El don de la ubicuidad. Gabriel Muro
exhibir al público el cuerpo embalsamado.
Aquel desmesurado monumento sería una estatua que albergaría a otra estatua, ya que un cuerpo embalsamado es una estatua de sí, una imagen del cuerpo que alguna vez estuvo vivo hecha con la materia de su cuerpo muerto. Un cuerpo embalsamado es una sombra, una figura espectral que, como un archivo, conserva, en el presente mortuorio, el aspecto del pasado viviente. La misión del doctor Ara era embellecer y estetizar al cadáver de Eva, borrar las marcas del terrible cáncer para hacerla aparecer como una santa dormida e inmaculada, o como una “bella durmiente”.29 Ara, por medio de la técnica de la parafina, se volvía una mezcla de artista y de médico. Ya no tanto un pintor anatomista, sino un escultor tanatológico o tanatopractor.
El cadáver yacente, embalsamado y exhibido de Evita también tendría la misión de funcionar como un modelo eternizado, un ejemplo de sacrificio por los demás y para los demás, tal como en el motto de Tulp citado en la mano pintada de Ramón Carrillo. Un ejemplo paradójico, que se consumió o quemó sirviendo a los otros pero que, por medio de la parafina, conseguía evitar su descomposición o consumición definitiva.30
Con el golpe de Estado de 1955, las imágenes del peronismo comenzaron a ser censuradas, prohibidas, borradas, como si portasen una carga emotiva ominosa y demasiado insoportable. Los cimientos del Monumento al Descamisado fueron dinamitados. El cuadro de Ramón Carrillo tuvo que ser ocultado. El cuerpo embalsamado de Evita fue profanado, supliciado y desaparecido durante 14 años, como un mensajero de la barbarie al que era preciso acallar. Sin embargo, con el correr de las décadas, las imágenes del peronismo siguen retornando, sobreviven, reencarnan, vuelven.
En la década del setenta, la juventud peronista rescató, como un emblema o una bandera ondeante, una foto de Eva Perón tomada en el año 1947 y que había tenido poca circulación en su época. En ella se la ve a Evita con el pelo suelto y movido por el viento, vistiendo una camisa apretada, con el rostro expresando un gesto de felicidad exultante. La imagen ya no era la de la princesa plebeya de ajustado rodete retratada por el pintor oficial del peronismo, el francés Numa Ayrinhac. Tampoco era la de su cuerpo embalsamado, como si se tratase de una muñeca rubia hiperrealista. La imagen de Evita que volvería en los setenta, como señaló José Emilio Burucúa, sería la de la ninfa erotizada, símbolo de juventud y movimiento vital.31
La frase “viva el cáncer”, que el anti-peronismo escribía en las paredes celebrando, mórbidamente, la muerte de Eva, vivaba una patología biológica para acabar con lo que consideraba una patología política. Pero las vueltas de Evita como imagen resultaron más vitales que cualquier deseo enquistado de cáncer. Por la vuelta a la vida de la imagen de Evita, el eros de la ninfa juvenil triunfaba sobre los deseos tanáticos de sus odiadores, aunque también serviría como inspiración icónica de los jóvenes que, en los setenta, daban la vida por Perón, consumiéndose en una lucha violenta que el conductor a la vez atizaba y repudiaba.
El cuerpo de Juan Domingo Perón también fue embalsamado inmediatamente después de su muerte. Sus restos yacían en la bóveda familiar del cementerio de la Chacarita, resguardados por un vidrio blindado. En 1987, perforaron la cripta, abrieron el ataúd, cortaron las manos y se las llevaron. Nunca se supo quiénes fueron ni con qué propósito robaron las manos embalsamadas, la derecha y la izquierda, los “órganos entre los órganos” según la iconografía médica, como si las icónicas manos del conductor político portasen alguna carga mágica, tan hábiles para la manipulación del cuerpo político como las manos del cirujano en relación a los órganos y tejidos de la anatomía. La enigmática profanación del cuerpo de Perón contribuyó, por todo su halo de horror y misterio, a reforzar la sacralización de su cadáver.
Todos estos fenómenos de retorno, de retroactividad, de causalidad anacrónica, de acción diferida, de transmisión de informaciones inconscientes, de sobrevivencias, tan propios del arte, del síntoma y también del peronismo, son los que motivan esta indagación acerca de Ramón Carrillo. El actual reinado de la informática, de la automatización, de la inteligencia artificial, de la transmisión de datos, de las imágenes técnicas, del feed-back, hace volver, como un eco olvidado del pasado, la especial atención que le prestó Ramón Carrillo, en los tiempos del primer peronismo, a la posibilidad de organizar la sociedad argentina de acuerdo a las leyes de dos ciencias de gobierno de su propio cuño a las que llamó cibernología y biopolítica. También en la recapitulación de ese episodio olvidado de la historia nacional puede pensarse, como las pathosfomeln, en una “vuelta a la vida de lo antiguo”.
Pero antes de adentrarnos en las ciencias perdidas de Ramón Carrillo, y para comprenderlas mejor, será necesario evocar la conformación del poder médico en Argentina, así como las principales artes de gobierno que disputaron entre sí a lo largo del siglo XIX, siglo atravesado por guerras civiles cuyas esquirlas llegarán hasta el siglo siguiente. Comenzaremos entonces por explorar aquellos “estratos de crisis” que son como el sedimento de las siempre provisorias artes de gobierno nacionales, y a las que Ramón Carrillo quiso ofrecer una solución integral y definitiva.
Vías de propagación
La palabra economía deriva del oikos griego, el ámbito de la actividad doméstica y la reproducción familiar, mientras que política refiere a la polis, el ámbito de los asuntos públicos, tratados en la plaza pública. En Grecia, todo ciudadano libre pertenecía a los dos ámbitos, que se mantenían relativamente diferenciados entre sí.
La guerra también se dividía en dos. Pólemos denominaba la guerra política, hecha contra un enemigo extranjero. Stásis era la guerra civil, la guerra oikos-nómica, guerra doméstica o, al decir de Platón, “carnicería familiar”, entre los miembros de la polis, pensados como los miembros de una gran familia política. En este esquema, el varón era el punto de unión entre lo privado y lo público, entre el oikos y la polis. En el ámbito del oikos, el hombre gobernaba despóticamente a su mujer, a sus hijos, a sus esclavos, a sus animales, a sus tierras, e incluso a sí mismo, a sus propias pasiones, para no ser esclavizado por ellas.32 En el ámbito de la polis, el ciudadano ejercía el gobierno democrático entre iguales, siendo alternativamente gobernado y gobernador, según las reglas de la alternancia democrática.
La capacidad de prever, para Aristóteles, era lo que daba mayores derechos de gobernar y de mandar. Solo el varón heleno, padre, patrón y patriota, era, propiamente, un animal político, un animal que manda. Los otros seres humanos, la vasta mayoría de las personas que, apartadas de lo público, habitaban las ciudades griegas apenas podían considerarse seres humanos.33 Todo un modelo canónico de la amistad y de la enemistad políticas se derivó de esta estructuración jerárquica de la comunidad, unida por un lazo afectivo: la philia. Pero la amistad griega también se dividía en dos tipos: la amistad cercana, privada, familiar, en presencia del otro, que hace a toda relación de intimidad. Junto a esta, aparecía la amistad política y pública, que une a los ciudadanos contra los extranjeros, los no nacidos en el mismo suelo. Los enemigos, a su vez, se dividían en otros dos tipos semejantes: los enemigos extranjeros o públicos (polémios), y los enemigos privados (ekhthrós), distinción que en latín tomaba los nombres del inimicus como rival privado y hostis como enemigo público. El inimicus refería al vecino, al prójimo, al que está en la cercanía de la convivencia. El hostis refería al que está lejos, al extranjero que amenaza la existencia del nativo, del autóctono, del “originario”.
Carl Schmitt conservó la distinción entre enemigo público y enemigo privado para arribar a un concepto puro del enemigo político. Por eso planteaba que el enemigo público, a diferencia del enemigo privado, no debe despertar pasiones ni sentimientos. No debe ser odiado personalmente, como se odia al enemigo personal, sino públicamente. En ese sentido interpretaba el mensaje cristiano según el cual: “Oísteis que fue dicho: amarás a tu prójimo, y aborrecerás a tu enemigo. Pero yo os digo: amad a vuestros enemigos”. En la traducción latina, el enemigo al que referían los evangelios era el inimicus, no el hostis. Cristo, en realidad, habría dicho: “ama a tu enemigo privado” o “ama a tu vecino”. Por eso, según Schmitt, la Europa cristiana no tenía la obligación