Chicos de la noche. Bárbara Cifuentes Chotzen
noche de película —me dice, atrayéndome hacia su cuerpo.
—Si tú lo dices.
—Yo lo digo.
Luego de eso se interna en el salón de inglés y yo le sigo detrás. No hay asientos juntos así que optamos por empezar el día uno detrás del otro.
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—¡Verónica, tu amiga Mila está aquí! —escucho a mamá gritar desde la planta baja. Abro la puerta de mi habitación para que la susodicha sepa que puede entrar y me sumerjo en el armario.
—Hola, hola, uh casi no te veo sumergida ahí adentro —dice Mila a mis espaldas.
Mila es la única chica que puedo considerar mi amiga desde que Floyd me la presentó hace poco menos de dos años; no sé cómo la conoció pues no va a nuestro instituto, tampoco pregunté. No somos extremadamente cercanas, pero es la única amiga femenina que tengo y cumple con el lazo suficiente para ayudarme siempre que la necesito. Debo admitir que hay cariño entre las dos. Es una persona excelente, encantadora, y a veces creo que a Floyd le gusta ella secretamente, pero nada serio. No lo sé, mi reducido grupo de amigos es extraño.
—Sabes que no salgo por las noches, no tengo ni la más mínima idea de qué ponerme.
A diferencia de mi amigo, por más bien que me caiga Mila, no he podido encontrar el valor para decirle sobre Chuck. Y prefiero dejar que piense que soy una marginada a que se entere.
—Lo sé, pero te quiero igual. Y para eso me tienes a mí —manifiesta con una brillante sonrisa—. ¿Tienes algo negro, rojo o blanco? —pregunta, haciéndose un lugar a mi lado en el clóset.
—Creo que tengo algo por aquí —respondo, mientras remuevo los percheros hasta encontrar un vestido blanco y corto. Le muestro el corte que deja la espalda descubierta a mi rubia amiga, ella aplaude complacida y me hace señas con las manos para que me lo pruebe, indicando que vaya al baño mientras escoge unos zapatos.
Al salir me arreglo los últimos retoques en el vestido que me queda a la mitad del muslo, mi amiga se endereza y sonríe de oreja a oreja.
—Me encanta, te queda estupendo. Ponte estos tacones rosados, me los tienes que prestar algún día, por cierto, y quedarás de miedo —dice, empujándome a la cama para que me los coloque. Me pongo de pie y le muestro el resultado final.
—¿Y bien? —pregunto, haciendo un gesto con las manos.
—Me gusta como resalta con tu pelo. Algo negro hubiera quedado muy bien, pero así destacas más y los zapatos hacen juego con tus puntas —afirma, mientras gira a mi alrededor. Luego, saltando como un niño, me ordena—: No te pongas maquillaje, te ves bella así. A lo mejor algo para resaltar tus ojos. Camina.
Me va a dejar un sinfín de moretones por empujarme todo este rato.
En el baño, me pone alguno de los productos que ella misma ha traído, algo en los ojos, algo en los labios y creo que ya está. Me voltea para que pueda mirarme al espejo y me impresiona lo que se puede hacer con uno mismo cuando hay esfuerzo. Eso es suficiente esfuerzo para mí.
—¿A qué hora te dijo Floyd que pasaría por ti? —pregunta, guardando sus cosas. Miro mi reloj para ver la hora.
—Exactamente debería ser en dos minutos, pero ya sabes, a él le gusta ser rebelde.
—Típico Floyd —dice, mientras guarda su estuche donde anda trayendo el maquillaje—. Bueno, los veré allá.
—Espera, ¿tú estarás ahí? —pregunto, siguiéndola por el pasillo.
—Claro que sí, ¿cómo crees que conocí a nuestro amigo? —responde, encogiéndose de hombros. Abro la boca tan grande que podría entrar un enjambre de moscas.
—Pero él te conoce desde hace un año y medio y está a punto de cumplir diecisiete, eso quiere decir que estaba por cumplir dieciséis —observo, después de hacer los cálculos—. ¿Me estás diciendo que iba a discos a los quince?
—No seas boba, nos conocimos en una fiesta de mi hermano, quien sí iba a discotecas —contesta tranquilizándome, pero solo un poquito. Así que así es como se conocieron. La sigo escaleras abajo, insatisfecha—. Después de los dieciséis, comenzamos a meternos en ese nuevo mundo.
—¿Nuevo mundo? ¿Qué tan nuevo puede ser ir a un bar o algo así?
La rubia abre la puerta principal y me guiña el ojo antes de añadir.
—Lo descubrirás cuando llegues.
Tras eso cierra la puerta y me invade un sentimiento de temor o preocupación. ¿Por qué mi amigo me ha escondido este “nuevo mundo”?
Minutos después, escucho la bocina de un auto, corro la cortina encontrándome con el auto azul de mi amigo al otro lado del cristal. Tomo mis llaves de la mesa de entrada y abro la puerta de casa.
—¡Adiós, mamá!
Ella me devuelve el grito agregando un “cuídate”. Salgo de casa y me subo en el asiento del pasajero.
—¿Cómo reaccionó mamá osa a esto de que salgas por las noches? —me pregunta Floyd, echando a andar el vehículo.
—En parte estaba preocupada porque es la primera vez que salgo de noche, ya sabes, todo el papel de madre protectora y precavida, pero en el fondo sé que está feliz de que salga y este rollo de la parálisis no consuma mi vida —respondo, mientras enciendo la radio a un volumen leve, y Galway Girl, de Ed Sheeran, suena por lo bajo—. ¿Me guardas las llaves y el celular? Como verás este no es uno de esos vestidos con bolsillos incluidos.
—Claro, menos mal que no trajiste un bolso, porque lo hubieras perdido y, además, es incómodo estar al pendiente todo el rato —apunta deteniéndose en un semáforo con la luz en rojo. Alza su mano derecha con la palma extendida—. Dámelos a mí y los guardaré en el bolsillo de mis pantalones.
Le hago entrega de los artefactos y con esfuerzo se los mete en el bolsillo, continúa manejando por las calles y me doy cuenta de que nos estamos alejando de la zona urbana. No me pone nerviosa este hecho, sino más bien la salida en su totalidad, pero decido romper el hielo.
—¿Me estás secuestrando? Porque si es así déjame decirte que te salió todo muy bien —digo, mirando hacia los edificios que dejamos atrás. Él se ríe con mis ocurrencias y niega.
—Claro que no, tonta, la fiesta es más privada —dice disminuyendo la velocidad, dirigiéndose al estacionamiento de un edificio sumido completamente en el silencio.
—No creo que se pueda hacer una fiesta en un departamento en silencio —afirmo, cuando llegamos a la barrera para entrar al estacionamiento.
—Ya verás.
Presiona el botón de la máquina y se escucha una voz exigiendo nuestras identidades
—Floyd, verde.
Levantan la barrera y comenzamos a zigzaguear entre las filas hasta encontrar un espacio vacío.
—¿Ahora me quieres explicar? —le digo, mientras me bajo del auto. Él saca dos bandanas de color verde del asiento de atrás y me tiende una. La tomo aún sin entender nada.
—Son fiestas privadas, los fundadores son un grupo de chicos y todos escogieron un color para que, cuando reclutaran gente, la seguridad supiera con quién vienes. Es un club donde algunos hacen apuestas, otros juegan billar, hay competencias de baile, de rap, otros solo bailan como en cualquier fiesta. Es un club escondido —me explica por fin—. Ahora átate eso para que sepan que vienes con Morris, el fundador del color verde, el hermano de Mila.
—Vaya, ¿por qué me escondías esto?
Hago lo que me dice y lo sigo hacia donde supongo que están los ascensores.
—¿Es en el subterráneo?
—Sí, solo un nivel debajo de este, hay una salida que da a una terraza