia emocional y fórmulas estables que garantizan tanto su fijación como su transmisión histórica. Y si para Aby Warburg la pathosformel fundamental era la de la ninfa, Eva Perón, el mayor ícono del peronismo, será una suerte de ninfa moderna y argentina, atravesando diversas metamorfosis, desde la starlet a la abanderada de los humildes. En Evita, “la vida imitó al arte”: poco antes de convertirse en primera dama protagonizó un radioteatro llamado “Heroínas de la Historia”, en donde interpretó a dieciocho grandes figuras femeninas, como George Sand, Catalina la Grande y hasta Josefina de la Pagerie, esposa de Napoleón y emperatriz de Francia.28 La interpretación de todos esos personajes parecen haberla preparado para convertirse, ella misma, en la mayor heroína de la historia argentina.

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      La iconologización póstuma de Evita, la que pretendía asegurar su pasaje definitivo a la inmortalidad, también involucró un saber a la vez médico y artístico: el detentado por el doctor Ara, encargado de momificar su cuerpo. Su joven cadáver debía ser eternizado y guardado en un sarcófago de plata adornado con una escultura que representaría su figura durmiente. El sarcófago se depositaría en un mausoleo construido en la base del Monumento al Descamisado, una estatua gigante


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