Tres cruces. Alejandro Paniagua Anguiano

Tres cruces - Alejandro Paniagua Anguiano


Скачать книгу
cambio de masturbar al jovencito que atendía el local de abarrotes. Cerraron la cortina de metal, la mujer se ensalivó la mano y frotó el sexo del adolescente con enfado.

      —Mientras manejaba de regreso a mi casa, ahora sí: en friega y con descuido, escuché en el asiento de atrás el golpe de una botella contra el cinturón. Era la pinche botella que según yo estaba en la guantera, no sé ni cómo terminó en el asiento trasero.

      No les cuenta a los otros alcohólicos, aunque quizá se sobreentienda, aunque quizá muchos de los oyentes también son capaces de hacerlo, que ella podía distinguir a la perfección el golpe de una botella vacía, una medio llena, o una sin destapar, contra cualquier objeto.

      —A pesar de tener una botella en la mano, mi ambición de borracha, la sed que no se agota, la pinche compulsión o lo que sea, me hizo quitarme el cinto y estirarme hacia atrás para agarrar el Bacardí. En cuanto lo tuve en la mano, escuché el golpe y frené.

      Estela duda si debe continuar.

      Se contrae.

      Retoma la historia:

      —Había atropellado a alguien. Se me entumió todito el cuerpo, el cerebro. Tenía que decidir cómo enfrentar mi tarugada. Sólo tardé un segundo en elegir, solo ocupé un segundo para saber que era yo una mierda. Decidí huir. A pesar de abrirme lo más posible para pasar a un lado del cuerpo, sentí cuando el coche le pasó por encima. Se me desbarató el alma. Comprendí la magnitud, la importancia de un cuerpo, cualquier cuerpo, frente a la irrelevancia de un coche que pesa una tonelada. Yo preferí huir en mi chatarra en vez de intentar salvar a la carne y a las vísceras. Escogí mal. Me detuve un segundo, casi me convierto en una persona valiente, pero aceleré de inmediato y no miré siquiera por el retrovisor. Nunca antes había comenzado a llorar sin darme cuenta, pero cuando reparé en mi cara, ya tenía los cachetes empapados, pensé que ese sería el peor momento de mi vida, no tenía ni idea de que unas horas más tarde vendría de verdad el peor.

      La mujer siente la vista nublársele. Un escalofrío le recorre el cuerpo. Toma un sorbo de agua del vaso colocado sobre el podio. Reanuda su relato:

      —Llegué a mi casa, pero no me pude bajar del coche, ni siquiera pude apagar las luces, el estupor me tumbó, me quedé dormida. Entre sueños escuchaba el sonido de las intermitentes, fueron buenos sueños, los últimos buenos que tuve. Me despertó un ruido terrible, el zumbido de un montón de moscas. Bajé del auto para ver de dónde venía el estruendo. Vi que manchas grotescas, conformadas por montones de moscas, afeaban la parte delantera del coche, me asomé por debajo del chasis y vi que allí también había manchas compuestas por los bichos. Eran como agujeros hechos de insectos, como marcas vivas que se empezaban a tragar la realidad. Tuve pánico. Las moscas chupaban y se engolosinaban con la sangre y las viscosidades que había dejado la persona que atropellé. No tenía por qué haber tantas alimañas, he leído que no debían aparecer tan pronto, pero ahí estaban. El color negro de las moscas es uno de los más feos, y la vida estaba pintando de ese color las evidencias de mi acto reprobable, como para hacerlas resaltar, como para dejar claro que mis pecados estaban ahí. El zumbido de los bichos también es uno de los sonidos más horribles, y la vida había decidido que la sangre y las tripas de mi vergüenza sonaran justo así. Golpeé el cofre, un montón de moscas volaron asustadas, con la mano quité la sangre, muchos bichos se pararon sobre mis dedos, agité la mano con desesperación para espantarlas. Se me revolvió el estómago, vomité sobre la acera y varias alimañas se abalanzaron sobre la porquería. Era una pesadilla. Agarré la manguera y les aventé agua, luego lancé un chorro por debajo del coche. Una ola de sangre, vómito, agua y bichos muertos llenó la entrada de mi casa. Tuve miedo de que Lúa saliera al patio y se encontrara con la marea de podredumbre. Limpiar el desastre fue una tarea que me llevó demasiado tiempo. Me senté de nuevo en el asiento del conductor y apagué por fin las intermitentes. Tuve miedo de haber recibido una maldición, solita me había condenado, pensé que toda mi sangre se había convertido en moscas, y la próxima vez que me hiriera o menstruara, un chorro de insectos repugnantes saldría volando de mi interior. Siendo honesta, muchas veces me he preguntado si esas moscas eran reales o sólo me las imaginé. Si eran nomás visiones, eso sería mil veces peor.

      Estela suspira, se talla la cara con las manos. Continúa:

      —Mi teléfono sonó; en esos días, igual que ahora, era raro que alguien me buscara. Un tipo, hasta la fecha no sé quién fue, me dijo que mi hija había muerto, la habían atropellado cerca de la salida a la carretera. De inmediato entendí que la persona a la que arrollé era ella, mi hija. Supe ahí cómo la mala suerte también puede expandirse, enmarañarse, tumbarnos, hacernos pedazos. Caí de rodillas. Deseé que cientos de moscas me cubrieran y se tragaran mi forma como a una mancha de vísceras, como a un montón de mierda. Espero que vengan y me traguen.

      Estela aprieta los párpados.

      —Y esa es toda la verdad, ya no tengo más que contarles, ya les dije todo. Hasta les dije de más.

      Sus compañeros permanecen en silencio.

      Luego de un minuto, uno de ellos la acompaña a su asiento mientras le soba la espalda. Varios le hacen gestos de empatía. Otros prefieren no verla a los ojos.

      Estela sabe que, a partir de entonces, los demás adictos del grupo no la verán igual, ella será la mujer deforme del lugar, como el Tribilín dibujado en el muro. A partir de ese instante se convertirá en una reproducción, hecha con descuido, de sí misma, los demás la reconocerán sólo por ciertos rasgos evidentes: el gesto de angustia, los cabellos maltratados, los puños siempre contraídos y que tiemblan a cada instante, los vestidos viejos, pero muy limpios. Será sólo un dibujo que tendrá una mosca aplastada sobre uno de los ojos.

      Algo que Estela no les dijo a sus compañeros, y nunca lo hará, es que luego de recibir la llamada donde le avisaron sobre la muerte de su hija, entró a la casa y se dirigió a tu pieza, Lúa. Cerró los ojos y te anunció:

      —Tu madre murió… y yo junto con ella.

      Enseguida Estela cayó desmayada. Lúa, tú en cambio, corriste por la casa llorando, gritando.

      Y así vivieron ambas la desdicha: Estela a través de la inmovilidad; tú mediante la imposibilidad de permanecer en un sólo sitio.

      Y así se han mantenido ambas hasta hoy.

      [Naxtarfí]

      Lúa, abres la alacena. Te sientes cansada, no dormiste bien pensando en qué deberías ofrendarle a tu madre para que no sufra en el más allá.

      Nada de lo que ves en la alacena se te antoja demasiado. Sin embargo, como todos los días, lames decenas de veces la enorme barra de piloncillo que tu abuela guarda en una bolsa de plástico. La bolsa se halla junto a una botella de Ron Bacardí Añejo, que lleva ahí al menos cinco años.

      Sales de la casa y caminas a la carretera.

      Te picas la nariz con avidez para sacar los mocos resecos al fondo de una de las cavidades nasales. Te causa desesperación no alcanzarlos y te aventuras a hundir el dedo lo más que puedes. Entonces sientes el dedo envuelto por la espesura y el calor de la sangre. Sacas el índice de la nariz y lo limpias con tu vestido. Haces la cabeza hacia atrás para detener el flujo, pero es tarde, varias gotas han caído en tus zapatos, en la tierra. Tomas de tu bolsa un pañuelo de papel, formas una tira con los dedos y te la insertas para detener la hemorragia.

      Miras las gotas de sangre incrustadas en la arena, acercas tu cara para observarlas mejor. Algunos restos del líquido se esparcieron hasta aplanarse, otras gotas aún permanecen orondas. Diminutas partículas de polvo forman una costra alrededor de las gotas. Te parece que esa combinación de sangre y tierra seca la has visto muchas veces antes, demasiadas incluso: cuando te sangraron las rodillas, cuando balearon a un hombre afuera de la escuela, cuando alguna de las chivas del vecino está en celo.

      Te preguntas por qué tu sendero de pronto se ve invadido por unas gotas de tu propia sangre. En unos días averiguarás la razón.

      La combinación de sangre y tierra te resulta hermosa.

      Determinas


Скачать книгу