Teoría feminista 03. Celia Amorós

Teoría feminista 03 - Celia Amorós


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identidad de género es un ejemplo de producción en el terreno del sistema del sexo. Y un «sistema sexo/género» abarca más, afirma la autora, que las «relaciones de procreación», es decir, que la reproducción en un sentido biológico.

      Lo que el marxismo denomina el «segundo aspecto de la vida material» sólo puede analizarse en profundidad mediante un examen de las estructuras de parentesco y, en este punto, introduce Rubin el análisis de la teoría de Lévi-Strauss, para quien el parentesco está concebido explícitamente como una imposición de la organización cultural sobre los hechos de la procreación biológica. En la teoría del antropólogo francés la esencia de los sistemas de parentesco reside en el concepto de intercambio (recogiendo la idea de Marcel Mauss del intercambio del «don») como principio de organización de la sociedad, siendo el matrimonio la forma más básica de intercambio, ya que la mujer es el «don» más preciado. Por esta razón, Lévi-Strauss entiende el tabú del incesto como el mecanismo que asegura que tales intercambios ocurran entre familias y entre grupos, imponiéndose así el objetivo social de la exogamia y, con ella, la alianza ante los fenómenos biológicos del sexo y la procreación. Ahora bien, si la mujer es el «don», los hombres son los que se lo intercambian: como señala Lévi-Strauss, la relación de trueque que constituye el matrimonio no se establece entre un hombre y una mujer sino entre dos grupos de hombres; las mujeres no son quienes realizan el intercambio, sino sólo su objeto. Rubin señala, con toda razón, que Lévi-Strauss ha construido una teoría implícita de la opresión sexual.

      El intercambio de mujeres es para Rubin el primero de un conjunto de conceptos mediante los cuales se describen los sistemas de sexualidad. Dentro de la teoría de las relaciones de parentesco está implícita una concepción del género, de la obligación de la heterosexualidad y de las reglas que se imponen sobre la sexualidad femenina. En primer lugar, el género es una división de los sexos socialmente impuesta. Hombres y mujeres son diferentes, pero se parecen más entre sí, afirma Rubin con sorna, que a las montañas, a los canguros o a los cocoteros. «Lejos de ser una expresión de las diferencias naturales, la identidad genérica es exclusivamente la supresión de las similitudes naturales. Requiere represión»10. El mismo sistema social que oprime a las mujeres mediante las relaciones de intercambio y oprime a todos los humanos que forman parte de él con su insistencia en una rígida división de la personalidad. En segundo lugar, dice nuestra autora, el tabú del incesto presupone el tabú de la homosexualidad (anterior al del incesto, aunque menos articulado). El género no es sólo una identificación con un sexo, sino que lleva consigo, además, la regla de que el deseo sexual tenga que dirigirse hacia el otro sexo. «La supresión de los componentes homosexuales de la sexualidad humana (…) es, claramente, un producto del mismo sistema cuyas normas y relaciones sirven para oprimir a las mujeres.» En tercer lugar, la asimetría del género, es decir, la desigualdad entre los que intercambian y lo intercambiado (las mujeres), implica un conjunto de imposiciones sobre la sexualidad femenina; en la medida en que los varones tienen derechos sobre las mujeres que ellas no tienen sobre sí mismas, la homosexualidad femenina, por ejemplo, estará sujeta a una prohibición aún más dura que la que se ejerce sobre la del hombre.

      El concepto del «intercambio de mujeres» dice Rubin, es valioso y problemático a la vez. Resulta sugerente porque sitúa la opresión de la mujer dentro del sistema social y no ya en la biología. Es problemático en la medida en que pretende describir todos los sistemas de parentesco conocidos empíricamente. Si bien Lévi-Strauss acierta al considerar el intercambio de mujeres como un principio fundamental de las relaciones de parentesco, ha construido una teoría de la opresión sexual que oculta el hecho de que la subordinación de la mujer es el producto de las relaciones sociales que organizan y producen el sexo y el género. Nuestra autora no cree, en cambio, que la asimetría entre los dos sexos tenga la función de asegurar una dependencia recíproca entre ellos porque sean siempre los varones quienes se beneficien de ella. Desde el momento en que la mujer es el objeto del intercambio, y no una de las partes, se transforma en signo de algo, se define como palabra, aunque el mismo Lévi-Strauss reconozca que ella es, también, productora de signos. El reino de lo simbólico, de la transformación del estímulo en signo, aparece con la mediación de la mujer y ello es lo que marca el paso de la naturaleza a la cultura. No obstante, el antropólogo francés en ningún momento pone en cuestión el sexismo del sistema que describe, planteándolo como algo «dado».

      En un tercer momento, Rubin pasa revista a las aportaciones del psicoanálisis. Cree nuestra autora que Freud nos ha proporcionado una acertada descripción conceptual de los mecanismos que llevan a cabo la división de los sexos en nuestra sociedad mediante la fase edípica; es decir, la teoría de la adquisición del género que Freud describe podría haber servido de base para una crítica de los «roles» sexuales, en la medida en la que el psicoanálisis nos aporta una imagen de los mecanismos por los que los sexos se dividen y deforman: una descripción de cómo la cría humana, bisexual, andrógina, se transforma en niño o niña. Pero esta crítica no se ha producido ni con él ni, mucho menos, con sus continuadores. En definitiva, dice Rubin, puede ser interesante analizar de qué forma funcionan, según Freud, los mecanismos sociales que deciden que seamos varones o mujeres. Pero la introducción de conceptos tales como «envidia del pene» y «complejo de castración», como forma de explicar la adquisición de la feminidad por parte de la niña, ha dado lugar a críticas muy duras por parte del feminismo. Sobre estas críticas, Rubin afirma:

      En la medida en que el psicoanálisis es una racionalización de la subordinación de la mujer, la crítica está justificada; en la medida en que es una descripción del proceso que subordina a las mujeres, la crítica es un error. Como descripción de la forma en la que las culturas fálicas domestican a las mujeres y los efectos que tal domesticación tienen sobre las mujeres, la teoría psicoanalítica no tiene comparación con ninguna otra11.

      En definitiva, según Rubin tanto Lévi-Strauss como Freud arrojan luz sobre lo que se percibe oscuramente como las estructuras profundas de la opresión sexual. Las dos teorías nos sirven de advertencia sobre la dificultad y la magnitud de aquello contra lo que luchamos, y sus análisis nos proporcionan una cartografía preliminar de la maquinaria social que tenemos que reorganizar. Pero ninguna de ellas es capaz de presentar la subordinación de la mujer como un producto de las relaciones sociales a través de las cuales el sexo y el género se organizan y producen.

      Con el objetivo de superar las limitaciones de estos tres referentes conceptuales, Rubin formula lo que ella denomina el «sistema de sexo-género» en el que estarían presentes tanto las relaciones económicas como las relaciones sociales y personales entre los varones y las mujeres. Define este concepto como «el conjunto de ajustes o disposiciones por los cuales una sociedad transforma la sexualidad biológica en producto de la actividad humana, y mediante los cuales estas necesidades sexuales transformadas se satisfacen». Este concepto le parece que incluye más elementos que la mera relación de procreación, es decir, que la reproducción en el sentido biológico. También le parece más adecuado que el concepto de patriarcado porque, desde su punto de vista, el «sistema sexo/género» es un término neutro que se refiere a un tipo de sistema sexual y generizadamente desigual, pero que no implica que la opresión sea inevitable en otro tipo de sistemas sino, más bien, un producto de las relaciones sociales específicas que lo organizan.

      Me parece necesario subrayar la importancia de este primer ensayo de Rubin, que hoy es reconocido como punto de partida de un análisis que ha hecho más difícil, desde entonces, los intentos de ignorar el carácter «generizado» de todas las relaciones sociales y que ha vinculado el género con otras desigualdades y contradicciones sociales, eliminando el anterior enfoque que consideraba «naturales» las relaciones de género y sustituyéndolo por una visión de éstas como producto de fuerzas sociales históricas y culturales. Pese a las muchas críticas que ha cosechado posteriormente, estoy de acuerdo con Virginia Maquieira en la idea de que después de este ensayo el género fue considerado «como una divisoria impuesta socialmente a partir de relaciones de poder. Divisoria que asigna espacios, tareas, deseos, derechos, obligaciones y prestigio. Asignaciones y mandatos que permiten o prohíben, definen y constriñen las posibilidades de acción de los sujetos y su acceso a los recursos»12. Desde mi punto de vista, «The Traffic in Women» da un paso más en la aplicación del concepto de género, ya que en este artículo no tiene


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