Tres cruces. Alejandro Paniagua Anguiano

Tres cruces - Alejandro Paniagua Anguiano


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de la digestión, que no necesita oxigenar la sangre ni ponerla en movimiento; que no requiere segregar orina ni absorber nutrientes; que sólo requiere transformar el alimento para permanecer vivo; y que utiliza la energía generada por sus decenas de estómagos para no perder el ímpetu. Un dolor en el tobillo hace estremecer al Ponzoña, lo hace tambalear un poco, pero no detiene la marcha. Suda en exceso a pesar del frío. Se pregunta entonces si quien lo persigue es un monstruo con figura humana, cuyo cuerpo está conformado por alacranes que pelean y se aguijonean entre sí, que descargan veneno una y otra vez, los unos en los otros; y que es justo ese proceso de envenenarse el que mantiene vivo al monstruo. La mochila del Ponzoña le golpea la espalda mientras corre, las armas que lleva encima le castigan el espinazo sin compasión. No quiere dejar caer la mochila porque el contenido es su último recurso para sobrevivir en un enfrentamiento directo. Sus fantasías se tornan aún más irracionales, se cuestiona si su perseguidor es un ser mítico, mitad incendio, mitad humano. Si me alcanza —piensa— bastará con que me toque para que mi cuerpo comience a consumirse. El torturador escucha los latidos de su corazón, sabe que ello implica que el órgano va acelerado en demasía. Nunca ha tenido claro hasta dónde será capaz de resistir. Las piernas las percibe con rigidez. Siente terror al pensar que, tal vez, quien lo persigue es un animal al que entrenaron para andar en dos patas: una pantera que aprendió a disparar armas largas usando las pezuñas; o una hiena, que en cuanto alcanza a sus presas, no sólo las derriba con técnicas de combate cuerpo a cuerpo, sino que les desgarra la cara y el cuello a mordidas. Y entonces su imaginación se vuelve infantil, como si los temores del perseguido fueran dibujados por el niño miedoso que fue alguna vez. Para alguien inmerso en el miedo, hasta lo ridículo resulta espeluznante. El sicario concluye que quizás el soldado acechante es en verdad un tiburón que va montado sobre un avestruz. La imagen caricaturesca, la cual en otras circunstancias le provocaría una carcajada, ahora lo aterroriza. Escucha unos disparos, su enemigo debe estar cerca. Las botas del Ponzoña hacen crujir las hojas y vacían de una pisada los pequeños charcos que anegan el terreno. El teléfono suena, lo más probable es que sea su esposa quien marca, concluye que de seguro decidió no ir esta noche con su amante, desea que así sea –pero él se equivoca, la mujer marca para decirle que se quedará un día más fuera de casa–. Luego imagina que es probable que lo persiga un espectro, y bastaría con que el fantasma se quitara el traje para poder atravesar, sin problema, la arboleda y alcanzarlo en un instante. Le punza la parte baja de la espalda. Imagina entonces que el ánima incansable detrás de él es justo el fantasma de su propio padre. Sin dejar de correr, saca de la mochila una de las granadas. ¿Y si más bien lo persigue el cadáver viviente de su padre? Analiza durante unos segundos si será capaz de dejar caer la granada y correr lo suficientemente rápido para escapar de la explosión. El tono de su teléfono suena con angustia. ¿Y si acaso lo persigue el hombre en el que siempre quiso convertirse su padre, pero nunca pudo –alguien valiente, sin deudas, un tipo recio y responsable–? El Ponzoña hace rodar la granada hacia atrás para ganar un poco de distancia y corre a mayor velocidad, su cuerpo casi es vencido por el esfuerzo. La explosión de la granada logra tirar a su perseguidor al suelo. ¿Y si acaba de atacar con un estallido a su padre vivo, quien sólo había fingido estar muerto durante años?

      El sicario llega al río y se arroja al agua sin pensarlo.

      Intenta nadar a contracorriente para alcanzar la orilla, pero la fuerza del flujo lo supera.

      Riñe con mayor empuje en contra de la corriente, es vencido, comienza a ahogarse. La falta de aire y la zozobra le resultan familiares, ha vivido así por años.

      El Ponzoña acepta la derrota, deja de luchar, sabe que es lo único que le queda. La dejadez hace que su cuerpo flote por sí mismo. Cierra los ojos: interrumpir la mirada lo ayuda a tranquilizarse, a aflojar los músculos y permitir al agua elevarlos. Una vez que alcanza la serenidad, se va impulsando con suavidad hacia la orilla. La corriente, antes su verdugo y ahora su salvadora, lo lleva rápidamente a la tierra.

      El Ponzoña sale del agua. Piensa que el líquido ha sido de verdad benévolo al rescatarlo, se pregunta si él es merecedor de tal gesto de compasión. El viento sopla y le da al sicario una sensación de bienestar. El tipo piensa que también el aire tuvo clemencia.

      De inmediato vuelve el estómago.

      Con la boca aún manchada abre su celular, el aparato murió.

      Ahora no podrá saber qué carajos quería su esposa.

      Camina hacia las casas iluminadas a lo lejos.

      [El color negro de las moscas]

      La sede del grupo de Alcohólicos Anónimos al que asiste Estela se encuentra en una casa antigua de la colonia Ozumba. Por las mañanas funciona como la guardería municipal y por las noches, se les permite a los adictos tener sus sesiones diarias.

      Estela camina hacia la tribuna, se acomoda frente al podio, se soba el cuello con la mano y comienza a hablar.

      —Les quiero contar de nuevo algo que ya compartí aquí muchísimas veces antes, pero hoy quiero decirles la verdad de las cosas, la verdad completa, pues. Porque antes no me atreví.

      Siempre que Estela habla en la tribuna evita la mirada de sus compañeros, centra su vista en un Tribilín mal dibujado, que alguien pintó en una de las paredes del fondo. Cualquiera que conozca al personaje puede intuir su identidad por ciertos rasgos que lo distinguen: el largo y delgado sombrero verde, las orejas negras, los escasos dientes. Pero las deficiencias de la representación también son irrebatibles: la cabeza es grande en exceso; en vez del gesto desconcertado y torpe del personaje, la reproducción tiene una mirada recia, que lo hace ver como un ser iracundo; el cuerpo no es esbelto, sino achatado y con sobrepeso; sobre la pupila de uno de los ojos alguien aplastó una mosca, y nadie se ha tomado la molestia de limpiar los restos.

      Mientras cuenta la historia, Estela mira con desdén a la caricatura contrahecha.

      —Ese día me desperté borracha. Igual que el día anterior. Igual que el otro. Igual que todos los días. Esa mañana recé un padre nuestro con olor y sabor a vómito, me desayuné una galleta de avena y leí en el periódico un dato que me dio escalofríos: las moscas pueden vivir y seguir volando por horas, aunque hayan perdido la cabeza. Y esas fueron las últimas acciones reales de mi vida. A partir de entonces todo se volvió una ensoñación y lo sigue siendo hasta ahorita.

      Estela se aclara la garganta.

      —Vomité la galleta de avena y caminé al coche para sacar el Añejo en la guantera. No estaba ahí. Fui por el que tenía en mi cuarto y descubrí que me lo había chingado en algún momento. Me dio mucho miedo. No tenía ni un centavo y mi cuerpo era una piltrafa, apenas me permitía caminar. Además, cuando cerré los ojos, apareció en mi mente la imagen de una mosca descabezada que volaba hacia mí. Siguió apareciendo cada vez que parpadeaba. Me asusté. Sabía que el insecto no dejaría de avanzar hasta que yo lograra dar un nuevo sorbo de ron.

      Estela no le cuenta a su audiencia que la mosca de sus visiones era de un tamaño diez veces mayor al de una mosca real.

      —Aunque no tenía ni un quinto decidí ir a la tienda. Me sentía de la chingada: incluso el esfuerzo de girar la llave del Tsuru me resultó engorroso. Las manos me temblaban. Me temblaban los párpados. Iba dando enfrenones pues sentía que en cualquier momento me iba a salir de la carretera.

      Estela no les cuenta a sus compañeros que dos botellas vacías de Herradura rodaban por debajo del asiento del copiloto y cada vez que frenaba hacían un estruendo provocándole una sensación de miseria.

      —El coche tenía un ligero olor a mierda, me dio miedo que la peste viniera de mí. Sí era yo quien apestaba. Giré la perilla tiesa de la radio, de un lado al otro. Los dedos me dolían por el esfuerzo de moverla.

      Estela no les aclara a sus compañeros que los cacharros de plástico rojo que indican la estación sintonizada en las radios antiguas le resultaban fascinantes. Siempre movía aquellas agujas rojas de plástico de un extremo al otro, buscando en el cuadrante una canción que no conociera. En cuanto hallaba una, detenía el trayecto del artefacto.

      —Le rogué al de la tienda para que me


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