Tres cruces. Alejandro Paniagua Anguiano
Tres cruces
D.R. © Alejandro Paniagua Anguiano, 2021.
D.R. © Diseño de interiores y portada: Textofilia S.C., 2021.
D.R. © Diseño de forros: Manuel Sosa, 2021.
textofilia
Limas No. 8, Int. 301,
Col. Tlacoquemecatl del Valle,
Del. Benito Juárez, Ciudad de México.
C.P. 03200
Tel. (52 55) 55 75 89 64
Primera edición.
ISBN edición impresa: 978-607-8713-35-6
ISBN edición digital: 978-607-8713-52-3
Queda rigurosamente prohibido, bajo las sanciones establecidas por la ley, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento sin la autorización por escrito de los editores.
Diagramación digital: ebooks Patagonia
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A mi mamá, la relación más compleja de mi vida.
[Jardinería]
Al hombre le taladraron los ojos con una broca de tres picos. Convirtieron su mirada en giros, sangre, negrura.
Tú observas el cadáver del hombre torturado. Algo en aquel muerto te enternece, te llena de compasión. Lloras por él, aunque sea la primera vez que lo miras.
Tu nombre es Lúa, eres una niña de once años.
Coges un puñado de tierra y dejas caer, tan sólo un poco, en cada uno de los agujeros del rostro deforme. Con afecto emparejas la tierra hasta dejarla plana. Luego arrancas dos flores que crecieron, intrusas, en una de las paredes de concreto. Plantas las petunias dentro de las grotescas macetas.
Determinas que tener dos flores en vez de ojos, en realidad ofrecería diversas ventajas. Por ejemplo, cada vez que observáramos algo que nos hiciera estremecer –como un niño que se convulsiona, un perro con tres patas o la tumba de un ser querido que amaneció cuarteada– la naturaleza tendría piedad, y enseguida dos abejas se pararían en nuestra mirada para extraer el polen de las pupilas y así impedir que sigamos mirando aquellos infortunios.
Piensas que si tuviéramos flores en vez de ojos podríamos arrancar nuestra mirada, pétalo por pétalo, para saber si nos quieren o no nos quieren. Y sí, al final quedaríamos ciegos, pero tendríamos una certeza absoluta sobre la correspondencia de nuestros amores.
Además, cuando despertáramos con la faz cubierta de rocío, luego de llorar toda la noche, nuestra tristeza embellecería la habitación, en vez de afearla como generalmente sucede con la pesadumbre.
Un último beneficio, concluyes, es que luego de morir, podrían enterrarnos con los ojos de fuera; y así, mientras alguien llorara por nosotros, nuestra tumba siempre tendría un par de flores para adornarla.
Miras, sonriente, las petunias que acabas de colocar en los boquetes del cadáver, luego soplas sobre los pétalos para quitarles algunas partículas de tierra.
Sales de la fosa clandestina, Lúa, a través del agujero en el muro.
Hace unas semanas, no sabías nada sobre muertos y carroña; hoy los cadáveres son los protagonistas de tus juegos, de tus imaginerías.
Como muchos de los eventos determinantes de la existencia, tu relación cercana con la muerte comenzó con una pregunta.
[Plegarias]
Antes de dormir, Lúa, lees en tu libro una historia protagonizada por el monstruo mítico llamado Quimera. El texto afirma que se trata de una creatura que tiene torso de chivo, una cabeza de león, cola de serpiente, alas descomunales de murciélago y una segunda cabeza de dragón. Te maravillas al imaginarlo.
Abres luego una página al azar y lees que un guerrero griego, asesinado en batalla, hace una plegaria desde el reino de los muertos.
Tu abuela entra al cuarto, le sueltas una pregunta que pondrá en acción tu destino:
—¿Abuela, los muertos rezan?
Te descobijas los pies de una patada. Estela, tu joven abuela, se talla la cara. Reflexiona y sorbe con la nariz.
—Sí, no faltarán esos que después de muertos sigan creyendo en necedades. Aunque seguro los muertos ya no le rezan a dios, más bien les rezan a los vivos.
—¿Y eso por qué?
—Porque siempre le rezamos al que creemos por encima de nosotros: los vivos a los dioses y los muertos a los vivos.
Estela te tapa de nuevo los pies.
—Y si un difunto se muriera dos veces, ¿a quién le rezaría?
—Muy simple: a los despojos, a la carne agusanada, a los huesos que ablanda la humedad, a los pelos tiesos.
—¿Tú crees que mi mamá nos reza a nosotras?
—A ti sí.
—¿Y cómo voy a saber qué es lo que quiere? Yo nunca la alcanzo a oír.
—Tampoco dios nos oye a nosotros, no te preocupes. Además, todos los muertos quieren casi siempre las mismas cosas.
—¿Como qué?
—Que lloremos o finjamos llorar por ellos de vez en cuando. Que no malbaratemos sus pertenencias para ganar unos cuantos pesos. Que no digamos en voz alta las chingaderas que nos hicieron.
—Yo el otro día lloré por mi mamá.
—Pues con eso es más que suficiente.
—¿Tú crees que mi mamá también le reza a mi papá?
—No sé.
Estela se pone de pie.
—Tú no quieres a mi papá, ¿verdad?
—Sólo lo vi dos veces, no se puede querer a un desconocido.
—Yo no lo conozco y lo quiero.
—Pero tú eres niña y cuando somos chiquillos hacemos muchas tarugadas.
—¿Y qué más quieren los muertos?
—Regalos, ofrendas…
—¿Para qué quieren eso?
—Igual que los vivos, ellos no tienen llenadera, pero además necesitan regalos para distraerse un rato. En el más allá lo único que tienen para entretenerse son sus rencores y sus culpas, necesitan algo para no pasarla tan mal.
—¿Y qué les gusta que les regalen?
—A cada uno cosas distintas, recuerda qué le gustaba a tu madre en vida y llévale eso.
—Sí lo voy a pensar, porque yo no quiero que mi mamá se la pase mal.
—Bueno, pero ahorita ya duérmete, chingado, porque si no, no te vas a levantar mañana.
—Oquei. Buenas noches.
—Buenas.
—Abuela.
—¿Qué?
—¿De plano dios nunca nos