Tres cruces. Alejandro Paniagua Anguiano

Tres cruces - Alejandro Paniagua Anguiano


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hacia la puerta.

      [Incompleto]

      A unos cuantos kilómetros de donde duermes, Lúa, un hombre apodado el Ponzoña hace su trabajo. Él será, sin duda, alguien que determinará tu vida.

      El Ponzoña da tres golpes del machete para cortar la mano derecha de su víctima. Dos muy certeros para desprender la izquierda. Para cercenar uno de los pies debe dar cinco golpes. Se avergüenza por su falta de habilidad para cortar con rapidez la extremidad. El otro pie se desprende con un solo golpe. Entonces el sicario se siente orgulloso.

      El teléfono del Ponzoña suena. Aprieta un botón del aparato para acallarlo.

      El hombre desmembrado grita una plegaria que le desbarata la garganta. El sicario piensa que aquel rezo a gritos parece ir dirigido a un dios sordo, a una deidad que por momentos disminuye el volumen de su amplificador auditivo, únicamente para no escuchar los ruegos y los disparates de sus adeptos.

      El torturador limpia el machete, lo enfunda y lo guarda en la mochila, a un lado del subfusil, la cantimplora, las granadas. Se le revuelve el estómago al mirar el rostro del muriente. Preferiría no saber su nombre, no haberlo visto cientos de veces. Antes, la matanza estaba reservada sólo para los enemigos, pero de un tiempo a la fecha, los eliminados han sido caras familiares. Desde que el Tilico –jefe de los rivales– tomó la plaza que perteneció durante años a los hermanos Albarrán, el Ponzoña ha tenido que eliminar a los que se resisten a asumir el nuevo mando. Al sicario, un día, le avisaron que el control había cambiado y que, a partir de ese momento, si quería seguir con vida, debía trabajar para el Tilico.

      Los rezos-alaridos del hombre desmembrado no cesan. El sicario siente, de pronto, una inmensa compasión hacia su víctima, así que toma las manos cercenadas y las coloca una sobre la otra, como si estuvieran dispuestas para la oración. Ahora parece que las manos grotescas y los gritos desmesurados sirven para elevar una plegaria al dios de lo incompleto, a la virgen de la parcialidad.

      Suena de nuevo el teléfono. El verdugo mira la pantalla.

      Se aleja unos metros del hombre desmembrado y contesta. Es la Escarabaja, la esposa del criminal, que le anuncia que de nuevo se quedará a dormir en casa de su madre. El Ponzoña sabe muy bien lo que esas palabras significan: la muchacha se encontrará otra vez con su amante.

      El hombre afirma:

      —Yo preferiría que no, pero haz lo que quieras.

      Concluye que eso le pasa por haberse casado con una chiquilla. A la Escarabaja la conoció cuando ella tenía quince años, de inmediato quedó prendado. Se casó con ella cuando la jovencita cumplió diecisiete.

      La muchacha se despide.

      El Ponzoña aprieta el teléfono. Con desdén, escupe al suelo.

      A lo lejos se escucha el ruido de un helicóptero.

      [Orden ilógico]

      Estela sólo tiene dos grandes anhelos en la vida: morirse y volver a tomar alcohol.

      Y hoy enuncia en su mente ambos deseos justo así —en ese orden ilógico— como si de verdad pudiera morir de súbito y más tarde recaer en el alcohol.

      La mujer camina por la avenida con una caja de galletas bajo el brazo. Son las galletas que los alcohólicos de su grupo de A.A. consumirán, con nerviosismo, mientras escuchan las razones por las que los otros dejaron de beber, o por las que todavía tienen deseos de hacerlo. Las veinte variedades de galletas incluidas en el paquete contrastan con los dos anhelos simples que Estela carga encima.

      Igual que muchas veces antes, piensa que no podría matarse ni volver a tomar porque su hija la convirtió en abuela, porque debe hacerse cargo de ti, Lúa. La palabra “abuela” le resulta absurda, pues apenas tiene cuarenta y tres años. Concluye de nueva cuenta: nadie debería tener nietos tan pronto.

      La mujer se acongoja y cambia de brazo las galletas. Se lamenta porque ha gastado demasiado en el paquete y sabe cómo ello afectará su presupuesto de la semana. Pero una vez al mes le toca llevar las botanas y no quiere quedar mal. No quiere tampoco que la gente sepa que el dinero, ahora sí, está a punto de volverse un problema. Durante varios años rentó la enorme bodega de su terreno al distribuidor local de tractores: John Deere. Allí se guardaban los vehículos más grandes; sin embargo, hace siete meses la empresa compró un espacio propio y Estela perdió su única entrada de dinero. Intentó rentar de nuevo la bodega, mas no ha tenido suerte.

      Estela piensa otra vez que quisiera morirse y volver a tomar. Regresa la caja al brazo donde comenzó su trayecto, pero no lo hace con habilidad suficiente y la deja caer al suelo. El paquete iba abierto pues guardó, en una servilleta, las cuatro galletas con mermelada de fresa; tus favoritas, Lúa. La mujer nunca ha podido responderse de forma contundente cómo es posible que te cuide, mantenga y hasta te consienta a pesar de que le resultas tan odiosa, tan ajena. Todo lo contrario de tu madre, Lúa, a quien Estela idolatraba. La mujer siente una enorme zozobra cuando destapa la caja y se da cuenta de que varias galletas se han desmoronado.

      La desdicha casi la tumba.

      No puede comprar otra caja, tendrá que llevar las galletas despedazadas y esto la avergüenza.

      Decide compensar su falta haciendo otra dádiva al grupo, ofreciéndoles a sus compañeros adictos algo para resarcir el error.

      Decide que hoy les hablará con absoluta verdad. Tal vez la honestidad contrapese su torpeza.

      [Un tiburón montado sobre un avestruz]

      El helicóptero ilumina, con una enorme luz, el suelo. El Ponzoña tiembla, Lúa, y es porque desde chiquillo, el temor lo hace generar fantasías absurdas que enardecen sus miedos.

      El sicario duda, por un instante, que aquella luz venga del helicóptero. Se pregunta si el resplandor creciente no se trata en realidad de un ser vivo, una bestia circular y brillante que se desliza por el prado acompañando, desde el piso, al vehículo aéreo.

      Le da un vuelco el corazón. Se aprieta las manos para intentar olvidar sus disparates y mantenerse enfocado.

      Comprende que los militares vinieron porque les revelaron la ubicación de la fosa clandestina. No puede quedarse allí, sería muy riesgoso. Con los cambios de mando, a veces los soldados no saben tampoco a quién deben combatir. Determina que si se va en la camioneta, seguro comenzarán a dispararle.

      Corre a toda prisa hacia los árboles. Se agacha entre unos arbustos para tantear la situación. El helicóptero dispara una ráfaga de metrallas hacia los arbustos, las balas levantan diminutas polvaredas.

      Del vehículo en vuelo descienden dos sogas. El miedo paraliza al Ponzoña unos segundos. Dos soldados encapuchados que llevan armas largas se deslizan hasta caer al suelo.

      El asesino emprende la huida. Uno de los militares se detiene ante el hombre seccionado a machetazos, aún está vivo, aún reza a gritos. El otro militar persigue al torturador.

      La vida de los hombres se define por la forma en que andan, Lúa, por la manera en que recorren los senderos. Al Ponzoña lo determina la huida, lo delimita el movimiento de un escondite a otro, ese es su estilo de andanza. Su sino es confundirse a cada rato con lo oscuro, aprovechar su parecido con lo sombrío y andar sin ser detectado.

      Te voy a contar, Lúa, todo lo que el Ponzoña siente e imagina mientras es perseguido, te voy a desglosar sus reflexiones para que el tipo no sea sólo una centella corriendo entre los árboles, y para que seas capaz de ver cómo está conformado este hombre, quien transfigurará tu vida. A final de cuentas, incluso en los sucesos veloces, ocurren cientos de diferentes procesos imperceptibles a simple vista.

      Mientras el Ponzoña corre, ráfagas de balas intentan alcanzarlo, ráfagas de pensamientos irracionales irrumpen en su cabeza. Así es la mente del sicario, responde a lo recio de la realidad con la dureza de la fantasía. El Ponzoña piensa, sin una razón aparente, que a lo mejor quien lo persigue no es un humano, tal vez el uniforme y la capucha ocultan a un ser aberrante. Avanza tratando de zigzaguear por entre los árboles: un manzano, un encino,


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